La integración latinoamericana que ya es

La integración latinoamericana que ya es

Raquel Bergeret


Hace poco me tocó participar en un encuentro internacional. Eran unas jornadas de estudio donde profesionales de Europa, Asia y América aportábamos desde nuestras experiencias en organizaciones empeñadas en una mejor calidad de vida para todos. El clima de búsqueda colectiva, seria y comprometida, ensanchaba el corazón y nos daba confianza para presentar propuestas. Y, sin embargo, dentro de este ambiente distendido y sensible, hasta el más distraído podía apreciar una gran diferencia entre el modo individualista y, me atrevería a decir, competitivo, en que hicieron sus aportes los demás, y la solidaridad que surgía espontánea entre los latinoamericanos. Quizá te haya tocado vivir alguna experiencia parecida. Yo recuerdo a un amigo que vivió en el exilio y siempre dice cómo sintió que allí ya nadie se define mexicano o uruguayo, sino, simplemente, latinoamericano.

Darcy Ribeiro, conocido antropólogo brasileño, en una de sus visitas a Argentina nos dijo algo que quizá nosotros también hemos sentido alguna vez: “muchas veces me ha pasado estar tranquilo en mi casa leyendo un texto de otro latinoamericano y sentirme robado, porque el decía exactamente lo que yo estaba queriendo decir, y supongo que a él le ocurriría otro tanto. Sin comunicarnos, estábamos pensando lo mismo. Las ideas maduran y en este momento la latinoamericanidad es una idea madura: nosotros como una parcela del mundo, pronta a asumirse, pronta a existir”.

Y sin embargo, muchos de nosotros, que hemos tenido experiencias fuertes de Patria Grande, cuando nos ponemos a hablar de integración nos olvidamos de lo que ya tenemos y miramos hacia afuera. Nos parece que todo lo tendríamos que aprender de la Comunidad Europea, o que la Iniciativa para las Américas, por venir de los norteamericanos, es la única que podrá hacer la mentada integración.

Por eso me gustaría que antes de seguir adelante nos preguntáramos: ¿de qué integración hablamos? Porque es cierto que el observador más desapercibido encuentra en Latinoamérica, más allá de la gran variedad de rostros, de colores de piel, de músicas y estilos -indígena, afro, hispano, mestizo…- unos rasgos y unos sentimientos comunes que claramente nos definen, y en cierto sentido nos integran. Pero, también es verdad, que todo esto se da a contrapelo de unas fronteras marcadas muchas veces a sangre y fuego. Preguntemos, si no, a los chilenos que están reclamando aún las tierras que los argentinos tomaron mientras ellos luchaban contra los peruanos. Preguntemos a los bolivianos sobre su salida al mar. Veamos cada uno de nosotros los rencores históricos que nos separan de nuestros vecinos. Y nos daremos cuenta de que nuestras «historias oficiales», las que normalmente se aprenden en nuestras escuelas, están contadas de tal modo que a nosotros nos dejan bien encerrados en nuestros propios límites, y a nuestros más grandes héroes, que casi siempre tuvieron la visión de la Patria Grande, los encierran en fronteras que ellos nunca aceptaron.

Los intereses neocolonalistas han sido hasta nuestros días dificultades reales para la integración económica y política latinoamericana que formaba parte del sueño de Patria Grande de Bolívar y Artigas. Aun no hemos sido capaces de crear por nosotros mismos en nuestro Continente esos “poderes intrínsecos” que Bolívar consideraba necesarios para la deseada integración: lo que sólo nosotros, a partir de la realidad de nuestras personas, rasgos y capacidades debemos hacer. La independencia se declaró en las ciudades, donde estaban los que comenzaron a explotar las riquezas de una manera injusta, excluyendo o matando a los primitivos dueños de las tierras. El régimen opresor de las colonias quedó casi intacto. Los nuevos estados, centralizados en las capitales, siguieron tan vacíos de poder como antes, porque los terratenientes siguieron dependiendo en lo económico de los imperialismos del Norte. Y a éstos lo que les ha servido hasta ahora son nuestros pleitos y diferencias. Esto nos explica que en casi doscientos años ninguna iniciativa de integración -y ha habido muchas- haya llegado a concretarse. El organismo continental existente, la OEA, ha tenido vida bajo la «protección» del americano del Norte, que en definitiva defiende sus intereses; a él siempre le han servido nuestras divisiones.

Pero ahora algo está cambiando: los colonialistas de puertas adentro, herederos de quienes atendiendo a sus propios intereses y a las exigencias de lo mercados de entonces crearon las fronteras de las actuales naciones, están hoy dispuestos u obligados a abrirlas en el simple juego de los intereses.

La integración latinoamericana, que fue el sueño de los héroes de la independencia, no ha podido concretarse en estructuras políticas y económicas porque hubo entonces -y sigue habiendo hoy- intereses ajenos que se contraponen y que han impuesto sus condiciones. Después de muchos años de frustración con instituciones como ALALC, ALADI, Pacto Andino, etc. nuestros políticos se encuentran ahora con que es el vecino del Norte el que está empeñado en nuestra integración. Revive hoy el “América para los americanos”. Ahí los latinoamericanos somos los parientes pobres, sin poder para poner condiciones.

En estos momentos en que soplan los vientos de una integración exigida por el mercado mundial y basada en intereses puramente económicos, frente a los cuales el Norte impone habitualmente su hegemonía, es importante que los latinoamericanos nos esforcemos por recobrar una palabra propia también en el campo político y económico. Hasta ahora, la proverbial creatividad latinoamericana, expresada tantas veces en la literatura y en el arte, no ha tocado sin embargo a la mayor parte de sus políticos. Parecería que la exigencia de diálogo con el llamado Primer Mundo los ha llevado a seguir esquemas en los que cada uno vale en la medida en que es capaz de asimilarse a esa “aldea global de los pocos”. Así es que, con un enorme costo social, es decir, mayor pobreza para muchos, los “ajustes” a los que estamos sometiéndonos de un tiempo a esta parte en todo el Continente se justifican como el debido “peaje” hacia la modernización económica y tecnológica que requiere nuestra “apertura” integrada. Hablar el lenguaje que los latinoamericanos practicamos habitualmente, el de la acogida y la solidaridad, no les resulta posible. Y entonces, la relación de los políticos con el pueblo pasa a ser rutinariamente electoral. Y somos invadidos por la mentira y la corrupción. Aquí es donde aborta la integración que -no tenemos por qué dudar- es también el sueño de la mayoría de los políticos latinoamericanos. Por eso, nos parece que es hora de invitarlos a mirar de frente a su pueblo y hablar su lenguaje para tener fuerza a la hora de las negociaciones. Los indígenas de Chiapas han abierto camino: ellos han pedido que las palabras sean verdaderas. Porque lo que se llama hoy eufemísticamente «costo social» no es otra cosa que el sacrificio de millones de personas concretas. Y cada persona es algo muy valioso.

Somos cerca de 500 millones. Es una gran riqueza. Si la mayoría son jóvenes, la riqueza es aún mayor. Entre todos podremos decir algo. Veamos entonces qué integración nos interesa afianzar. Tendríamos que esforzarnos por valorar la integración de nuestros pueblos que ya es, y hacer fiesta de una buena vez por la enorme riqueza que nos aportan nuestras variadas culturas. Las organizaciones populares, las cooperativas, las comunidades de base, están ya articuladas en redes por las que circulan libremente los pensamientos de latinoamericanidad. Los artistas y los intelectuales, la gente de las iglesias se las ingenian también para encontrarse. La Conferencia de obispos en Santo Domingo ha sido una prueba contundente de identidad latinoamericana más allá de la fuerza hegemónica de la curia vaticana.

La integración se afianza por la ampliación de espacios a nivel nacional y latinoamericano en los que tomen la palabra los que “adentro” son las mayorías y no conocen fronteras ni para las buenas ni para las malas: cuando se trata de conseguir empleo o de contagiarse el cólera.

Hay entre nosotros altos índices de analfabetismo. La tecnología y los medios de comunicación están en pocas manos. Son desafíos culturales y educativos en los que tenemos que sentirnos solidarios. Porque es a través de la educación como se fortalece la ciudadanía, y a través del conocimiento y el manejo de las tecnologías, la indiscutible creatividad de nuestras gentes se hará más eficiente para conseguir una mejor calidad de vida para.

Para afianzar la integración necesitamos políticas educativas que no se queden en el aula. Que consideren los medios de comunicación e introduzcan tecnología. Pero sobre todo, que pongan el mayor énfasis en la salvaguardia de las riquezas invalorables de nuestras múltiples culturas. Porque el gran desafío es dar carta de ciudadanía a la América de múltiples rostros y de innumerables lenguas, que desde la pobreza y en la opresión, ha resistido, que se sobrepone a la exclusión a través de la economía informal (creatividad de la sobrevivencia) y que a través de sus fiestas y de su religiosidad es capaz de hacernos recobrar la alegría de vivir. ¿No será ésta una riqueza mayor que la que todo el mercado puede ofrecernos? ¿No será por esta integración por la que vale la pena entregar los mejores esfuerzos y enfrentar las más difíciles negociaciones?


Raquel Bergeret,
Montevideo, Uruguay