La Propiedad Privada, fuente de desigualdades en las Utopías
La Propiedad Privada, fuente de desigualdades en las Utopías
Juan José Tamayo
La relación causa-efecto entre la propiedad privada y las desigualdades sociales, la supresión de la propiedad y la puesta en común de los bienes de la tierra para uso y disfrute de todos los seres humanos constituyen tres invariantes en las utopías tejidas a lo largo de la historia de humanidad y elaboradas literariamente durante siglos en las diferentes culturas hasta conformar un género literario propio y un modelo de pensamiento: el utópico. Las utopías tienen su temporalidad y su contexto histórico y responden a diferentes situaciones sociales, culturales, políticas, religiosas, etc. Pero en todas ellas aparecen los tres elementos indicados al principio. En este artículo haré un viaje por algunas de las tierras utópicas para demostrarlo, comenzando por la Antigua Grecia, considerada la cuna de las utopías y del pensamiento utópico, hasta nuestros días, centrándome en las utopías forjadas en Occidente.
Uno de los primeros utopistas de los que tenemos noticia por las obras de Aristóteles es Faleas de Calcedonia, para quien lo más importante en la vida de la ciudad era regular las cuestiones relativas a la propiedad considerada la causa principal de las discordias civiles, provocadas por las desigualdades económicas. Como solución a dichas desigualdades propone la igualdad absoluta de los bienes, la nacionalización de los bienes de producción y un sistema de educación pública. Esto, dice Faleas, hay que hacerlo desde la fundación de la ciudad porque después es más difícil encauzarlo. Algunos autores consideran a Faleas un precursor del socialismo.
Antístenes de Atenas (445-365), fundador de la Escuela Cínica, defiende que la riqueza se encuentra en la inteligencia. El rico no es el que tiene mucha plata, sino el sabio. «Sea el total de mi dinero –decía- lo que el hombre moderado puede llevarse consigo o trasportar». El filósofo cínico era partidario de suprimir el oro, el matrimonio y el hogar y vivía como pensaba: mostraba desdén hacia los bienes exteriores y vivía desinhibidamente despreciando la religión, las convenciones sociales, las instituciones, la ciencia, la fama y el poder. Para él, la felicidad consiste en vivir con simplicidad en la naturaleza. La gente más libre y feliz es la que menos necesidades tiene. El mismo camino siguió su discípulo Diógenes de Sinope (Asia Menor), que fue desterrado de su ciudad, se deshizo de todo lo que no era indispensable, vivió una existencia itinerante con libertad total y fue cosmopolita. Cualquier lugar era su casa.
«Que todas las cosas sean comunes, como entre amigos», afirma Platón. En su libro la República aboga por la supresión de la propiedad privada entre los guardianes, que es la clase más importante y cuyo estilo de vida es muy exigente ya que todo depende de dicha clase y de ella surgen los gobernantes. Tienen que dedicarse exclusivamente al servicio de la ciudad. Por eso deben renunciar a todo lo personal, no formar una familia, no poseer propiedad alguna, no tener paternidad individual ni maternidad reconocida, formar una comunidad de vida y de mujeres, realizar las mismas actividades los hombres y las mujeres, encomendar la educación de los hijos e hijas al Estado. La riqueza crea codicia, y la codicia es la fuente de todos los males del Estado.
La Isla del Sol, Yambulo, última utopía de la Antigüedad, definida por Ernst Bloch como «una festividad comunista y colectiva», diseña un estilo de vida sin propiedad privada ni división del trabajo, sin esclavos ni señores, sin formas económicas específicas ni para el trabajo agrícola, ni para la familia. En la Isla del Sol existe un colectivismo económico, la alegría y el trabajo son comunes, se educa en la concordia y la comprensión, y el trabajo es obligatorio para todos.
El ideal de la comunidad cristiana de Jerusalén, conforme a la utopía de Jesús, es la comunidad de bienes, como refleja Hechos de los Apóstoles, que parece inspirarse en el estilo de vida comunitario de los esenios o en la Regla de la Comunidad de Qumrân: «Todos los creyentes estaban juntos y tenían todo en común: vendían sus propiedades y posesiones, y compartían sus bienes entre sí según la necesidad de cada uno» (Hch 2,44-45; cf 4,32-35). Ese ideal, que quizá nunca llegó a ser realidad, excluía por su propia naturaleza la existencia de personas indigentes.
En la utopía medieval de las Tres Edades del monje calabrés Joaquín de Fiore, la Era del Espíritu, cuya llegada veía inminente, se caracteriza por la gracia abundante, la perfección del conocimiento, la eliminación de la servidumbre de los esclavos y el servilismo de los hijos, la liberación de los oprimidos, la comunión con el Espíritu sin jerarquías, la estricta observancia de las Bienaventuranzas, la pobreza extrema, la fraternidad sin clases vivida, según la interpretación de Bloch, en un comunismo monástico radicado en la tierra. Este ideal se hizo realidad en la Edad Media durante un tiempo en las órdenes mendicantes y en otros movimientos de reforma de la Iglesia que querían ser fieles al espíritu originario del cristianismo.
La consideración de la propiedad privada como causa de todos los males, su supresión -no la simple reforma o su control legal- y la defensa de la propiedad colectiva constituyen las principales características de la fábula marinera Utopía, de Tomás Moro, autor del neologismo: «Aquí, donde todo es de todos, ninguno duda que a nadie le ha de faltar nada privado... Pues ni es cicatera la distribución de los bienes ni nadie hay allí indigente o mendigo; no teniendo ninguno nada, son todos, sin embargo, ricos». La propiedad privada crea siervos y señores, provoca enfrentamientos entre los mismos señores, genera apetito de poder e incluso guerras por el poder y la autoridad, es la causa de las guerras de religión y justifica la explotación anticristiana de los pobres por los ricos. Y todo ello legitimado por las leyes públicas.
En la misma dirección va la Ciudad del Sol, de Tomassio Campanella. Utopía en la que el comunismo es el sistema vigente. Cada barrio se autoabastece y tiene sus propios graneros, cocinas y refectorios. Las comidas son comunes. Nada hay en ese régimen que fomente el egoísmo y el apego a la propiedad privada. El principio que rige las relaciones entre los habitantes de esa ciudad es el amor a la comunidad.
El socialismo utópico es una reacción contra el liberalismo económico y su dogma de la libre competencia, el individualismo filosófico del utilitarismo, que no logra armonizar el interés particular con el interés general, los comportamientos esclavistas de la revolución industrial, que degrada la dignidad de los trabajadores sometidas a jornadas de trabajo interminables, y la orientación burguesa de la Revolución Francesa, que no reconoce como sujetos políticos a las mujeres, a las personas no propietarias y a los indígenas de las colonias.
Propone alternativas sociales y económicas al modelo vigente. Algunos de los socialistas utópicos abogan por la eliminación de la propiedad privada y por la instauración de una sociedad «comunista». Por ejemplo, Robert Owen con sus cooperativas agrícolas en Indiana y Etienne Cabet con la República igualitaria de Icaria primero en Texas y luego Illinois. Las tres realidades que encarna la “trinidad del mal”, para Owen, son la propiedad privada, el matrimonio y la religión positiva.
Aun reconociendo las aportaciones de los socialistas utópicos a la construcción de una sociedad más justa e igualitaria, Marx y Engels critican su idealismo y su falta de análisis científico y proponen una utopía global y radical, que lleva a la creación de una sociedad sin explotación, sin alienación, sin clases, y que se traduce en utopía concreta superadora de la abstracción del utopismo social clásico y antídoto frente a la utopía totalitaria. En el marxismo la oposición no se da entre ciencia y utopía, sino entre utopía abstracta y utopía concreta.
El papa Francisco sintoniza con el planteamiento de las utopías en torno a las relaciones de causa a efecto entre la acumulación de bienes y las desigualdades sociales. Afirma que el actual sistema social y económico es injusto de raíz porque: a) desarrolla una «economía de la exclusión y de la inequidad», regida por la ley de la competitividad y del más fuerte; b) considera al ser humano como un bien de consumo de usar y tirar y fomenta una cultura del descarte; c) genera una globalización de la indiferencia incapaz de compasión ante los clamores de los que sufren; d) tiene, en fin, un potencial de disolución y de muerte. Francisco dice «no» a la nueva idolatría del dinero, que gobierna el mundo en vez de servirle, diviniza el mercado y lo convierte «en regla absoluta».
Juan José Tamayo
Madrid, España