La Utopía en nuestros días

La Utopía en nuestros días

João Batista Libânio


El filósofo alemán H. Marcuse escribió en 1967 El final de la utopía, al extasiarse ante los progresos tecnológicos que hacen real aquí y ahora aquello que en otro tiempo llamábamos utopía. «El final de la historia» lo anunció el pensador nipo-estadounidense F. Fukuyama, al ver caer el imperio socialista y permanecer «incólume» la democracia de EEUU, que realiza para él el término de la historia y el final de toda utopía. ¿Qué quedó? Tecnología y capitalismo. Triste destino de la humanidad... si fuese verdad.

¿Por qué no murió la Utopía? He ahí el desafío para el pensar y para el actuar de todo ser humano. Amenazan a la Utopía la muerte, la eternidad presente en el tiempo, el escepticismo ante el futuro, y el sistema neoliberal, que trata de imponerse como la realización plena del ser humano. Avivan la Utopía la rebeldía frente a la muerte como destino inexorable y definitivo de la humanidad, que en palabras de Gadamer «quiere siempre más futuro», y que grita en el sueño expresado por el Foro Social Mundial: ¡otro mundo es posible!

Oscurecimiento de la Utopía

Las tecnologías batallan contra la Utopía, creando para nosotros un tipo de mundo que deseamos de manera inmediata, ya, sin más esfuerzo que el talento de los científicos. Encomendémosles a ellos el «admirable mundo nuevo», siempre que obtengamos lucros voluminosos y las empresas llenen su bolsa.

Se juntan, pues, dos poderosas fuerzas destructoras de la Utopía: la tecnología y el sistema capitalista neoliberal. Consiguen reducir el ser humano a ser un robot, una cosa, casi un animal, y a emborracharlo de presente. No necesitan nada que esté en el futuro. De todo se puede disponer aquí y ahora.

Para que no brote suspiro alguno de transcendencia, inventaron el celular y las tecnologías de información y comunicación. Así, en los tiempos ociosos -cuando generalmente nacen los sueños- las personas permanecen enchufadas a los aparatos de voz o de música. Noticiarios televisivos, youtubes, twitters, facebook, MSN y una enorme parafernalia mediática les llena la cabeza con imágenes de todos los gustos, desde el sensacionalismo de catástrofes ajenas, hasta los placeres más llamativos. No queda tiempo para estar a solas. Pero sin silencio no se sueña, sin tranquilidad no es posible imaginar un mañana mejor, sin soledad no hay utopía.

La Utopía carece de la doble distancia del tiempo y del espacio. No es aquí, ni es hoy. Es mañana, y en otra parte. La cultura virtual destruye ambas dimensiones. El tiempo se vive en línea, y se alcanza cualquier distancia en el espacio sin moverse del cuarto. Basta clavar los ojos en la pantalla del computador para ver escenas y escuchar a personas de cualquier parte del mundo. ¿Qué más se puede desear?

Irónicamente, la cultura virtual realiza la definición que Santo Tomás dio de eternidad: «la perfecta posesión de una vida interminable, toda y simultáneamente». Cada vez más tenemos la sensación de poseer la interminable vida que se produce en los millones de sitios de internet. De hecho, no bastaría una vida humana para recorrerlos. Parecen algo inabarcable. Y eso ocurre «total y simultáneamente». Entonces, si ya tenemos aquí la eternidad, ¿qué más queremos?

Esa eternidad creada por nosotros se nos antoja más interesante que la prometida por la religión, en un cielo monótono, lleno de ángeles y santos aburridos. Aquí todo pasa por los sentidos, hechos para el placer; en el cielo... no está claro. Lo que hablan los teólogos no seduce mucho. La globalización sustituye perfectamente la vida eterna, por la rapidez, la novedad, el colorido, la abundancia de ofertas. No necesitamos más.

Y para cerrar el círculo de esa plenitud la sociedad cuenta con incontables boutiques y kilómetros de vitri-nas con bienes de consumo. Los ojos no dan abasto para verlos todos. Las manos se cansan de tocarlos. El corazón salta de un bien a otro, hasta casi olvidarse de latir. En una palabra: la sociedad mundializada de consumo, de la cultura virtual, no tiene espacio para la Utopía. Se acabó la Utopía.

El renacimiento de la Utopía

Pero surge una terrible contrariedad: la sociedad y la cultura actuales no consiguen acallar todo el ser humano, ni a todos los seres humanos. Quedan algunas energías intactas, y personas resistentes que, a pesar de esa inmensa dosis de anestesia material, psíquica y espiritual, se remangan la camisa y se ponen a pensar, a soñar y a luchar por un mundo diferente.

Ahí están las mujeres. Sienten en el aire de la cultura y de la sociedad olores machistas. No se sienten reconocidas en la construcción de la política, en muchas instituciones, estructuras y relaciones sociales, en las iglesias... en el tejerse mismo de la historia. Toman conciencia de su propia dignidad singular, original. Pintan la utopía de un mundo sin machismo, en la que ellas ejercen un papel único e insustituible. Buscan sin concesiones la vocación y la profesión con la que sueñan, no se dejan modelar por la figura masculina, ni remedan a los hombres. Ahí está la Utopía del feminismo, que moviliza no sólo a las mujeres, sino a los hombres lúcidos y conscientes: un mundo sin machismo, sin explotación del cuerpo y del trabajo de la mujer, sin envilecimiento de su dignidad.

Si la Tierra pudiera hablar, hace tiempo que habría puesto el grito en el cielo contra la explotación devastadora a la que la sometemos. Cada día crece el número de personas que se dan cuenta de esta tragedia y se vuelven portavoces del grito de la Tierra. He aquí el movimiento ecológico, abriendo senderos utópicos para construir un mundo de armonía franciscana con la naturaleza, de equilibrio en la explotación de los bienes no renovables, de simplicidad. Para espanto de juristas estrictos, se habla de «Derechos de la Tierra», de «bienes de todos, imprivatizables, como el agua, la tierra, el aire»... Ahí está la Carta de la Tierra, para proclamarlos. ¡La Utopía de la ecología!

El ser humano domesticó al animal salvaje. Con ello alivió el trabajo y aumentó la ganancia. Gran logro. Pero el gusano del mal le corroyó el corazón: ¿por qué no hacer lo mismo con el otro animal, ése dotado de inteligencia y otras muchas cualidades? Y así lo hizo. Ahí está el pobre, el explotado, el marginado. La sociedad creció y la multitud de los pobres se contó por millones, y por miles de millones. Pero el ser humano se detuvo, pensó, y soñó. ¿Por qué no construir un mundo diferente en el que ese pobre ya no sea explotado, y haya colaboración, armonía, fraternidad, solidaridad para producir los bienes en sociedad de igualdad de derechos? ¡La Utopía de la Liberación!

El mismo instinto de dominación provocó otra perversidad. Grupos humanos se sintieron dueños de la tierra y de los bienes, o los codiciaron. Allí había seres humanos iguales a ellos... ¿Qué hacer? Imponerse a la fuerza, conquistar con armas territorios y bienes rentables, aprovecharse de eventuales superioridades para derrotar a los que se opusieran a sus planes de dominio. He ahí la guerra. Resultó atractiva incluso porque multiplica la industria de las armas. Vinieron los muertos, a millones, destrucciones impensables. Triste lección. Entonces, ¿qué hacer? Caminar en la dirección opuesta: ¡la Utopía de la Paz!

Al principio pertenecían todos a un mismo origen, a una misma raza negra. Milenios de procreación diferenciaron los cuerpos. Factores sociales y políticos crearon vinculaciones entre raza y dominación, raza y superioridad de posibilidades. Venció el racismo. Allá, en el horizonte utópico, no está el final, sino el comienzo mismo de que los humanos, hijos de una misma raza, confraternicen hoy con su diversidad en la misma fiesta de la creación. ¡La Utopía étnica!

Al principio no había nada de lo que los ojos ven. Ni siquiera el caos, simplemente nada. El ser humano bíblico, al pensar en ese juego entre la nada y las cosas, llegó al Dios Creador: al principio está Dios. Estuvo milenios enteros mirándolo todo como venido del gesto creador de Yavé, Dios Uno y Único. Llegó Jesús. Habló de Dios como Padre y Espíritu. Y nuestra inteligencia se abrió para el misterio mayor: «al principio no está la soledad del Uno, sino la comunión de los Tres» (L. Boff). Todo vino de un Dios trino, comunión.

¿Quién tendrá coraje para decir la estupidez de que la historia llegó a su final, y que la tecnología y el capitalismo vencieron a la Utopía, cuando los ojos ven lo que ven y la inteligencia piensa lo que piensa?

¿Y los cristianos?

Tenemos el Reinado de Dios. No es utopía. Es más que utopía. Ésta termina en el horizonte de la historia, mientras que el Reino de Dios conjuga el «ya» con el «todavía no». El «ya» nos fue anunciado por Jesús en el sermón de la montaña; nos anima a luchar por todas las utopías, alimentándolas. Mateo nos habla del «todavía no», al imaginar el juicio final en el que todos los que se comprometieron con las utopías terrestres vivirán en el Reino definitivo. «Venid, benditos de mi Padre, recibid en herencia el Reino» (Mt 25,34). Entonces sí, acabarán todas las «utopías» [sin-lugar], porque se habrán transformado en «topías» [lugares] de plenitud de vida, justicia y amor: el Reino de Dios realizado en la eternidad de Dios.

 

João Batista Libânio

Belo Horizonte, MG, Brasil