Libertad cósmica

Libertad Cósmica

David Molineaux


A primera vista, hablar de «libertad cósmica» nos podría parecer extraño, como si la frase contuviera un sinsentido, alguna contradicción interna. Esto es porque somos modernos Y en el mundo moderno, cuando hablamos de libertad nos referimos al ámbito humano -o tal vez al divino-. Pensamos en la libertad económica o político-social, o tal vez en filosofías que consideran capacidades humanas como el libre arbitrio. Sin embargo, es raro que hablemos de la libertad en relación al mundo natural, y menos todavía cuando nos referimos a los fenómenos cósmicos.

El sentido común «moderno» suele suponer que el mundo natural es poco más que una colección de objetos relativamente inertes, relacionados mecánicamente entre ellos. Para el filósofo y matemático francés René Descartes, contemporáneo de Galileo y uno de los grandes arquitectos de la cosmovisión moderna, ni siquiera los animales sentían. Concedía lo obvio: que si los golpeamos, emiten chillidos. Pero argumentaba que estos sonidos son comparables el chirriar de una máquina mal aceitada. La inteligencia, el sentir y la libertad estaban limitados al mundo de lo humano.

A principios del siglo XIX, el célebre matemático y astrónomo Pierre Simon de Laplace declaró que si algún «demonio» le concediera un conocimiento perfecto de todos los pormenores del universo en un momento dado, podría pronosticar, con absoluta seguridad, todos los detalles de su futuro.

Esta perspectiva determinista sigue vigente entre muchos científicos y no científicos. Sin embargo, se ha ido desmoronando de a poco a la luz de investigaciones actuales. De hecho, durante el último par de siglos, la ciencia ha experimentado un cambio de cosmovisión tan radical como la revolución copernicana de los siglos XVI y XVII.

El primer elemento de este cambio fue el descubrimiento del tiempo evolucionario. El proceso fue paulatino, y duró siglos. Su hito más dramático fue la publicación del libro El origen de las especies de Darwin, en 1859. Otro fue la aceptación en el siglo XX –a pesar de la resistencia inicial de científicos tan prominentes como el mismo Albert Einstein– de evidencias cada vez más concluyentes de que el universo mismo nació en un momento dado y se ha ido expandiendo y transformando durante miles de millones de años. Sería imposible exagerar la trascendencia de estos descubrimientos. Las cosmovisiones anteriores habían sido estrictamente espaciales: unos postulaban que el Universo era eterno, otros que había sido creado de una vez por todas. Pero actualmente se acepta que el cosmos tiene como componente esencial la dimensión del tiempo: todo cambia, todo evoluciona.

Por expresarlo de otra forma: nos vamos dando cuenta que vivimos en un universo emergente. A todos los niveles y en todos los ámbitos, dos y dos suman más de cuatro. Los ejemplos sobreabundan. Poco después del llamado big bang, hace unos 13’7 mil millones de años, surgieron inmensas nubes de gas hidrógeno, mezclado con una cantidad más pequeña de helio. Y dentro de estas nubes, emergieron ¡estrellas! Gracias a la fusión nuclear en sus centros, estas estrellas y sus descendientes fueron produciendo elementos más pesados: oxígeno, fósforo, carbono… hasta el hierro, los cuales serían esenciales en la formación de planetas, lunas y cometas, y eventualmente seres vivientes.

Otro ejemplo de este emerger creativo, novedoso, totalmente impredecible, fue la evolución de la Tierra, la cual nació como una inmensa esfera radioactiva en cuya superficie fluía lava fundida. Ni mares, ni continentes, ni aire respirable: un infierno asediado continuamente por meteoritos grandes y pequeños. Pero en el transcurso de 4.000 millones de años, este mundo totalmente inhóspito se ha transformado en un hermoso planeta azul que acoge a una incontable diversidad de seres vivientes entrelazados en ecosistemas de complejidad incalculable. El astrónomo franco-canadiense Hubert Reeves lo dijo bien: «El Universo es la historia de la materia que se organiza».

La ciencia se está viendo obligada a ir abandonando su perspectiva determinista y a reconocer -en campos de investigación que abarcan desde los quarks hasta las galaxias- espontaneidades insondables en el corazón del mundo material, las cuales abren las puertas a la aparición de realidades novedosas y absolutamente impredecibles.

A todos los niveles, se manifiesta algo que podríamos llamar libertad cósmica. El Premio Nobel de química Ilya Prigogine notó que aún en física, los fenómenos lineales (en los cuales el efecto es proporcional a la causa) son más bien las excepciones: “Estamos atónitos frente al mundo que estamos descubriendo. La materia, en el nivel más fundamental, no es estática. Está en fluctuación constante: crea nuevas estructuras, ensaya una cosa y luego otra.”

Reeves da un paso más. «El Universo -dice- es la historia de la materia que despierta». Este despertar se percibe, de forma privilegiada, en la evolución terrestre: en los microbios que buscan alimentarse y evitan ambientes tóxicos, en las arcaicas lombrices marinas con principios de ojos, y en la incipiente emocionalidad mamífera, el Cosmos va despertando, tomando conciencia. Y su despertar más dramático es, sin duda, la autoconciencia humana.

Para nuestra especie, esta perspectiva evolucionaria es algo totalmente novedoso. Teilhard de Chardin lo llamó «el salto más grande en dos millones de años de conciencia homínida». Recordemos que ni Platón ni Aristóteles ni Buda ni Jesús, ni siquiera alguno de nuestros mismos abuelos, tuvo la más remota noción del proceso de la evolución cósmica.

Podríamos comparar esta transformación de nuestra cosmovisión a la adquisición de la visión binocular en algunas especies: de una imagen del mundo en dos dimensiones emerge la percepción de profundidad. Los científicos se van acostumbrando a hablar de «propiedades emergentes»: fenómenos complejos que surgen de interacciones relativamente sencillas. ¿Quién no ha escuchado hablar del «efecto mariposa», en que la teoría del caos propone que el aleteo de un insecto en Hong Kong podría ocasionar un huracán en el Caribe?

Ineludiblemente, esta transformación de nuestra cosmovisión tiene implicaciones para la teología. Como sabemos, hay fundamentalistas bíblicos que rechazan toda noción de evolución biológica, temiendo que el concepto sea una amenaza para la fe. Y efectivamente, la visión evolucionaria nos lleva a rechazar todo fundamentalismo. Pero a su vez, la constatación de un universo dinámico, inquieto, radicalmente impredecible permite la exploración de perspectivas teológicas y espirituales apasionantes, muy fructíferas.

La teología latinoamericana reciente, legítimamente preocupada por los temas humanos y sociales, ha hecho relativamente poco por explotar esta veta tan prometedora. Un asunto urgente, por ejemplo, es la muy postergada tarea de trabajar la imagen divina. ¿Cuántas veces hemos hablado como si el impulsor y garante de nuestras luchas por la justicia social y económica fuera el patriarca veterotestamentario que domina el techo de la Capilla Sixtina? Se entiende, por supuesto, que en un mundo monárquico y pre-cientí-fico era tal vez inevitable que pintáramos a aquella divinidad como de sexo masculino, todopoderoso, omnisciente y coercitivo. Hoy por hoy, sin embargo, muchos preguntan si este teísmo tradicional limita nuestra maduración en la fe e impide la construcción de una espiritualidad capaz de integrarla con nuestra vida cotidiana y la nueva cosmovisión emergente.

Hemos hablado, por ejemplo, de un «plan de Dios»... Pero este plan, ¿no corresponde al concepto de una divinidad controladora que ya determinó la configuración del futuro y que tira hilos en las vidas y destinos de sus «súbditos» humanos?

Teilhard de Chardin se atrevió a plantear que a la luz de la modernidad y de la ciencia evolucionaria, necesitaríamos un «nuevo Dios». ¿Podríamos permitirnos imágenes radicalmente diferentes de la divinidad? Lejos de esta efigie monárquica y controladora, ¿por qué no una presencia inspiradora de sueños y de fascinaciones? De encantamientos que seducen, que invitan al mundo con sutiles gestos a ir realizando sus potencialidades, a alcanzar su promesa, a llegar a ser todo lo que puede ser. Sería una divinidad no de la dominación, sino del amor persuasivo. Y, si lo reflexionamos un poco, mucho más cercana a las enseñanzas del Nuevo Testamento y los Evangelios, que el Dios todopoderoso y eterno al que los libros eclesiásticos oficiales dirigen tantas plegarias.

John Haught, profesor de teología de la universidad de Georgetown, EEUU, ofrece una sugerencia provocativa: imagina la divinidad como el «eros creativo que excita al mundo» a la vida, la conciencia y la transformación continua. Se trataría de una divinidad que no nos habla tanto desde un pasado establecido: nos susurra más bien desde nuestro futuro, desde un horizonte que no se divisa con claridad sino de forma imprecisa, nebulosa, intrigante. Aquel futuro de promesa sería el sólido sustento de nuestro caminar. E ¿inconcebible? Una divinidad que evolucionaría junto con el Universo… ¡en su irrevocable libertad!

 

David Molineaux

Santiago, Chile