Las cuatro únicas excepciones

Las cuatro  únicas excepciones


Este año 1995 en que estamos celebrando con mayor énfasis la Causa Negra es necesario destacar a la gloria máxima de esta Agenda a estos cuatro personajes, gloria de la tradición afrolatinoamericana: los cuatro únicos misioneros que se atrevieron a denunciar la esclavitud negra. ¿Quiénes son ellos?

En la América hispana fueron dos profetas: Fray Francisco José de Jaca y Fray Epifanio de Moirans. El primero nació en Aragón, España. El segundo en Moirans, Francia. A partir de 1681 sus vidas corrieron paralelas, en sus convicciones, sus sufrimientos como profetas de la libertad, sus escritos contra la esclavitud, sus procesos judiciales, su suspensión y excomunión y sus tempranas muertes.

El documento inédito del Archivo General de Indias de Sevilla contiene el «Expediente» del proceso jurídico contra los dos profetas: «no solamente proclamaron la libertad de los negros, sino que llegaron a rehusar la absolución sacramental a todos aquellos que no prometían en la confesión dar libertad a sus esclavos y pagarles los jornales correspondientes a todo el tiempo que los habían tenido a su servicio».

Fueron suspendidos de la facultad de confesar y predicar, y luego excomulgados por el obispo, el 3 de diciembre de 1861. Apresados, fueron perseguidos no sólo por los dueños de esclavos, sino por las autoridades eclesiásticas. Hubiera sido fácil para ellos «arrepentirse» y ganar su libertad y continuar su labor. Pero continuaron firmes en su posición y cada uno de ellos escribió un libro contra la esclavitud. Además declararon que las autoridades incurrían automáticamente en excomunión, por juzgarles a ellos, que como Misioneros Apostólicos estaban sujetos solamente al Papa y a Propaganda Fide. Esto no sólo les fue considerado irrespetuoso, sino peligroso.

Algunos investigadores capuchinos de Roma (Gregorio Smutko y otros) piensan que Francisco José fue asesinado por los oficiales del gobierno español; pero el dato no está probado.

En la América portuguesa hubo dos jesuitas que trabajaban en Bahia y que condenaron abiertamente la esclavitud. El P. Gonzalo Leite (1546-1603) sostenía que «ningún esclavo de Africa o de Brasil es cautivo justamente». Escribía: «Veo a nuestros sacerdotes confesar homicidas y robadores de libertad, de hacienda y sudor ajenos, sin restitución del pasado ni remedio de males futuros...». Su postura se hizo por demás incómoda para los jesuitas mismos, por lo que fue obligado en 1586 a volver a Portugal, calificado como «inestable».

El P. Miguel García (1550-1614) combatió sobre todo la existencia de esclavos en los conventos religiosos, práctica común en la época. «La multitud de esclavos que tiene la Compañía en esta provincia -escribe-, concretamente en el colegio de Bahia, es cosa que no puedo aceptar de ningún modo. A veces pienso que con más seguridad me salvaría como laico que en esta provincia de la Compañía, donde veo lo que veo». Sus superiores lo devolvieron a Portugal, por considerarlo «muy afectado por los escrúpulos».

Invocaquemos a estos profetas de Afrolatinoamérica, para que también en este tiempo, denunciemos las nuevas eclavitudes.

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Durante tres siglos, el famoso «triángulo negrero» constituyó la estructura básica del comercio internacional. El esclavismo mercantilista fue la base de la economía occidental. En aquel momento la esclavitud parecía lo más «natural» del mundo, algo evidente, incuestionable. Oponerse a ella hubiera significado cuestionar los fundamentos mismos de la sociedad occidental: una locura, una denuncia absurda, una subversión intolerable.

En aquellos siglos los ingenios azucareros constituyeron la base de la producción económica. «Sin esclavos no hay azúcar, y sin azúcar no hay Brasil», se decía. En los ingenios había esclavos por millares. Sus dueños estaban muy interesados en tener capellanes que impartieran a los esclavos su catequesis dominical. ¿Por qué?

El P. Antonio Vieira, famoso misionero jesuita en Brasil, que publicó sus «Sermões», predicaba a los esclavos: «No hay trabajo ni género de vida más parecido a la cruz y a la pasión de Cristo que el vuestro en esos ingenios azucareros. Bienaventurados vosotros si llegáis a conocer la fortuna de vuestro estado… En un ingenio sois imitadores de Cristo crucificado, porque padecéis de modo muy semejante al que el mismo Señor Jesús padeció. Los hierros, las prisiones, los azotes, los insultos… son vuestra imitación, que, si va acompañada de paciencia, tendrá su merecimiento de martirio. No sirváis a vuestros señores como quien sirve a hombres, sino como quien sirve a Dios…».

En aquella predicación común en la época no se enseñaba a los esclavos virtudes como la fraternidad y la igualdad de los humanos, la lucha por la justicia y por la libertad, ni la unión, la fe, la rebeldía y la esperanza. La predicación decía que las mayores virtudes del cristiano eran la obediencia, la humildad, la paciencia, la resignación, la sumisión a la voluntad de Dios.

La predicación decía a los esclavos que debían sentirse felices de ser esclavos, pues de no haberlo sido no hubieran podido salvarse. De hecho la predicación hacía que los esclavos creyesen que había sido la providencia de Dios la que los llevó a la esclavitud, para que así pudieran ganar la vida eterna. La esclavitud no aparecía como un mal, sino como un medio de atraer a los paganos a la sociedad cristiana, que era la de los blancos. Esta finalidad tan sagrada justificaba los medios. Está lógico que los dueños de los esclavos quisiesen que no faltase la presencia de un capellán en los ingenios.

Cuántos misioneros, celosos apóstoles, con la mejor de las voluntades, estuvieron predicando, en nombre de Jesús, sin saberlo, algo a lo que él se opuso radicalmente en su vida: la resignación ante la injusticia, la «bienaventuranza» de la esclavitud, la desesperanza de los pobres…

Muchos obispos, sacerdotes, conventos, monasterios, colegios… fueron propietarios de esclavos. En los territorios de la Verapaz (Guatemala), los mismos que recorriera con aquel fervor evangelizador utópico Bartolomé de las Casas, sólo dos generaciones después los mismos dominicos habrían instalado grandes conventos con inmensas plantaciones azucareras a base de esclavos negros. De los jesuitas es sabido cómo sus colegios de Brasil tenían cientos de esclavos, y cómo el superior provincial de Angola, cuando tenía alguna deuda que pagar a la provincia jesuita de Brasil, la pagaba «en especie», con esclavos negros; y él mismo tenía un barco negrero. Y lo que decimos de dominicos y jesuitas tan proféticos y liberadores en otros aspectos se podría decir de otras muchas congregaciones, personajes y entidades eclesiásticos.

¿Pero acaso no hubo profetas que contrarrestaran la oscuridad de esta página histórica? Respecto a la defensa de los indígenas tenemos decenas, o cientos de figuras proféticas, que aun siendo la excepción a la regla, no dejan de ser una «gloriosa legión». Respecto a la defensa de los esclavos negros parece que podemos contar esos profetas con los dedos de la mano. Ni el mismísimo san Pedro Claver dijo una palabra contra la esclavitud. Fue un gran santo, se desvivió por los negros, se entregó heroicamente a su asistencia… pero no se atrevió o no fue capaz de cuestionar la esclavitud. Sólo Miguel García, Gonzalo de Leite, Francisco José de Jaca y Epifanio de Moirans se salvaron de ese oprobioso silencio eclesial. Cuatro profetas de excepción, a los que les fue muy mal: incomprendidos, desterrados, perseguidos, apresados y alguno de ellos muerto de mala muerte.

Respecto al esclavismo occidental, la Iglesia como conjunto, falló. No condenó un sistema tan inhumano y anticristiano. Más aún: con su silencio, con su presencia, con su asistencia, con su predicación, lo legitimó. Estuvo haciendo «en nombre de Jesús» lo contrario de lo que él hubiera hecho, lo contrario de lo que él hizo en su vida: anunciar la libertad a los cautivos, la buena noticia para los pobres (Lc 4, 16ss).

Una desafortunada frase del Documento de Consulta para Santo Domingo nos da una pista: «nunca entonces enfrentó la Iglesia la negación total de la esclavitud negra. Posiblemente, la Iglesia, en un momento de decadencia, no podía retar a todas las potencias de Occidente» (23). Evidentemente, la Iglesia podía, con la fuerza del Espíritu, pero no lo hizo. No se atrevió a desafiar y denunciar el sistema esclavista, con lo que lo legitimó. «No se atrevió a retar a todas las potencias de Occidente». Tuvo miedo, y prefirió no ver claro. La legión de religiosos de aquellos tres siglos tampoco se atrevió. Sólo cuatro profetas de excepción lo hicieron.

Lecciones para hoy

Hoy estamos también ante un sistema económico radicalmente injusto que se presenta como «natural», como evidente, tan metido dentro de la lógica del mundo de hoy que atacarlo puede ser considerado un signo de demencia.

Hoy no se trata del esclavismo físico, sino de un esclavismo más sofisticado. Es el neoliberalismo triunfante. Con el fracaso del socialismo real, una «avalancha del capital contra el trabajo» se ha producido en el tercer mundo. Una avalancha semejante a aquella invasión del siglo XVI o a las expediciones en busca de esclavos que se cernieron sobre las costas de Africa. Se trata de una avalancha del neoliberalismo, que con sus «ajustes» sigue produciendo más pobreza y más pobres en el tercer mundo, y más ganancias y más bienestar en la minoría del primer mundo. Se trata de la disfrazada esclavitud de la deuda externa, cuyo servicio al primer mundo deben pagar las mayorías del tercer mundo recortando drásticamente su salud, su educación, vivienda, trabajo…

Como en los tres siglos de esclavismo negro, tampoco faltan hoy en las Iglesias muchos líderes admirablemente dedicados a la asistencia de los pobres, como un san Pedro Claver. Pero muchos no se enfrentan al sistema esclavista como tal. Oponerse a él aparece a muchos como la negación de lo natural, exactamente lo que hace tres siglos parecía la negación del esclavismo.

Cuando la historia avance quizá otros 500 años y se vea ya con claridad que el sistema neoliberal que se impuso a finales del siglo XX no era menos injusto y perverso, aunque más sofisticado que el esclavismo negrero, ¿será posible que, también, en algún documento eclesiástico tengan también que decir: «nunca al final del siglo XX enfrentó la Iglesia la negación total del capitalismo y del neoliberalismo. Posiblemente, las Iglesias, en un momento de debilidad eclesiástica y de euforia neoliberal, no se atrevieron a denunciar el sistema neoliberal occidental»?

No fue fácil, ni lo es ahora

El discernimiento y la opción que tuvieron que hicieron los pocos denunciadores de la esclavitud no fue fácil. No era «evidente» la injusticia que se estaba cometiendo con los negros. La opinión común, el peso de la autoridad civil y religiosa, la praxis misma de las instituciones eclesiásticas, la inercia de las cosas… inclinaban a pensar que la esclavitud era «natural» y que estaba justificada por la teología y el magisterio eclesiástico. Tomar aquella opción era difícil. Por eso sólo cuatro la tomaron. Era más fácil no ser «radical», no ser intolerante, ser más «comprensivo», no querer salirse de la norma común.

El superior provincial de los dominicos de La Española les ordenó «por obediencia» cesar en aquellas denuncias. Tenían pues los religiosos argumentos fáciles para tranquilizar su conciencia y no crearse problemas. Pero prefirieron obedecer a su conciencia.

Fueron pocos los que tomaron aquella opción profética. Otros muchos religiosos prefirieron la connivencia con el sistema, el «realismo». Así, la predicación de muchos religiosos vino a ser inocua frente al sistema y, con ello, vino a ser su legitimación más poderosa. La inmensa mayoría de los religiosos estuvo verdaderamente comprometida con el sistema: conventos con indios encomendados, conventos propietarios de esclavos negros, con grandes extensiones de tierra y grandes riquezas, en inmejorables relaciones con los poderosos. Pero Jesús había dicho: «O se está conmigo o se está contra mí». O con el esclavismo o a favor de la libertad. No era posible la neutralidad. Los que no fueron proféticos fueron conniventes.

La historia ya ha juzgado a los religiosos de aquellos siglos. Y ha canonizado, en el altar del corazón de los pobres, a los profetas, los famosos y los anónimos, los que supieron clamar por los indios, los que se arriesgaron, los que no pactaron con la mediocridad.

Los muchos que se acomodaron, los que se quedaron en sus grandes conventos y con sus muchos esclavos, los que reprimieron su conciencia para no desentonar ni crear conflictos, o los que se excusaron con la «obediencia debida» a sus superiores o a sus obispos, ésos ya han sido borrados de la historia. No prestaron un servicio real ni a la Iglesia ni a la vida religiosa, ni a los pobres, ni a Jesús, ni al Reino.