La utopía para el mundo actual: la mesa compartida

Utopía para el mundo actual
La mesa compartida
 

Jon SOBRINO


Con el cambio de siglo es frecuente que a uno le pregunten por las cosas más importantes de nuestra vida, de nuestra Iglesia, de nuestra historia. Tratando de responder a estas preguntas, yo suelo empezar, como nos enseña san Ignacio de Loyola en su meditación sobre la encarnación en los Ejercicios Espirituales, mirando al mundo. Muchas cosas veo, pero voy a comenzar diciendo que éste se parece a la mesa “del rico Epulón y el pobre Lázaro”. La conclusión es que hay que “revertir la historia”, como decía Ignacio Ellacuría. Y la esperanza es que podamos sentarnos a “otra mesa”, como quería Jesús. La utopía para este mundo actual es “la mesa compartida”.

Dicho esto, y ya que esta Agenda Latinoamericana es “mundial”, quisiera recordar que nuestro mundo es dual, pero en un sentido preciso, y olvidado, en el sentido de dialéctico y conflictivo, de antagónico y duélico. Por ello para hablar de nuestro mundo hay que decir “dos cosas”: una al Norte y otra al Sur, realidades ambas que no son sólo ni primariamente geográficas, sino históricas y teológicas. Y son, sobre todo, realidades que generan pecado (más el Norte que el Sur) y gracia (más el Sur que el Norte). Quizás estamos simplificando, pero de alguna manera hay que volver a nombrar históricamente qué es gracia y qué es pecado.

Visto desde El Salvador y el tercer mundo en general, el Norte, los países en abundancia, las democracias industriales, o como quiera que se les llame, ofrecen una imagen insultante con respecto al tercer mundo. “Un ciudadano de Estados Unidos vale lo que 50 haitianos”, dice Mario Benedetti. Y se pregunta -para sacudir una conciencia, al parecer, insacudible- “qué pasaría si un haitiano valiera lo que 50 estadounidenses”. Y esa abismal y aberrante diferencia no es casual, sino que, en lo fundamental, es producto de la opresión, de un proceso de depredación del tercer mundo que comenzó, en serio, con la venida a América de los europeos. Hace un siglo, en Berlín, las potencias europeas también se repartieron Africa. Y en 1997, en la cumbre del G-7 en Denver, los gobiernos de las grandes potencias, especialmente los de Estados Unidos y Francia, acordaron una política común para continuar con esa depredación del continente africano. Y el secretario de comercio de Estados Unidos se quejaba de que su país sólo se beneficiaba del 17% del comercio con Africa.

Esto queda, prácticamente, encubierto en la conciencia colectiva del Norte, aunque a veces se escuchen palabras fuertes, como estas de Juan Pablo II en Canadá en 1985: “en el día del juicio los pueblos del Sur juzgarán a los del Norte”. Pero todo parece seguir igual, y bien se encargan los medios de comunicación de que nos enteremos de todo menos de lo esencial de nuestro mundo. Por eso creemos imperiosa la necesidad de “despertar”. Paradójicamente, en el Norte ha sido muy importante la exigencia kantiana de “despertar del sueño dogmático”, para que la ciencia y la democracia fuesen posibles. Pero ese mismo Norte todavía no ha escuchado la exigencia de Antonio Montesinos en La Española, en 1511, de despertar de otro sueño: “el sueño de cruel inhumanidad”. En el tercer domingo de adviento, ante los encomenderos españoles, comenzó su homilía con estas conocidas palabras: “Todos estáis en pecado mortal, en él vivís y en el morís”. La razón para tan grave acusación es el maltrato y la muerte que infligían a los indios. Lo más importante para nuestro propósito, sin embargo, son las palabras finales: “Estos, ¿no son hombres... No sois obligados a amarlos como a vosotros mismos... Esto no entendéis? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos?”. Palabras absolutamente necesarias también hoy, pero desoídas y encubiertas.

El Sur, por su parte, para un cristiano remite a la cruz, de modo que bien puede ser descrito como “el pueblo crucificado”, citando de nuevo a Ignacio Ellacuría y a Monseñor Romero. Y si el cristiano se ha enfrentado en serio con Cristo crucificado y con el misterio del siervo doliente que carga con nuestros pecados, entonces el Sur debe ser visto como producto de nuestras manos y víctima, al que -por justicia- tenemos que bajar de la cruz.

Pero tiene que ser visto también como luz, salvación y perdón, cosas, todas ellas -escándalo y bienaventuranza de la fe cristiana-, que con dificultad se encuentran en el Norte. Dicho con mayor precisión, el primer mundo no está “en la línea del siervo”, y sí lo está el tercer mundo; no lo están las clases ricas y opresoras y sí lo están las clases oprimidas... Con devoción debiéramos mirar al pueblo crucificado del tercer mundo.

Todo esto lo produce el Sur por el mero hecho de ser “el pueblo crucificado”. Pero, además, ofrece una utopía -que la vida y la dignidad sean posibles-, cuando, a pesar de todo, mantiene su esperanza. Y hablamos de “mantener” la esperanza, porque eso es precisamente -más que sus materias primas- lo que se le quiere arrebatar. Con esa esperanza el Sur muestra, ante todo, que la esperanza es posible y, por ello, que “se puede vivir de otra manera”. Esa esperanza es la gran amenaza para el Norte, y por ello se libra hoy una batalla para que no la mantenga. Se quiere imponer una geopolítica de desesperanza y resignación, y una conciencia de inevitabilidad.

Sin esa esperanza de los pobres, sin embargo, no hay salvación para la humanidad. El progreso seguirá siendo, en lo sustancial, deshumanizante. La especie humana sobrevivirá bien, muy bien -aunque el sentido de la vida esté amenazado- en unos pocos, pero morirá la muerte del hambre o de la exclusión en los muchos. Y nada de mesa compartida. Por ello es crucial “mantener la esperanza de los pobres”.

¿No será lo que acabamos de decir exageración, simplismo o derrotismo? Si así es, límense las exageraciones y complétese lo dicho con otras cosas de las que hoy tanto se alardea: globa-liza-ción, aldea planetaria.... Pero no dudamos de que un mundo de “epulones y lázaros” es una creación que no le ha salido muy bien a Dios. Para decírnoslo envió a su Hijo Jesús, quien compartió la mesa con los marginados de su tiempo, pobres, mujeres, pecadores y publicanos. Y para cambiarlo nos dejó fuerza, viento huracanado, que eso es su Espíritu.

Una Iglesia que viva y se desviva por esa mesa de todos será una Iglesia de los pobres, y tendrá que volver a Medellín . Así llevará a cabo su misión histórica: el anuncio del reino de Dios. Algo ayudará esta tarea para cumplir también con su misión transcendente: hacer presente a Dios en nuestro mundo.

Negativamente, evitará que “por nuestra causa se blasfeme el nombre de Dios entre las naciones”, cosa que parece no ser ya problema, pues poco se preocupan en serio de Dios. Y, po-si-ti-vamente, será la mejor iniciación al misterio de Dios, Padre y Madre, bondad y ternura, hacia el que caminamos humildemente, pues caminamos “en la historia”.

Pero caminamos también con gozo, por caminar con los demás “compartiendo la mesa”, una única mesa para todos, sin epulones ni lá-zaros, sino de hermanos/as, hijos/as de Dios.

Jon SOBRINO
San Salvador, El Salvador

 


«Mi Cuerpo es Comida»

Pedro Casaldáliga

 



Mis manos, esas manos y Tus manos
hacemos este Gesto, compartida
la mesa y el destino, como hermanos.
Las vidas en Tu muerte y en Tu vida.

Unidos en el pan los muchos granos,
iremos aprendiendo a ser la unida
Ciudad de Dios, Ciudad de los humanos.
Comiéndote sabremos ser comida.

El vino de sus venas nos provoca.
El pan que ellos no tienen nos convoca
a ser Contigo el pan de cada día.

Llamados por la luz de Tu memoria,
marchamos hacia el Reino haciendo Historia,
fraterna y subversiva Eucaristía.