La Libertad de las mujeres

La Libertad de las mujeres

Kora, Carmen, José Luis, Jilma, Reyna, Dolores


La libertad, esa desconocida para las mujeres en la sociedad patriarcal. La falsa libertad que proclama el patriarcado mira el sexo de las personas para diferenciarlas, subordinando, desvalorizando y violentando a las que nacemos con sexo de mujer.

El patriarcado como sistema cultural aún hegemónico en Nicaragua y extendido por el mundo, construido desde antiguo, consolidado con el capitalismo, legitimado y bendecido por el catolicismo y las distintas religiones, supone que las personas que nacemos con sexo de mujer somos inferiores y de menor valor, que nuestra misión es reproducir la especie, dar el servicio doméstico y de cuidado gratuitamente, sin reconocimiento, a costa de nuestra autonomía, a los hombres, a la familia, a la iglesia, a la sociedad.

Desde el instante de nacer, sólo por tener sexo de mujer nuestra libertad se viene coartando, y se nos mediatiza lo más elemental: decidir sobre nuestro cuerpo, nuestro tiempo, decidir sobre nuestro ser y estar en el mundo. Se nos enseña que ser mujeres es ser sometidas, decentes, recatadas, dependientes de los hombres a los que necesitamos para que nos protejan. El mundo se organiza de modo que las mujeres estamos en inferioridad de condiciones y nos consideran seres vulnerables. Está tan consolidado el sistema, que hombres y mujeres lo tenemos muy introyectado, como que es lo natural, lo lógico, el orden social que Dios ha pedido en su sabiduría.

Este modelo patriarcal/machista conlleva estructuralmente discriminación y violencia contra nosotras, las mujeres, tanto en el ámbito privado (en la familia o relaciones interpersonales), como en el ámbito público (en las calles, la comunidad, el mundo laboral, el Estado). Es una violencia verbal, física, psicológica, sexual, económica, patrimonial, laboral, institucional. El feminicidio, como violencia extrema, es nuestra primera causa de muerte en muchos países; la tolerancia e impunidad de esos crímenes de lesa humanidad forman parte de la mentalidad patriarcal, pues nuestra vida vale menos, vale poco.

Desde niñas aprendemos nuestros roles en la casa y no podemos ir solas a ningún sitio, ni a la escuela si está lejos, porque nos puede pasar «algo», algo que sólo pasa a las niñas, no a los niños. Cuando somos jóvenes, nos damos cuenta de que la calle es peligrosa para nosotras: no podemos andar libremente, mucho menos frecuentar solas lugares públicos, porque nos miran mal, los hombres se meten con nosotras, nos quieren tocar, hasta nos violan, se sienten con derecho a nosotras. Es horrible vivir con ese miedo.

Y si nos casamos, con ese enamoramiento romántico que el patriarcado nos enseña, nos volcamos en cuido a nuestro hombre para demostrarle un amor que nos enajena de nosotras mismas. Le servimos la comida, lavamos y planchamos su ropa, limpiamos su casa. Los hijos pareciera que sólo fueran nuestros y no de ellos, pues todas las tareas de crianza recaen en nosotras. Dedicamos las 24 horas del día con esfuerzo, desgaste y desvelo para garantizar la vida de nuestra familia, pero dicen que no trabajamos y empiezan nuestros hombres a decirnos que no valemos para nada, a controlar lo que hacemos, con quién hablamos, con quién salimos… Luego empiezan los empujones, golpes, maltrato físico y sexual. Si nos piden perdón aceptamos pensando que cambiarán, pero, al poco, más maltrato, y caemos en ese círculo de violencia, en esa pesadilla. No tenemos libertad ni en la calle ni en la casa.

Si salimos a trabajar a las maquilas o algún otro lugar, entonces hacemos doble jornada de trabajo: en la casa –que nadie nos paga ni nos reconoce- y en la fábrica. Y hasta triple jornada si además participamos en el desarrollo comunitario. Y aunque trabajemos remuneradamente, no por ello los hombres asumen responsabilidades en casa. Ellos, después de su jornada laboral, disponen de su tiempo, descansan. Nosotras ni tenemos tiempo para nosotras ni descansamos.

Nuestra capacidad de embarazo es un revulsivo para nuestro trabajo, como si sólo fuera nuestro: también el embarazo es obra de los hombres. Pero si nuestra vida está en riesgo por el embarazo o es por violación, las leyes de los hombres y de las iglesias nos impiden interrumpirlo, como si luego los violadores se hicieran cargo de sus hijos. En nombre de Dios y de la vida nos obligan a tener ese hijo, decidiendo sobre nuestros cuerpos, hasta condenándonos a morir.

Para el mundo de la economía y la política, de la cultura, nuestras oportunidades siempre son más limitadas y costosas, por los prejuicios; hasta nos consideran malas mujeres, malas esposas, malas madres, vagas, por no estar en la casa. Siempre esa discriminación, siempre los hombres pendientes de nuestros cuerpos, siempre nosotras sometidas al acoso.

Cuando decidimos romper el silencio denunciando a nuestro agresor, es un calvario. La ruta crítica para acceder a la justicia no es beligerante, los funcionarios públicos como que no nos creen, nos agotan con una gran retardación de la justicia y la impunidad envalentona más a los hombres, pues miran que con la denuncia no les pasa nada, y entonces la violencia se acrecienta, y hasta pueden llegar a matarnos.

Pero nos vamos organizando como mujeres, tomamos conciencia de que ese modelo patriarcal que reproducimos de generación en generación no es ningún orden divino, sino un «orden» social construido, y así como lo hemos aprendido, lo podemos desaprender. Y aprendemos juntas a analizar la realidad, a saber diferenciar el sexo del género, a darnos cuenta de las relaciones desiguales de poder entre hombres y mujeres, un poder de dominación que hay que eliminar. Nos apoyamos entre nosotras para empoderarnos física y psicológicamente, para superar complejos y tabúes, romper los círculos de violencia, acabar con el rol de víctimas, superar tantos miedos e incertidumbres… cambiar nuestra propia vida, luchar también para cambiar este sistema opresivo, cortar la hebra, la cadena generacional.

Queremos ser libres del dominio de los hombres (padres, hijos, hermanos, maridos, patrones, políticos, sacerdotes). Queremos una relación de iguales. Queremos igualdad de oportunidades para el acceso y control de los recursos económicos y sociales (trabajo, salud, educación, vivienda, tierra, crédito, ocio, cultura). Queremos igual distribución de responsabilidades en la casa, entre hombres y mujeres, a la par.

Es un proceso de liberación lento y doloroso, pero firme y sin retroceso. Nos lleva a conocernos y valorarnos, a impulsar políticas públicas con enfoque de género que defiendan y faciliten nuestros intereses estratégicos de cambiar esas relaciones desiguales de poder. Nos lleva a sentirnos libres para tomar decisiones sobre lo que queremos ser y hacer, libres para decidir sobre nuestro cuerpo, nuestro tiempo, para no aceptar controles, para no seguir pidiendo permisos; para enfrentarnos con humildad a nosotras mismas, para mantener una actitud positiva y de búsqueda, para desterrar los dogmas y esa carga de religiosidad tan opresiva que nos han inculcado.

Hemos avanzado en cuanto a leyes y políticas públicas. Hemos conseguido convenciones internacionales que hablan de nuestros derechos. Hemos conseguido legislaciones nacionales para un mejor acceso a la justicia, y luchamos para que se cumplan. Hemos conseguido entrar en la agenda política y pública de nuestros países. Estamos organizadas en redes locales, nacionales, regionales, internacionales. Nuestro movimiento es amplio, se va consolidando. Aunque estamos aún lejos de estar libres del patriarcado, lo importante es que estamos en camino, en proceso. Y no estamos hablando de favores, ni de permisos, ni de concesiones, ni de que «nos den»; lo que exigimos son derechos, nuestros derechos humanos fundamentales e inalienables, constitutivos de nuestro ser.

La superación del patriarcado no será posible sólo con nuestra toma de conciencia: también los hombres deben cambiar, revisar la construcción de su masculinidad, descubrir los beneficios del cambio. Ya hay hombres que se están concientizando, queriendo desaprender, buscando estrategias para cambiar la mentalidad masculina. Todavía hay muchas resistencias, sienten amenazados sus privilegios, continúa la violencia, y ante el avance de nuestros derechos, ellos aún tienen reacciones e incomprensiones terribles.

A lo largo de la historia muchas mujeres hemos luchado por nuestra libertad y dignidad, por ser consideradas de igual valor, como personas, no desvalorizadas como mujeres. La historia, androcéntricamente contada, nos ha invisibilizado, nos ha relegado a ser mártires anónimas de la injusticia patriarcal/capitalista/religiosa. Somos mujeres las que vamos rescatando esas «historias de mujeres» que nos precedieron, porque la libertad que nos convoca por igual al nacer. Nadie nos la está restituyendo; la estamos conquistando con nuestra toma de conciencia, lucha, organización, participación ciudadana, solidaridad, incidencia política. Es el grito del siglo XXI, ya imposible de acallar, de miles y millones de mujeres en Nicaragua y en el mundo, que decimos ¡basta!, que decidimos ejercer nuestro sagrado derecho a vivir libres de violencia, nuestro sagrado derecho a la libertad.

Kora, Carmen, José Luis, Jilma, Reyna, Dolores

CEBS de Masaya y Carazo, Nicaragua