Libertad en dimensión planetaria

Libertad en dimensión planetaria

Pedro A. Ribeiro de oliveira


Entre todas estas reflexiones sobre el tema de la libertad no puede faltar un abordaje que incluya la Tierra como planeta vivo. Aunque parezca extraño, si reflexionamos un poco, veremos que aplicar la idea de libertad también a la Tierra tiene fundamento y es muy actual. Quiero invitar al lector o lectora a pensar en las implicaciones de la libertad para el único planeta que –a diferencia de Venus, Marte, Júpiter o Saturno– muestra tener vida.

Los astronautas que vieron la Tierra desde el espacio exterior han hablado de la experiencia extraordinaria que es percibir nuestro planeta como un todo, en el que la combinación de los elementos –continentes, océanos, nubes, atmósfera– forma un conjunto de gran armonía. Vista desde el espacio, la Tierra revela muchas diferencias dentro de un todo sin división. Tiene áreas cubiertas por nieve y hielo, otras con florestas y plantaciones, otras áridas. La única división se da entre la parte iluminada por el sol y la parte nocturna, con las zonas iluminadas de las ciudades, pero es una división transitoria, pues la noche siempre da lugar al día, y viceversa. Las tempestades que alteran la forma de las nubes y las descargas eléctricas que hacen centellear la atmósfera refuerzan la impresión de un planeta en constante agitación (planetarycollective.com/overview). De hecho, esa percepción es confirmada por la ciencia, que descubre la Tierra como un enorme y complejo sistema de vida.

Ante esa perspectiva de un sistema de vida de dimensión planetaria, se hace evidente que las divisiones introducidas por las sociedades humanas no pasan de ser artificios ideológicos para justificar la dominación: de un pueblo sobre otro, de una raza sobre otra, de hombres sobre mujeres, en fin, de la especie humana sobre otras especies vivas. Esta concepción antropocéntrica coloca al ser humano (antropos, en griego) en el centro, por encima de todas las criaturas, relegando a todos los demás seres vivos a la condición de «cosas» cuya existencia sólo adquiere valor en la medida en que son útiles a los humanos. El antropocentrismo es la base del especismo: ideología que infunde el prejuicio de que está justificado que la especie humana domine a las otras especies.

[El especismo hace como el sexismo y el racismo: justifica la dominación de un género, una raza o una especie sobre otras, alegando que las diferencias son señal de inferioridad. Ha sido necesario que mujeres, negros y pueblos colonizados levantasen su voz de protesta para derribar esas ideologías de dominación. La dificultad para superar el especismo es mayor, porque las otras especies no pueden protestar...].

Esa dominación sobre especies definidas como «inferiores» es semejante a la esclavitud, pues esclavo es la persona que, al tener negada la libertad, se vuelve propiedad de otra. Hoy repudiamos la esclavitud porque constituye una violación de un Derecho Humano, pero no percibimos que al apropiarnos de otros seres vivos violamos los Derechos Animales. Como si ellos, por no tener conciencia de sus derechos, mereciesen ser tratados como mera propiedad nuestra.

Esa concepción antropocéntrica se ha hecho más fuerte en los últimos cuatro siglos, cuando el sistema de mercado ha impuesto su lógica de tratarlo todo como mercancía, mero objeto de compra y venta. Estamos tan inmersos en esa forma de pensar y vivir, que necesitamos una verdadera revolución intelectual y espiritual para liberarnos de ella. Sólo entonces descubriremos el lugar y la función que tenemos en este planeta en cuanto seres dotados de libertad.

Superar el pensamiento antropocéntrico que se asocia a la lógica del mercado es uno de los grandes desafíos de nuestro siglo, porque, si persiste por dos o tres generaciones más, la vida en la Tierra –por lo menos, con la diversidad que hoy reviste– estará en un grave riesgo de extinción. Necesitamos convencernos –y convencer a las generaciones que vendrán– de que no podemos continuar tratando a las demás especies como bienes a ser usados a nuestro gusto, sino como socias en la gran red de vida que hace que nuestro planeta sea tan bello y tan diferente de los demás. Ello significa abandonar la actitud arrogante del antropocentrismo y entender que somos una parte de la Tierra, y que tenemos un papel muy importante que desempeñar para que ella continúe evolucionando, diversificándose y haciéndose cada día más bella hasta el momento en que, como todo ser vivo, morirá.

Hito importante en ese cambio de pensamiento es la Carta de la Tierra (www.cartadelatierra.es) aprobada por la UNESCO en 2000. En su preámbulo afirma: «Estamos en un momento crítico en la historia de la Tierra, una época en que la humanidad debe escoger su futuro». La tecnociencia ha avanzado hasta el punto de que hoy la humanidad puede optar entre «formar una alianza mundial para cuidar de la Tierra y unos de los otros, o arriesgar nuestra destrucción y la de la diversidad de la vida». Afirma también que la decisión no es técnica, sino política. Por eso, debe estar dirigida por principios éticos, siendo el primero el de «respetar y cuidar de la comunidad de vida».

La expresión comunidad de vida, usada para designar la enorme y compleja red de seres vivos del Planeta, pone en cuestión la relación entre la especie humana y las demás, pues no hay comunidad entre señor y esclavos. Al tratar a las otras especies como cosas a las que negamos su libertad, nuestra especie se coloca en la posición de dueña del mundo, como un monarca solitario dominando a sus súbditos con mano de hierro.

La Carta de la Tierra propone una verdadera revolución del pensamiento al hablar de solidaridad entre seres humanos y no-humanos, pues sólo hay solidaridad entre quien comparte la misma identidad respetando las diferencias. Y eso es lo que dice la Carta: «El espíritu de solidaridad humana y de parentesco con toda la vida se fortalece cuando vivimos con reverencia el misterio de la existencia, con gratitud por el regalo de la vida, y con humildad considerando el lugar que ocupa el ser humano en la naturaleza». Y explicita que eso es lo que significa «cuidar de la comunidad de la vida con comprensión, compasión y amor». O sea, los seres humanos y no-humanos comparten una identidad profunda que es la base de la solidaridad: somos todos hijos de la Tierra, y por tanto, parientes. Estamos capacitados para formar la gran comunidad de vida que hace único nuestro planeta.

Boff va todavía más lejos al afirmar que «fundamentalmente, somos la Tierra, que en su evolucionar, ha llegado a sentir, a pensar, a amar y venerar. No es que, simplemente, vivimos sobre la Tierra. Somos hijos e hijas de la Tierra. Mejor, somos la Tierra misma, que siente, piensa, ama y venera». En esta afirmación se expresa tanto la identidad profunda que une nuestra especie a todas las demás –ser «hijos e hijas de la Tierra», ser todos nosotros formas individualizadas de la misma Tierra– cuanto lo que nos distingue de todas las especies vivas: «sentir, pensar, amar y venerar». Es a partir de ese paradigma de pensamiento propuesto por nuestro teólogo como se debe plantear el tema de la libertad en dimensión planetaria.

Entender la Tierra como ser capaz de usar la libertad no significa pensar que pueda dejar su órbita en torno al sol y salir vagando por el espacio sideral, aunque eso sea real: sondas espaciales –pedacitos de la Tierra– ya llegaron a la última frontera del sistema solar. Entender la Tierra como ser libre es pensarla como capaz de decidir sobre su futuro, y eso se da por medio de la especie que ella engendró en su madurez: la especie humana. En efecto, los seres humanos tenemos la capacidad de influir decisivamente en el rostro futuro de nuestro planeta. Si accionamos los artefactos nucleares que fabricamos para matarnos unos a otros extinguiremos muchas más especies que el asteroide que hace 65 millones de años destruyó el mundo de los dinosaurios. Si mantenemos un siglo más el sistema económico productivista y consumista regido por el mercado, llegaremos casi al mismo resultado, sólo que de modo gradual. Si, por el contrario, usamos la libertad en favor de la Tierra y de nosotros mismos, la tecnociencia podrá volverse muy útil para reparar daños ya causados y establecer nuevas formas de convivencia armoniosa en la comunidad de vida. Para ello es necesario ampliar nuestra visión de la libertad mucho más allá de la especie humana.

Entender que la libertad nos es dada no para dominar la Tierra, sino para que escojamos los caminos más adecuados al pleno desarrollo de la comunidad de vida de la Tierra, es la primera condición para el ejercicio de la libertad en dimensión planetaria. Por estar dotados de razón, sentimientos, capacidad de comunicación y sentido ético, y por haber construido la tecnociencia, que nos capacita para actuar con eficacia sobre la naturaleza, podemos decidir libremente lo que queremos en cuanto Tierra.

En nuestro tiempo esa opción ha adquirido dimensión planetaria: no basta optar por la vida y la felicidad a escala familiar, de un pueblo o incluso de la humanidad, pues es a escala planetaria como el juego de la vida está siendo jugado. Somos inteligentes como para entenderlo. Seamos también sabios para, en nombre de la Tierra, tomar la opción por la vida.

 

Pedro A. Ribeiro de oliveira

Juiz de Fora, MG, Brasil