Libertad, normas y conciencia

Libertad, normas y conciencia

Alejandro Von Rechnitz


A la fuerza, ni la comida es buena

Este refrán, tan conocido en algunas partes del Continente, siempre me trae a la memoria otro, mucho más practicado hasta por la Iglesia, que dice que «la letra con sangre entra». Uno y otro plantean el problema de la relación entre la libertad, la norma, la verdad y la conciencia personal.

1. ¿Hacernos obedientes o hacernos responsables?

Para hacernos obedientes no bastan ni el palo ni las amenazas, lo saben bien en los cuarteles. Para hacernos responsables hace falta el amor, el sentido común, la libertad y hasta la experiencia. Nadie nos atrae a adquirir un producto comercial con amenazas. Y hacer a Dios el inventor de un campo de concentración eterno y para sus hijos... no ha conseguido sino que nos cueste, cada vez más, creer en su paternidad y en su amor incondicional, principal revelación que, con sus actitudes, nos hace Jesús de Nazaret.

¿Cuándo aprenderemos a ser tan maduros que entendamos que el premio de ser buenos está en ser buenos, y el castigo por ser malos está en ser malos? Tenemos un Dios que hace salir su sol sobre buenos y malos y hace caer su lluvia sobre buenos y malos. A los fariseos les toca predicar la Ley, a nosotros los cristianos, la misericordia: el corazón de Dios vuelto hacia quienes, según la ley, no lo merecen.

2. ¿Cuál es la voluntad de Dios para mí?

He sido profesor de colegios secundarios y de universidades por más de veinticinco años y muchas veces he tenido que responder a la pregunta, hecha por algún alumno o alumna, de «¿y cuál es la voluntad de Dios para mí?». Siempre he respondido que la respuesta a esa pregunta es: «que tú hagas tu voluntad, para eso Dios te ha hecho libre. Lo que te haga más feliz a ti, y haga, al mismo tiempo, más felices a los demás, eso es lo que Dios quiere para ti».

Eso, desde luego, supone que tú vas a asumir, con plena responsabilidad, tus hechos y las consecuencias de tus hechos. Al rey David lo hizo santo no el no cometer pecados, sino el asumir su responsabilidad y someterse a la penitencia. ¡Y Dios lo declara un «hombre según su corazón»! La voluntad de Dios no es algo ajeno, paralelo, marginal o hasta opuesto a nuestra voluntad. Una vez que Dios se ha encarnado con todas las consecuencias y como Él sabe hacerlo, o sea, infinitamente, su voluntad se manifiesta en nuestra vida diaria a través de nuestra voluntad de ser, de plenitud, de felicidad, de eternidad, de bien que se difunde a sí mismo...

3. Entre Dios y yo, nada sino Dios y yo

Ni ángeles que me empujen ni diablos que me estorben. No podemos decir a Dios: el Diablo que Tú hiciste es el que me tentó... sino: de mi corazón podrido ha salido todo esto; es lo que sale de mi corazón lo que me ensucia.

4. Para ser libres nos ha liberado Cristo, y no debemos dejar que nadie nos esclavice

La dignidad humana que Dios me ha dado me lleva a no ser nunca menos humano y a gozar menos con serlo, que lo que Dios querría que yo fuera y gozara. Ningún yugo, aunque ese yugo se llame Ley y sea la Ley de Dios. Hubo una época en que todo era pecado. «Esto tiene que ser pecado, porque es bien sabroso», me dijo un amigo que se rascaba una oreja con un palillo de dientes. Pero los mandamientos han sido hechos para el ser humano, no el ser humano para los mandamientos.

5. Una cosa no es mala porque es pecado, sino que ha sido declarada pecado porque es mala

Si lo que hago no me hace daño a mí ni a nadie, puedo hacerlo y gozarlo con absoluta libertad, aunque en todos los libros aparezca como sospechoso o pecaminoso. La pregunta clave es, pues: «¿hace daño a alguien o no?». Todo lo demás Dios lo ha creado bueno y para nuestro uso y felicidad. Si hace daño no puedo hacerlo, esté en los libros o no. Si no hace daño a nadie, soy perfectamente libre de hacerlo o no.

El límite maduro y cristiano está en si la cosa me hace más humano o menos humano, y eso sólo yo lo puedo decidir, una vez que Dios me ha hecho ser humano.

6. El criterio moral decisivo es el amor

Es el amor el que me hace ser como Dios. Pero no partimos de cero: no puedo hacer nada para que Dios me ame más de lo que ya me ama; y no puedo cometer ningún error que haga que Dios me ame menos. Su amor es incondicional. Dios no nos ama porque seamos sus hijos, sino porque El quiere que seamos sus hijos. Dios no me ama porque yo sea bueno, sino porque Él lo es. Me ama no para que yo sea bueno, sino porque Él es amor. Nuestros padres son, normalmente, la primera revelación a nuestra mano para entender lo que es el amor incondicional de Dios.

7. Soy humano, dice Dios, nada humano me es ajeno

Dios ama todo lo que ha hecho y no odia nada de lo que ha hecho. Ningún ser humano es más humano que el Dios que se ha encarnado –como sólo El puede hacerlo– infinitamente. Ningún ser humano es más humano que Dios y nunca Dios está más encarnado, más con nosotros, que cuando un ser humano está en-amor-ado, lleno de amor. No conozco a nadie que encarne para mí más claramente esto que la persona de Jesús de Nazaret.

8. Amor, criterio supremo de la libertad, no la ley

Dios tiene siempre la iniciativa y esto lo ha plasmado genialmente Agustín de Hipona con su maravillosa frase: «Yo no te buscaría si Tú no me hubieras encontrado». Yo no me arrepentiría si ya Dios no me hubiera perdonado. Pero, a veces, lo que pasa es que quien no me perdona soy yo mismo... Esto ya no es problema de la moral, sino de la psiquiatría. Cuando la moral no me guía, ni acompaña, ni protege, sino que sólo me recrimina, me castiga y me reprime, es que ha pasado de ser autoridad a ser poder… y ya sabemos todo lo que el poder corrompe. La culpabilidad psicológica procede de la autoobservación egocéntrica, de la autoacusación y del autocastigo, pero en esto ya no tiene nada que ver el amor, que es Dios. Si Dios es nuestro Dios, el amor es el criterio supremo de la conciencia y de la libertad, no la ley, ni siquiera la de Dios.

9. La ley manda apedrear, ¿tú qué dices?

La ley nos manda muchas veces apedrear, pero ¿qué dice nuestra conciencia? Dios –para eso lo es– tiene la última palabra en nuestras decisiones; Él es el absoluto ante lo cual todo es relativo. Dios, sí, tiene la última palabra, pero no las tiene todas. Nos deja generosamente todo el campo de la conciencia con un respeto absoluto a lo que decidamos. No nos ha hecho máquinas perfectas, ni títeres que Él maneja oculto tras una cortina, sino que nos ha hecho personas, con toda la similitud que esta palabra tiene respecto a su ser de persona por excelencia y prototipo. Cuando Dios nos ha hecho libres se ha amarrado las manos y se arriesga a que hagamos lo que va contra su voluntad. No interviene en el peor sentido de esa palabra, que sería imponer su voluntad sobre y contra la nuestra. Nuestra conciencia es nuestra. La Iglesia le llama «sagrario», y en ese sagrario sólo podemos entrar, en último término, Dios y cada uno de nosotros. En el sagrario de nuestra conciencia reside la sagrada humanidad que Dios nos ha dado e impreso como imagen suya, y la sagrada libertad que lo caracteriza a Él.

Allí está también la sagrada libertad que, con su sangre y su resurrección, nos ha ganado Cristo. Las normas, todas las normas que conocemos, sólo sirven para que descubramos que nuestra libertad llega hasta donde comience el daño a nosotros mismos o a nuestros prójimos, a los que tenemos que amar como a nosotros mismos, ni más ni menos. La vida que quiera ser vida humana no se tratará nunca de vivir o de sobrevivir, sino de convivir, y las normas de la convivencia expresan con toda claridad lo que esa convivencia humana exige. Todo lo que haga la convivencia más humana, más plena y más feliz es bueno y libre.

10. En caso de conflicto de posibilidades, lo que conlleve más amor, más justicia, más libertad y más felicidad, es lo que pide Dios de mí.

Ninguna libertad me puede liberar de tener que escoger, en cada decisión, entre el amor y la ley. Y debe quedarme claro que, en caso de duda, el amor es el criterio decisivo. Dios me ha hecho humano, sensible, consciente y libre, y siempre tengo derecho a seguir lo que honradamente mi conciencia me dice que me hace más humano, más sensible, más consciente, más de acuerdo al criterio supremo del amor.

Jesús no dijo: yo soy la ley, ni soy la tradición, ni soy la diplomacia... sino yo soy la verdad. Para conocerla, Dios me ha dado la conciencia y la libertad, y me ha dicho: aunque yo soy el dueño, tú eres el administrador, haz la parte que te corresponde.

 

Alejandro von rechnitz

Panamá, Panamá