La Mujer en la historia del cristianismo
La Mujer en la historia del cristianismo
Maria Cecília DOMECI
Desde el movimiento de Jesús y en toda la historia del cristianismo las mujeres han actuado en las Iglesias marcando una diferencia frente al mundo androcéntrico, incluso cuando las barreras les resultaban prácticamente insuperables.
Los escritos del Nuevo Testamento muestran que Jesús subvirtió el patriarcalismo de la sociedad y de la religión de su tiempo, al solidarizarse con las mujeres e incluirlas en su proyecto, de modo vital, en condición de igualdad y reciprocidad. Mujeres enfermas, encorvadas y excluidas, cerca de él, tocadas y liberadas por él, pudieron levantar la cabeza, recuperar su palabra y dignidad, alabar a Dios. No faltaron las que se volvieron sus discípulas y hasta sostenedoras de su misión dedicada al Reino de Dios. Lo dice Lucas (7,36-50; 8,1-3; 13,10-17), que también realza el profetismo de la Madre de Jesús en su canto Magníficat (1,46-56).
Esa praxis de Jesús continuó con sus discípulos/las: el cristianismo no diferenciaba entre señores y esclavos, dominadores y dominados. En la Iglesia primitiva hubo espacio para la actuación de las mujeres, sin ninguna inferiorización en relación a los hombres.
La comunidad del discípulo amado, la del evangelio de Juan, tenía alta consideración para con las mujeres, vistas como paradigma del discipulado y del seguimento de Jesús. El encuentro de Jesús con la samaritana (Jn 4) es un encuentro de iguales, que derrumba todas las barreras sociales, sexistas, culturales, raciales, étnicas y religiosas. La mujer es sujeto activo. Supera el viejo proyecto de la estructura judaica vacía de profetismo, jerarquizada en una pirámide patriarcal, legalista y excluyente, y parte hacia el nuevo proyecto inaugurado por Jesús. Como testimonian los evangelios, la praxis de Jesús libera del yugo a los pobres y oprimidos y hace posible la plena dignidad de las mujeres.
Así, la mujer fue aceptada en la Iglesia naciente como discípula, apóstol, diaconisa, fundadora y dirigente de comunidad, y en el ejercicio de los diversos ministerios. La sociedad machista y fuertemente militarizada del Imperio Romano iba siendo subvertida, de abajo a arriba, por un modo de relaciones sociales fraternas e igualitarias. Enfurecidas, las autoridades del imperio perseguían y martirizaban a muchos miembros de las comunidades cristianas, pero no desaparecía la convicción bien formulada por el apóstol Pablo: Ya no hay diferencia entre judío y griego, entre esclavo y hombre libre, entre hombre y mujer, pues todos ustedes son uno en Cristo Jesús (Gl 3,28).
Es también Pablo quien reconoce el mérito de muchas cristianas prominentes que incluso eran compañeras suyas de misión. Podemos ver eso en su carta a los romanos (16,1-16). Entre las personas a las que él saluda agradecido, es un poco mayor el número de mujeres: Prisca, Febe, Trifena, Trifosa, Junia, Pérside, María, Julia. En el saludo a Prisca y Áquila, pareja cooperadora de Cristo a punto de arriesgar la cabeza por la vida del apóstol, ella es nombrada antes que el marido. Un saludo especial es dirigido a Febe, diaconisa en Céncreas y portadora de esa carta con recomendación de Pablo para que la comunidad de Roma la reciba “en el Señor”. Junia, a quien Pablo llama apóstola y notable entre los hermanos, es saludada también como su compañera de prisión, juntamente con Andrónico. Cerca de tres siglos después, el Padre de la Iglesia San Juan Crisóstomo afirmaría respecto de Junia: «¡Cuán grande era la devoción de esa mujer que recibió el privilegio de ser llamada apóstola!».
Lamentablemente, el proceso de patriarcalización comenzó pronto en la Iglesia. La redacción misma de los textos del Nuevo Testamento se vio influenciada por las tendencias androcéntricas, o sea, centradas en la pretensión de supremacía del sexo masculino. Eso explica por ejemplo por qué el liderazgo de María Magdalena entre los apóstoles fue silenciado, y por qué su memoria pasó a la posteridad como la de «la pecadora arrepentida».
Pasados los tres primeros siglos, en el cristianismo había todo un clima desfavorable a la mujer. Muchas energías eran invertidas en el combate a las herejías, siendo que diversos movimientos considerados heréticos tenían liderazgo de mujeres. Aparte de eso, no siempre la Iglesia fue suficientemente fuerte en su larga lucha contra el falso ascetismo, las corrientes gnósticas espiritualizantes y el maniqueísmo, que despreciaban la sexualidad, el matrimonio y las realidades terrenas. La mujer fue siendo vista como impura, seductora, peligrosa.
La Iglesia solidificó su estructura de cristiandad e imperio cristiano. Con los ministerios clericalizados y concentrados en las manos de los hombres de la jerarquía, se estableció la diferenciación de los bautizados entre clérigos y laicos. Las personas del laicado, sometidas al clero, excluidas del ejercicio ministerial y del acceso a las instancias consideradas sagradas, fueron dejadas en pasividad. Más marginadas fueron las mujeres, que siempre sostuvieron en sus hombros la vida de la Iglesia.
El segundo milenio del cristianismo asistió a divisiones y cismas y al surgimiento de una creciente pluralidad de Iglesias. Incluso en Iglesias que trataron de volver a las fuentes y recuperar el sacerdocio de todos los creyentes, la mujer continuó en general discriminada, estigmatizada como fuente de pecado y necesitada de la tutela autoritaria de los hombres. Sin embargo nunca faltaron cristianas activas que fueron más allá de los límites.
En los siglos XVI y XVII, animosas y santas mujeres se lanzaron a iniciativas revolucionarias dentro de la vida religiosa consagrada. Teresa de Ávila, que vivió e irradió la profundidad de la sabiduría y de la mística cristiana, hizo la reforma del Carmelo. En 1970, Pablo VI la declararía doctora de la Iglesia, al lado de Agustín y Tomás de Aquino.
Otras, con su inteligencia y carisma, entendieron que, para servir a las personas más pobres y excluidas era importante romper con la obligación de la clausura y del hábito religioso, vivir en medio del pueblo y no en conventos, y seguir una regla más flexible para adaptarse a las necesidades de la misión para con los más necesitados. Podemos recordar Ángela de Merici, Mary Ward, Juana Francisca Chantal, Luisa de Marillac, entre otras. Sin embargo, hombres de la jerarquía católica frenaron su originalidad y las obligaron a volver a los patrones de la vida religiosa tradicional.
Son muchas las mujeres cristianas que hicieron historia valiéndose del proceso de las revoluciones modernas. Ya en el siglo XX, Edith Stein, que como hermana carmelita se llamó Teresa Benedicta de la Cruz, hacía conferencias feministas llamando a cada mujer a ser «por encima de todo, dueña de sí y del propio cuerpo para que su personalidad esté siempre dispuesta a servir en cada necesidad».
La humanidad se enriqueció con la praxis transformadora de muchas mujeres, también a través de movimientos y organizaciones, como la Acción Católica. Teólogas destacadas pasaron a actuar, acompañando al movimiento feminista en la esfera social y contribuyendo a la humanización de las relaciones sociales en sus Iglesias.
En América Latina innumerables mujeres, laicas y de vida consagrada, arriesgando su vida por el Evangelio, se dedican a la promoción humana de forma integral. Recordamos a Rigoberta Menchú Tum, maya-quiché, en Guatemala, que en 1992 recibió el Premio Nobel de la Paz por su lucha en defensa de los derechos humanos. Recordamos también a la brasileña Zilda Arns Neumann, médica pediatra y sanitarista, hermana del cardenal Paulo Evaristo Arns. Fundó la Pastoral de los Niños (da Criança) en 1983, a partir del trabajo que desarrollaba con los boias-frias (trabajadores volantes) de Paraná.
En la Iglesia Católica es evidente la positiva contribución femenina en la pastoral de conjunto, en los organismos de coordinación y articulación, en la enseñanza de teología y otros frentes. Pero el acceso de mujeres a los ministerios ordenados continúa negado. Ya en otras Iglesias son aceptadas las mujeres presbíteras e incluso obispas, como en la Iglesia Anglicana.
Quedan en pie muchas cuestiones desafiantes y tienen que ser tratadas con mayor profundidad, como propone el papa Francisco. Con su programa de reforma en la Iglesia Católica, apunta a la igual dignidad de mujeres y hombres para tomar iniciativas favorables a «una presencia femenina más incisiva en la Iglesia» (Evangelii Gaudium 103-104).
Seguimos haciendo historia. Y hace falta dar nuevos pasos para alcanzar la justicia y la fraternidad en las relaciones de género. Es tarea de mujeres y hombres unidos y en comunión.
Maria Cecília DOMECI
São Paulo, SP