Las raíces de nuestra crisis ecológica

Raíces históricas de nuestra crisis ecológica

Lynn WHITE JR


-En 1967 Lynn White escribió en la revista «Science» un artículo que llegaría a convertirse en una referencia clásica. En él afirmaba que nuestros estilos de vida y modos de relación con la naturaleza dependen de lo que pensamos y creemos colectivamente sobre ella, y que, para cambiar aquellas formas de relacionarnos, necesitamos comenzar por cambiar lo que pensamos y creemos sobre ella. White sostiene -y trata de mostrar- que la visión de fondo y los axiomas judeocristianos subyacentes en el mundo occidental son los culpables de la actual crisis ecológica mundial. Presentamos un extracto del texto.

Deberíamos observar con cierta profundidad histórica, los supuestos que implican la tecnología y la ciencia modernas. La ciencia ha sido tradicionalmente aristocrática, especulativa, intelectual en su propósito; la tecnología se atribuye a las clases bajas, es empírica y orientada hacia la acción. La súbita fusión de estas dos áreas hacia la mitad del siglo XIX está ciertamente relacionada con las revoluciones democráticas contemporáneas y algo anteriores que, reduciendo las barreras sociales, tendían a sustentar una unidad funcional entre el cerebro y la mano. Nuestra crisis ecológica es el producto de una cultura democrática emergente, completamente nueva. El punto es si un mundo democratizado pueda sobrevivir a sus propias implicaciones. Presumiblemente no podemos, a menos que reconsideremos nuestros axiomas.

La visión medieval del ser humano y de la naturaleza

Lo que las personas hacen con su ecología depende de lo que piensan acerca de ellos mismos en relación al mundo que los rodea. La ecología humana está profundamente condicionada por las creencias acerca de nuestra naturaleza y destino, es decir, por la religión. Para los occidentales esto es evidente en la India o Ceilán. Esto es igualmente cierto para nosotros y nuestros ancestros medievales.

La victoria del cristianismo sobre el paganismo fue la mayor revolución psíquica en la historia de nuestra cultura. Hoy se ha puesto de moda decir que, para bien o para mal, vivimos en la “era postcristiana”. Ciertamente, las formas de nuestro lenguaje y pensamiento han dejado de ser cristianas pero, a mi parecer, la esencia permanece asombrosamente similar a aquella del pasado. Nuestros hábitos cotidianos de acción, por ejemplo, están dominados por una implícita fe en un progreso perpetuo, desconocido tanto para la antigüedad grecorromana como para Oriente. Esto está arraigado en la teleología judeocristiana y no puede separarse de ella. El hecho que los comunistas lo compartan, deja en evidencia lo que puede ser demostrado en muchas otras áreas: que el marxismo y el islamismo son herejías judeocristianas. Hoy continuamos viviendo, como lo hemos hecho por 1.700 años, en un contexto formado en su mayor parte por axiomas cristianos.

¿Qué dijo el cristianismo al pueblo acerca de sus relaciones con el ambiente? El cristianismo heredó del judaísmo una concepción del tiempo no repetitiva y lineal, y una notable historia de la creación. Un Dios amoroso y todopoderoso había creado la luz y la oscuridad, los cuerpos celestes, la tierra y todas sus plantas, animales, aves y peces. Finalmente, Dios creó a Adán y, después de una reflexión, a Eva para evitar que el hombre estuviera solo. El hombre dio nombre a todos los animales, estableciendo de este modo su dominio sobre ellos. Dios planeó todo esto, explícitamente para beneficio y dominio del hombre, con esta regla: ningún elemento físico de la creación tendrá otro propósito que el de ser puesto al servicio del ser humano. Y aunque el cuerpo del hombre fuera creado de arcilla, él no es simplemente parte de la naturaleza: fue creado a imagen y semejanza de Dios.

El cristianismo es la religión más antropocéntrica que el mundo ha conocido, especialmente en su forma occidental. El cristianismo, en contraste absoluto con el paganismo antiguo y las religiones asiáticas (exceptuando, quizás, al zoroastrismo), no sólo estableció un dualismo entre el hombre y la naturaleza, sino que también insistió en que era la voluntad de Dios que el hombre explotara la naturaleza para su propio beneficio.

A nivel de la gente común, este concepto tuvo un interesante resultado. En la antigüedad, cada árbol, cada vertiente, cada arroyo, cada montaña tenía su propio espíritu guardián. Antes que alguien cortara un árbol, explotara una mina o dañara un arroyo, era importante apaciguar al espíritu a cargo de aquella situación particular y había que mantenerlo aplacado. Destruyendo el animismo pagano, el cristianismo hizo posible la explotación de la naturaleza con total indiferencia hacia los sentimientos de los objetos naturales.

Se dice que la Iglesia sustituyó el animismo por el culto a los santos. Es cierto, pero el culto a los santos es funcionalmente bastante diferente del animismo. El santo no está en los objetos naturales; habita en el Cielo. Además, un santo es completamente humano: puede ser abordado en términos humanos. Los espíritus en los objetos naturales, quienes en un principio habían protegido a la naturaleza de la acción del hombre, se esfumaron. El monopolio efectivo del hombre sobre el espíritu en este mundo fue confirmado y las antiguas inhibiciones para explotar la naturaleza desaparecieron.

Una visión cristiana alternativa

Podría parecer que nos hemos encaminado hacia conclusiones irritantes para muchos cristianos. Debido a que tanto la ciencia como la tecnología son palabras benditas en nuestro vocabulario contemporáneo, algunos pueden estar felices con las nociones que, primero, desde una perspectiva histórica la ciencia moderna es una extrapolación de la teología natural y, segundo, que la tecnología moderna puede ser explicada, al menos en parte, como una expresión del dogma cristiano occidental voluntarista acerca de la trascendencia del hombre sobre la naturaleza y de su legítimo dominio sobre ella. Pero, como reconocemos actualmente, hace algo más de un siglo la ciencia y la tecnología -hasta ese momento actividades bastante separadas- se unieron para darle a la humanidad poderes que están fuera de control, a juzgar por muchos de sus efectos ecológicos. Si es así, el cristianismo conlleva una inmensa carga de culpa.

Personalmente dudo que el desastroso impacto ecológico pueda evitarse simplemente aplicando más ciencia y más tecnología a nuestros problemas. Nuestra ciencia y nuestra tecnología han nacido de la actitud cristiana respecto a la relación del hombre con la naturaleza, que es casi universalmente sostenida no sólo por cristianos y neocristianos, sino también por quienes se consideran a sí mismos postcristianos. A pesar de Copérnico, todo el cosmos gira alrededor de nuestro pequeño planeta. A pesar de Darwin, nosotros no somos en nuestros corazones, parte del proceso natural. Somos superiores a la naturaleza, la despreciamos y estamos dispuestos a utilizarla para nuestros más mínimos caprichos. El recientemente electo gobernador de California, creyente como yo pero menos preocupado que yo, dio prueba de la tradición cristiana cuando dijo (según se afirma): «cuando has visto un pino gigante de California, los has visto todos». Para un cristiano, un árbol no puede representar más que un hecho físico. El concepto de bosque sagrado es completamente extraño para el cristianismo y para el ethos de Occidente. Por casi dos milenios los misioneros cristianos han estado cortando bosques sagrados que consideraban objetos de idolatría porque suponen un espíritu en la naturaleza.

Lo que hagamos por la ecología depende de nuestras ideas acerca de la relación hombre-naturaleza. Más ciencia y más tecnología no nos librarán de la actual crisis ecológica hasta que encontremos una nueva religión o repensamos nuestra religión antigua.

La actual y creciente perturbación del ambiente planetario es el producto de una tecnología y una ciencia dinámicas, originadas en el mundo medieval de Occidente, contra el que San Francisco se rebeló de forma tan original. Su desarrollo no puede comprenderse históricamente sin considerar una historia de actitudes hacia la naturaleza, claras y profundamente arraigadas en el dogma cristiano. El hecho que la mayoría de la gente no crea que estas actitudes sean cristianas, es irrelevante. Nuestra sociedad no ha aceptado ningún nuevo sistema de valores para desplazar aquellos del cristianismo. Por lo tanto, continuaremos agravando la crisis ecológica hasta que rechacemos el axioma cristiano de que la naturaleza no tiene otra razón de ser que la de servir al hombre.

El mayor revolucionario espiritual de la historia de Occidente, San Francisco, propuso lo que a su juicio era una visión cristiana alternativa de la naturaleza y su relación con el hombre: intentó sustituir la idea de la autoridad humana sin límites sobre la creación por la idea de la igualdad entre todas las criaturas, incluyendo el hombre. Francisco fracasó. Tanto nuestra ciencia como nuestra tecnología actuales están tan penetradas por la arrogancia cristiana ortodoxa hacia la naturaleza, que no puede esperarse que ellas puedan solucionar nuestra crisis ecológica. Debido a que la raíz de nuestro conflicto es tan profundamente religiosa, el remedio debe también ser esencialmente religioso, llamémoslo así o no. Debemos repensar y re-sentir nuestra naturaleza y nuestro destino.

 

Lynn WHITE JR

1907-1987, Estados Unidos