La moderna esclavitud del Imperio

La moderna esclavitud del Imperio

João Pedro Stédile


Un amigo me ha contado que en su ciudad, la mayoría de los obreros de la construcción civil, que trabajan en la construcción de edificios lujosos, supersofisticados, son ilegales en el país. Por eso, en general, las empresas que los contratan les pagan durante algunas semanas, y después les niegan los últimos pagos y los amenazan con denunciarlos a la policía.

Otro amigo me cuenta que en su región agrícola el trabajo de recoger tomate es humillantemente disputado entre los trabajadores marroquíes y las campesinas rumanas, que se ofrecen a precios vergonzosos, con tal de no pasar hambre.

Una amiga me ha contado que trabajó durante años en una entidad de apoyo a mujeres emigrantes brasileñas, que vivían como esclavas sexuales de unos presuntos «patrones» que les habían contratado en Brasil para trabajos dignos. Serían unas 15 mil mujeres en estas condiciones en aquel país.

Estas tres historias son reales, y se dan todos los días en Bélgica, en España y en Alemania. Quien las lea desapercibidamente, podría pensar que yo estaba contando historias de pueblos «atrasados» de algún lejano país... Nada de eso: se trata de la «moderna» práctica de explotación del trabajo, en la llamada «cuna de la civilización cristiana», como quería que constase en la constitución de la Unión Europea el gobierno polaco.

Pero, más allá de la forma vergonzosa en que se propagan esas prácticas de explotación del trabajo emigrante, presentes también en los llamados países desarrollados, revelan la nueva fase de explotación de la actual etapa del capitalismo en el mundo: el imperio del capital financiero.

Neoliberalismo: la esencia de la libertad de explotación

En las dos últimas décadas se consolidó la hegemonía de dominación del capital financiero, sobre todo después de la caída del muro de Berlín, el fracaso de las economías del Este y la crisis de las organizaciones de los trabajadores, tanto sindicales como partidarias, en todo el mundo.

Y se propagó, entonces, la ideología del neoliberalismo como la ideología del imperio. Del capital. Neoliberalismo significa «nueva libertad, libertad total para el capital financiero». La «nueva» libertad garantiza que el capital pueda imponer su voluntad absoluta, transformándose en una verdadera dictadura de métodos de explotación del trabajo, sin ningún pudor ni reglas de control. Es la explotación total.

En esa etapa de dominio del capital financiero mundial, la explotación se transforma en colectiva. No hay necesidad de más, de que un único patrón superexplote a sus empleados, o tenga que afrontar huelgas o ser acusado de explotador... Ahora, el capital financiero explota a pueblos enteros de manera invisible, y bajo el manto de la ley, del orden, de los dictámenes de los acuerdos internacionales. ¿Cómo se hace eso? De muchas maneras.

Primero, imponiéndonos el dólar como moneda única. El dólar, que es fabricado sin ningún parámetro y que es controlado por el imperio. Así, las élites de EEUU pueden consumir a su gusto, y todos los años tienen en las cuentas del gobierno un déficit de 500 mil millones de dólares, y otros 500 mil millones de déficit al comprar más mercancías en el exterior de lo que venden. ¿Cómo financian ese consumo de un billón (un millón de millones) por año, además de lo que producen? Con la maquinita de imprimir dólares. Y todos los pueblos que se someten a utilizarlo también están subsidiándoles este derroche de consumo.

Segundo, a través del pago de intereses. Pero ellos no confían ya en que una empresa capitalista del tercer mundo pueda tomar prestado capital en un banco del primer mundo, y pague intereses... La empresa puede fallar, o puede demorarse... Y, también, nadie garantiza que su negocio dará lucro suficiente para compartirlo con el banco... Hoy día, es mucho más seguro cobrar los intereses de todo el pueblo junto. ¿Cómo? Muy sencillo: basta prestar a los gobiernos, imponerles contratos leoninos, con una cláusula cambiaria, de que si hubiera modificaciones en la tasa de cambio el gobierno paga igualmente. Y el FMI -el nuevo capataz de esta esclavitud moderna y colectiva- garantiza a hierro y fuego que todos los gobiernos respeten los contratos. No pueden siquiera contratar más servidores públicos, crear más trabajo, hacer inversiones... sin antes honrar sus compromisos con los bancos del exterior. Así, casi todos los gobiernos del tercer mundo se transforman también en capataces de los intereses del «patrón internacional» que viene del Norte, y someten a sus pueblos a la humillación de tener que trabajar todos para pagar los intereses. Las personas trabajan, consumen, pagan impuestos, directos e indirectos. Todos pagamos. Los gobiernos recogen los impuestos, los transforman en superavits primarios, los cambian por dólares y los entregan a los bancos internacionales. Los países del tercer mundo se han transformado en las últimas décadas en exportadores de capital hacia los países desarrollados. Este mecanismo perverso ya venía siendo explicado en América Latina, por los estudiosos que desarrollaron la «Teoría de la dependencia», teoría que explicaba cómo el subdesarrollo de los países del Sur era condición necesaria para la acumulación del capital de los países del Norte.

Tercera forma de explotación colectiva. Las leyes de patentes para las empresas y sus tasas de regalías. El conocimiento siempre fue patrimonio de toda la humanidad... De generación en generación, vamos agregando conocimientos, desarrollando nuevas técnicas de producción, nuevos productos, nuevos bienes. Pero el capital financiero inventó un mecanismo perverso. Creó leyes de patentes que permiten que las empresas transnacionales puedan cobrar tasas de regalías, o sea, por el poder del conocimiento, al utilizar los productos. ¿Y cómo lo garantizan? De nuevo, crean capataces, como la Organización Mundial del Comercio, que tiene como papel entregar ese «derecho» a algunas empresas, y vigilar para que los gobiernos y los pueblos respeten lo que ellos, cuatro gatos, decidieron entre cuatro paredes. Así, ahora, quien utiliza soya transgénica, en cualquier parte del mundo, tiene que pagar una tasa a la empresa estadounidense Monsanto. ¿Y cuánto deberíamos pagar al pueblo chino, que fue el primero que domesticó la soya? Quien quiera utilizar el urucún -pequeña fruta tropical que se da en la selva nativa en todo el Brasil y que los indios utilizan para pintarse de rojo en sus ceremonias- ¡tendrá que pagar una tasa para una empresa fantasma francesa! Y así, tantas y tantas otras situaciones semejantes.

Para que nos hagamos una idea de la magnitud de esa nueva forma de explotación, Brasil paga, cada año, mil millones de dólares en tasas de regalías a la empresa de programas de computación Microsoft del señor Bill Gates. Programas que ya son de conocimiento público, y que podrían ser sustituidos con ventaja por los programas libres Linux... Sin embargo, amedrentados por las amenazas del imperio, gobiernos y empresas pagan religiosamente a Microsoft...

La empresa Monsanto, sin vender un grano siquiera de simiente de soya a los agricultores gauchos, recogió, en un año, 80 millones de dólares en tasas de regalías. Y muchas entidades sindicales peleles ayudan a recoger la tasa...

Cuarto, el dominio de la agricultura y de los alimentos por parte de las grandes corporaciones transnacionales, impone condiciones de comercio y precio que afectan a millones de familias campesinas en todo el mundo. Hoy, 500 empresas transnacionales controlan casi la mitad de toda la producción mundial, pero dan trabajo apenas a un 1’6% de los trabajadores. Y en la agricultura, diez grandes corporaciones transnacionales controlan el 60% del comercio agrícola mundial, el 30% de todas las simientes, el 75% de todo el comercio de agrotóxicos... Ese control concentra riqueza y renta, y lleva a la miseria a millones de campesinos, que ven su economía destruida y el mercado local controlado por esas empresas.

Esas mismas empresas tratan de padronizar las formas de los alimentos en el mundo. Hasta el siglo XVI, la humanidad se alimentaba con más de 3 mil especies de vegetales. En 400 años de capitalismo comercial esas especies se redujeron a 300. Después, durante el siglo XX -de capitalismo industrial- se redujeron a 60 variedades de vegetales, y en las últimas dos décadas el imperialismo las redujo a 34 productos vegetales, siendo que hoy, el 80% de los alimentos de la humanidad ¡se basa en 5 tipos de granos: soya, maíz, trigo, arroz y frijol! Esta uniformización de los alimentos y ese control del comercio por las transnacionales, esclaviza a los campesinos y pone en riesgo su supervivencia, y sobre todo pone en riesgo la soberanía alimentaria de cada pueblo. Los pueblos del Sur, ya no consiguen producir sus propios alimentos, y con ello pasan a depender de las empresas transnacionales. Como ya nos advertía el gran José Martí al inicio del siglo XIX, ¡«un pueblo que no consigue producir sus alimentos, es un pueblo esclavo»!

Las transnacionales de la agricultura están imponiendo una esclavitud moderna a los pueblos del Sur. Las garras de la Monsanto, de la Cargil, de la ADM, de la Sygenta, de la Bunge... se extienden de Korea a México, de Canadá a Madagascar...

Estamos entonces ante una moderna de esclavitud, que nos explota a todos en este imperio mundial. Una esclavitud que podemos considerarla «trabajo esclavo». Porque todos nosotros, que vivimos en el tercer mundo, bajo la égida del imperio y del dólar, nos obligamos a pagar involuntaria, compulsoria e invisiblemente, ¡esas tasas de explotación que han sido creadas como tributo para el imperio!

El desempleo: la mayor de las perversidades, la esclavitud de los ciudadanos

El rasgo más perverso de la dominación moderna del capital financiero -que ahora aumenta sus lucros por los intereses, por las regalías y por la moneda internacional única- es que no se preocupa por difundir la producción de bienes, y con ello el capitalismo cava su propia tumba, al crear un sistema que desprecia la necesidad de explotar directamente el trabajo productivo. Nunca en la historia de la humanidad habíamos sufrido semejante tasa de desempleo. Y lo que es peor: no se trata ya de un «ejército industrial de reserva», temporal: ahora es permanente y cada vez mayor. ¡Millones de seres humanos, sobre todo jóvenes, no tendrán jamás oportunidad de trabajar! Es el fin de nuestra civilización. Un sistema que no garantiza a sus ciudadanos el derecho a trabajar. ¡La negación del trabajo es la esclavitud de la ciudadanía!

El capital financiero nos transformó en ciudadanos esclavos de un sistema que les niega el derecho de ser explotados. Ésa es la esencia de la esclavitud moderna.

Evidentemente, diversos grupos sociales sufren otras humillaciones de diferentes formas de superexplotación del trabajo, no pagado, o pagado miserablemente. O, incluso, trabajos que afectan a la moralidad de las personas. Trabajos que les imponen condiciones inhumanas para su sobrevivencia o convivencia social. Pero esas formas son, simplemente, meras distorsiones que se imponen de forma localizada, a causa de la superoferta de mano de obra, por la precarización de las leyes laborales, por la falta de seguridad social, o por la exclusión de los emigrantes, ¡tan necesarios y tan excluidos!

Son manifestaciones perversas, señales gritantes, clamorosas, de un sistema que ahora, en realidad, nos esclaviza a todos...