Liberalismo y exclusión en América Latina

Liberalismo y exclusión social en América Latina

Ana María Ezcurra


1. La pobreza, problema de seguridad.

En 1993, Federico Mayor Zaragoza, director general de la UNESCO, sostuvo en un foro realizado en Washington que la pobreza es «…un problema de seguridad a escala internacional». No se trata de una voz aislada. En esa misma reunión, Enrique Iglesias, presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), alertó acerca del riesgo de «explosiones sociales» en América Latina; su asesor Louis Emmerij diagnosticó la existencia de una «bomba de tiempo social» en el subcontinente; y João Baena Soares, Secretario General de la Organización de Estados Americanos (OEA), advirtió que «…si no hay una acción inmediata y concertada, el desborde de las demandas sin respuesta agotará las posibilidades de solución». Estas preocupaciones de los organismos internacionales (y regionales) no resultan novedosas, aunque sí son crecientemente compartidas y resaltadas. En efecto, a fines de los 80 el Norte avanzado tomó nota acerca de la pobreza como un desafío de escala planetaria. Como resultado, el Banco Mundial (BM) presentó en 1990 su Informe sobre el Desarrollo Mundial: la pobreza, en el que sostiene que «ninguna tarea debería tener más prioridad para los políticos del mundo que la reducción de la pobreza global» y asienta que ese objetivo pasa a definir (en adelante) la «misión básica» del BM.

Estos desvelos derivan de una evidencia contundente: la expansión e intensificación acelerada y masiva de la pobreza en una buena parte del Sur desde los 80 hasta la actualidad -en el contexto de una inequidad Norte-Sur creciente que determina que «los pobres(…) tienden a irse quedando por fuera del mercado, ya sea en sus naciones o a nivel internacional» (según sostuvo el Informe 1992 sobre Desarrollo Humano, del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, PNUD). En 1993, el BM estimó que mil cien millones de personas vivían en la pobreza en el «mundo en desarrollo» en 1990, si bien este cálculo supone una flagrante y grave subestimación, ya que se califica como pobres a aquellos que reciben ¡un dólar por día!

Y la pobreza es percibida como un riesgo de seguridad en cuanto puede configurar una severa fuente de inestabilidad y horadar la legitimidad y viabilidad política (sobre todo en regímenes democráticos) del modelo económico dominante. Además, es vista como un riesgo para el Norte porque, como sostiene crudamente aquel Informe 1990 del BM, «en el tiempo que toma leer este párrafo, alrededor de cien niños habrán nacido -seis en los países industriales y noventa y cuatro en naciones en desarrollo-. Aquí se ubica el desafío global. Más allá de la evolución de las economías avanzadas, la prosperidad y seguridad mundial a largo plazo -por la fuerza de los números- dependen del desarrollo (la reducción de la pobreza)».

Si los años 80 dieron lugar a una aguda explosión de la pobreza y las desigualdades, también constituyeron los años en que el capitalismo central impulsó la implementación progresiva de un modelo de economía capitalista de libre mercado a escala planetaria. Así pues, neoliberalismo y exclusión social van de la mano. Es decir, la política económica impelida por el Norte es la que indujo a la exclusión social que ahora lo desvela.

2. Los ajustes estructurales en A.L.

En 1990, el Proyecto Regional para la Superación de la Pobreza (del PNUD) calculó que en el subcontinente había un 61’5% de pobres. Por su lado el Banco Mundial reconoció que en los años 80 América Latina (y el Caribe) resultó la región más afectada del mundo (junto con el Africa subsahariana) en términos del aumento de la incidencia e intensidad de la pobreza. La CEPAL (Comisión Económica para América Latina y el Caribe, ONU) sostuvo que los años 80 fueron «la década perdida» para el área. En realidad se trató de la década del ajuste. Y los llamados ajustes estructurales fueron (y son) la política económica que vehicula y plasma en la práctica al paradigma neoliberal. ¿Qué significa «ajuste estructural» o «neoliberalismo» en los hechos? ¿Cuál es su propuesta más medular y permanente? Se trata de una estrategia que apunta al logro de mercados abiertos (como la mejor manera de organizar eficientemente la producción y distribución de bienes y servicios) y al diseño de economías orientadas hacia el exterior (a la exportación al mercado mundial), a lo que añade el realce del incremento de la productividad (como motor del crecimiento) -y que implica una objeción medular al papel del Estado como regulador de la economía. Por eso los «ajustes» no se limitan a la búsqueda de estabilidad macroeconómica (por ejemplo, reducción de la inflación, control del déficit fiscal), sino que además suponen reformas «estructurales».

Este paradigma ha tenido (y tiene) un notable impacto a escala mundial y por eso, constituye uno de los legados más vigorosos y perdurables de la «revolución conservadora» que despuntó en los años 80 en el Norte avanzado y, en particular, en Estados Unidos. En buena medida, tal éxito deriva de la presión ejercida por las principales instituciones financieras internacionales. Ello es palmario en América Latina. Los «ajustes estructurales» fueron impuestos a los países deudores por el Fondo Monetario Internacional (FMI), con el apoyo del BM, como vía para encarar la crisis de la deuda externa. En otros términos, las deudas externas se convirtieron en un poderoso instrumento de intromisión del capitalismo central, que profundizó y alteró las relaciones de dependencia de la región -ya que los Estados latinoamericanos transfirieron buena parte de su poder de decisión a esos organismos financieros. De ahí que los «ajustes estructurales» son ajustes acreedores, «economías de la deuda». Por eso perdurarán como una estrategia crucial del Norte avanzado. A ello se añaden claros intereses comerciales, particularmente patentes en EEUU. En efecto, la primera prioridad de la política exterior de la administración Clinton es contribuir a la reconstrucción del poder económico nacional. De ahí que el comercio se ubica en el centro de la estrategia externa y es considerado un elemento decisivo de la seguridad norteamericana. Ello se debe a que el crecimiento económico y la creación de empleos en EEUU son cada vez más dependientes de las exportaciones. Por eso otra prioridad de alto rango es expandir y tonificar la economía de mercado en el planeta y propiciar un orden internacional abierto en materia de comercio (e inversiones). Esta jerarquía de los asuntos económicos y comerciales también se aplica a América Latina -lo que llevó a que la administración Demócrata ratificara expresamente su apoyo a la «reforma económica» en la región. En otros términos, los intereses comerciales estadounidenses son otro factor de continuidad de los «ajustes estructurales» en el subcontinente. En síntesis, el neoliberalismo no sólo intensifica la exclusión social; además supone un ahondamiento de la dependencia política latinoamericana (en la toma de decisiones) y se enlaza con claros intereses del Norte avanzado (acreedores y comerciales).

3. El neoliberalismo se renueva.

No obstante, ante la expansión de la pobreza el capitalismo central respondió con una adaptación del paradigma neoliberal. Es decir, elaboro una estrategia «aggiornada», diseñada básicamente por el BM (apoyada por el FMI y el BID) y presentada públicamente en su Informe sobre el Desarrollo Mundial 1990, ya citado. Se propone una estrategia de «dos vías».

La primera vía consistía en el estímulo de políticas orientadas al crecimiento económico (sin el cual no habría reducción de la pobreza). Y para ello el BM se obstina en prescribir las «reformas» orientadas al mercado y los propios «ajustes estructurales». Admite que los ajustes provocan efectos adversos en los pobres, pero se trata de impactos a corto plazo. es decir, a largo plazo «la reestructuración económica asociada con el ajuste» sería «perfectamente consistente» con el objetivo de mermar la pobreza. Así pues, aquí, más que “aggiornarmento” hay una franca pertinacia que ratifica los trazos básicos del paradigma económico (si bien se recomienda un patrón de crecimiento que expanda las posibilidades de empleo).

Sin embargo, a la vez se esgrime un argumento relativamente novedoso: así, se afirma que dicho crecimiento es necesario pero insuficiente. Una reducción a largo plazo de la pobreza exigiría medidas adicionales; en particular, un mayor y más eficiente gasto público (entendido como inversión) en servicios sociales básicos: educación primaria, cuidados básicos de salud, nutrición, planificación familiar (que apuntarían a remover causas de la pobreza). A ello se añadirían programas de carácter compensatorio (un «socorro temporal» que apuntaría a los síntomas de la pobreza), dirigidos a paliar algunos efectos de los «ajustes» en los sectores más vulnerables, así como a atenuar la indigencia. se trata de «transferencias y redes de seguridad» focalizadas en esos grupos más débiles (para evitar desvíos a los «no pobres»); por ejemplo, programas de empleo público temporal o de apoyo nutricional y materno-infantil. En consecuencia, se admite una mayor intervención gubernamental (siempre que no implique peligros para la estabilidad macroeconómica.

Por eso se constata, simultáneamente, una cierta renovación a nivel del discurso: ahora se subraya que no existe una dicotomía entre Estado y mercado, entre crecimiento y equidad, entre intervención y laissez faire (argumentos que también se encuentran presentes en la administración Clinton). Empero, este intento por desplegar estrategias y visiones generales remozadas no impide que el BM (y otros organismos internacionales) reconozcan que hay objetivos políticos en juego. Se admite que esas «políticas sociales» «pueden ayudar a mantener el apoyo público al ajuste» (Informe sobre el Desarrollo Mundial 1991, del BM); y, en palabras de Michel Camdessus, Director General del FMI, una mejoría en la «equidad» «hará que el ajuste cuente con mayor aceptación social y política, lo cual lo hará más viable y sólido». En definitiva, emerge el asunto crucial: preservar la legitimidad y viabilidad política del paradigma neoliberal, mientras se impele su continuidad básica -con ciertas adaptaciones en el papel del Estado, sobre todo en el ámbito social-. No obstante, el éxito potencial de este esfuerzo queda en entredicho. Así parecen insinuarlo algunos acontecimientos y tendencias recientes constatables en América Latina: desde el estallido de Santiago del Estero (Argentina) y el alzamiento zapatista en Chiapas (con su tremendo impacto en la sociedad mexicana), al notable crecimiento del Partido del trabajo en Brasil, entre otros. Sin duda se trata de fenómenos heterogéneos, pero tienen algo en común: una demanda de justicia que, como tal, supone una objeción central a la exclusión social con el neoliberalismo (aun en su versión renovada).

Ana María Ezcurra
Instituto de Estudios y Acción Social (IDEAS)
Buenos Aires. Argentina