Libertad de, libertad para...
Libertad de, Libertad para...
Alfredo gonçalves
El anhelo por la libertad, a lo largo de los siglos, ciertamente, ha sido uno de los compañeros más fieles de la propia historia de la humanidad. La literatura de todos los tiempos presenta ejemplos clásicos, simbólicos, emblemáticos, de esa condición humana de la duda y de la interrogación, de la inquietud y de la itinerancia, de la búsqueda y de la libertad. A título de ilustración, podemos destacar las figuras de Abraham, «el arameo errante» en los textos bíblicos; de Ulises, el bravo guerrero, peregrino por tierras y mares; de Don Quijote, combatiente contra todos los males; de Proust, «a la búsqueda del tiempo perdido», entre tantas otras experiencias. La libertad, por sus implicaciones teóricas y prácticas, simultáneamente fascina y atemoriza al ser humano.
Pero es en la aurora de los «tiempos modernos», primero con el Renacimiento Italiano, después con la «era de las revoluciones» y la «era del capital» (Hobsbawn), cuando la libertad gana alas más osadas y vuelos más largos, sobre todo en los países occidentales. Juntamente con ella, como sus hermanas siamesas, crecen también la individualidad y la subjetividad humanas. Emancipada de las teocracias medievales, prisioneras de la noción de cristiandad, el principio de la razón substituye a la idea del Ser Supremo como referencia para el comportamiento del individuo y de los pueblos. El antropocentrismo toma el lugar del teo-centrismo. El cógito de Descartes, el imperativo categórico de Kant y la filosofía de la historia de Hegel y Marx constituyen puntos relevantes en ese itinerario.
Por otra parte, con la llegada de la Independencia de EEUU (1776), la Revolución Francesa (1789) y la Revolución Industrial (siglo XIX), una especie de libertad sin frenos, aplicada a la política económica y al sistema de producción capitalista, genera su contrario: el liberalismo. Se trata, en síntesis, de un darwinismo socio-económico y político-cultural que, fundamentado en el principio de selección natural, termina por fortalecer a los fuertes y enflaquecer a los flacos. La libertad se transforma en una convivencia perversa entre tiburones y sardinas, o entre gallinas y zorros, en un mismo espacio. Con el tiempo, el propio ejercicio de la democracia, desviada de sus ideales genuinos, no pasará de ser un artificio legal para mantener la riqueza, los privilegios y la influencia de la clase dominante.
Las dos caras de la libertad
También en América Latina y el Caribe, la libertad ha sufrido sus avances y retrocesos, con duros reveses y embates. Desde el tiempo de la Colonia, hasta las Repúblicas actuales –habiendo pasado algunas de ellas por la experiencia de ser Imperio–, han sido intensas y complejas las luchas de liberación. Simón Bolívar sigue siendo un icono de la Patria Grande. La libertad crece entre nosotros en un terreno arduo y espinoso. Los movimientos indígenas, negros y populares jamás dejaron de intentar conquistarla, sembrando por el camino innumerables mártires. Dependiendo desde el principio de los países centrales por su ca-pi-ta-lismo mercantil –luego industrial y financiero–, aportando materias primas y mano de obra barata, nuestros pueblos han sufrido tanto el aguijón de la esclavitud, como el sueño de la libertad y de la paz.
De hecho, en los Movimientos Sociales, en las Comunidades Eclesiales de Base (CEBs), en las Pastorales Sociales o en la Teología de la Liberación (TdL) del Continente latinoamericano y caribeño, el concepto de libertad ha sido rehén de fuertes ambigüedades. Bajo las botas de la represión militar, durante los regímenes de excepción, se privilegió la libertad de, en detrimento de la libertad para. No pocas veces la concepción de libertad nace como necesidad de liberarse de la dictadura, del latifundio, del colonialismo, de la dependencia, de las oligarquías, del machismo, de la pobreza y del hambre... De ahí el uso tan recurrente y tan cargado del término «liberación», que hunde sus raíces y toma cierta legitimación religiosa en la experiencia fundante del Pueblo de Israel, al dejar la opresión de Egipto en busca de la Tierra Prometida, narrada en el libro del Éxodo.
La urgencia de los movimientos de liberación dejó como congelada la segunda dimensión de la libertad. Tanto es así, que retomando la inspiración bíblica, tras librarse de las garras del Faraón y encontrarse en el desierto, el nuevo pueblo libre de Israel cae en una nostalgia mórbida de aquel tiempo en que, incluso siendo esclavos, tenían qué comer. O sea, la libertad se les convirtió en un fardo más pesado que la propia esclavitud. «El miedo a la libertad» (Erich Fromm) llevó a los hebreos a depositar a los pies de alguien (Moisés y Aarón, Yavé) la responsabilidad de ser libre, es decir, de asumir las consecuencias de sus propios actos. El imperativo colocado por la libertad de dejó a la sombra la necesidad de pensar la libertad para. Esta última fue dejada para después, debido a la necesidad de dar respuestas inmediatas a problemas tan apremiantes como, por ejemplo, la miseria y el hambre, la persecución política y la tortura.
Tal vez eso explique, en parte, la dificultad de las izquierdas latinoamericanas y caribeñas de elaborar un proyecto popular para los respectivos países. La historia remota y reciente nos hizo extremadamente capaces de una crítica profunda y eficaz, en términos económicos, sociales, políticos y culturales. O sea, los intelectuales y líderes de este subcontinente sabían perfectamente lo que no era bueno para la población en general, pero continuaban reticentes ante lo que era necesario hacer. Si, por un lado, la teología de la liberación y la inspiración bíblico-teológica ayudó a cimentar una matriz teórica orgánica y liberadora (en términos de Gramsci), por otro lado, redujo el concepto de libertad a su dimensión negativa (libertad de).
El gran desafío actual, tanto en términos eclesiales como sociopolíticos, es profundizar la dimensión positiva de la libertad (libertad para). De ello deriva la necesidad de construir conjuntamente un proyecto de sociedad, en un contexto más amplio de una nueva civilización. No basta destruir las relaciones antiguas de opresión y explotación; es necesario reconstruir nuevos lazos de solidaridad, justicia y paz. Es necesario repensar desde arriba hacia las relaciones interpersonales y familiares, comunitarias y sociales, políticas, económicas y culturales, sea en el ámbito nacional como internacional. Esa tarea constituye un reto para la sociedad como un todo y requiere afrontar no pocos desafíos. Pasamos a describir algunos.
Principales desafíos
El primero es combatir la panacea del «crecimiento como único remedio para la crisis mundial». Se trata de un remedio que tiene graves efectos colaterales para la salud del planeta, como también para la vida en todas sus formas (biodiversidad), reduciendo, por eso mismo, la calidad de la vida humana. Si el diagnóstico es correcto, la cura se da no por un crecimiento cada vez más devastador, sino por nuevas formas de redistribución de los beneficios del progreso tecnológico. Frente a los recursos naturales y a las demás formas de vida, la libertad humana tiene límites que se vuelven cada vez más imperativos. Los efectos destructores en nombre del crecimiento, de la acumulación y del progreso técnico exigen repensar la libertad humana no como «hacer lo que yo quiera», sino «hacer lo que lleva al bien común». Tal vez sea el momento de pasar del antropocentrismo al geocentrismo (geo, tierra, entendida aquí como fuente y origen de la vida y de su conservación).
El segundo desafío parte de la conciencia, hoy creciente, de que los diversos ecosistemas del planeta se encuentran de tal forma entrelazados que la desaparición de cualquier especie de fauna o flora, por ejemplo, tiene serias implicaciones para las generaciones futuras. La libertad del presente no puede comprometer la libertad de nuestros descendientes. No tenemos el derecho de reducirlos a nuevas formas de esclavitud como la desertificación y la escasez, las catástrofes «naturales», la contaminación del aire y de las aguas, el calentamiento planetario, entre tantas otras. De ahí la necesidad de una nueva civilización, basada en patrones más sobrios, responsables, solidarios y sostenibles. Cabe recordar aquí la prioridad urgente del «buen vivir», en una convivencia pacífica y en el cuidado para con el planeta y para con el otro, sobre la «buena vida» de lujo y derroche de los grupos y países ricos.
Por fin, pero no en último lugar, está el desafío de ampliar la participación popular en los cambios necesarios. Ello significa reformular de raíz la propia práctica democrática, la cual presupone la libertad personal, social y política. La democracia en su sentido más original no puede reducirse a la liturgia espectacular y demagógica de las campañas electorales, las elecciones periódicas, el ritual de votos y urnas. Hace falta crear nuevos canales, instrumentos y mecanismos de participación y control para toda la población. En términos políticos la libertad exige una nueva forma de democracia, más directa y participativa. Con una metáfora futbolística, el desafío es hacer que la población baje de las gradas de los espectadores, entre en el campo y tome parte en el juego. No basta un patriotismo pasivo de electores subordinados, es preciso avanzar hacia un ejercicio activo, libre y consciente de la ciudadanía.
Alfredo gonçalves
São Paulo, SP, Brasil