Lo que debemos esperar de la economía

Lo que debemos esperar de la economía

Reorientar las bases conceptuales y las prioridades


Carlos Taibo


Como disciplina de conocimiento, la economía no es ni buena ni mala. Otra cosa distinta es aquello en lo que esa disciplina se ha convertido, en los hechos, en la mayoría de las universidades y en los conceptos que casi todos los economistas emplean cotidianamente para hacer frente a algunos de los problemas mayores de nuestro tiempo. No es difícil apreciar entonces lo que las más de las veces se presenta como una franca sumisión a privilegios e intereses muy precisos. Una sumisión que nos hace pensar, por añadidura, que vivimos en el mejor de los mundos posibles y que aconseja recelar de cualquier esfuerzo encaminado a cambiar la realidad.

Frente a esa economía -que es la que impera hoy en casi todo el planeta- se impone reorientar las bases conceptuales y, con ellas, las prioridades. Una manera de hacerlo consiste en plantear ocho demandas que deben afectar por igual a lo que debe interesar a la economía como disciplina, por un lado, y a las relaciones reales, por el otro.

1. Hay que defender, antes que nada, una economía de la justicia. Esto significa que no hay ningún motivo para aceptar, como punto de partida, un escenario que se halla marcado por privilegios sin cuento. Al amparo de esos privilegios es fácil apreciar cómo unos pocos disponen del grueso de la riqueza y, en singular, de la mayor parte de la tierra. Más aún: es fácil identificar cómo en los últimos veinte años, el tiempo propio de lo que hemos dado en llamar globalización, las diferencias entre ricos y pobres no han dejado de aumentar. Así las cosas, cualquier propuesta económica que parta de la certeza de que es inevitable -más aún: saludable- que existan ricos y pobres, explotadores y explotados, no puede ser en modo alguno la nuestra.

2. Trabajemos también por una economía que haga de la igualdad un cimiento principal. Hablamos de una economía en la que no pesen las diferencias vinculadas, por ejemplo, con el sexo, con el origen étnico o con las creencias. Que los problemas no faltan hoy en estos terrenos lo refleja bien a las claras el hecho de que el 70% de los pobres del planeta son mujeres. Reflexiónese bien sobre lo que esto significa: no estamos hablando de un 52% de pobres que son mujeres frente a un 48% de varones. La distancia, abismal, lo es de un 70% frente a un 30%, circunstancia que nos coloca de lleno ante una inquietante feminización de la pobreza. Tenemos que acabar, por fuerza y con urgencia, con dramáticas exclusiones como la que retrata el dato estadístico que acabamos de manejar.

3. Objetivo primario de la economía debe ser la satisfacción de las necesidades, y no -como sucede hoy- el enriquecimiento de una minoría. Admitamos, con todo, que la determinación de lo que son las necesidades es materia delicada. Bastará con recordar al respecto que en el mundo rico se hacen valer muchas necesidades que, objeto de una artificial promoción, no son tales.

La demanda que formulamos implica contestar, con toda evidencia, dos grandes asientos de la economía contemporánea. El primero es la especulación, que ha acarreado un visible retroceso de la economía real de bienes y servicios; no se olvide al respecto que hoy en día los flujos especulativos mueven sesenta veces más recursos que los que corresponden a la producción de bienes y a la prestación de servicios. El segundo lo configura la competitividad, a cuyo amparo se han ido reduciendo los derechos en provecho de una absurda competición en la que casi todos perdemos. Y es que en todas partes se escucha la misma monserga: hay que mejorar la competitividad porque de lo contrario los rivales se llevarán pedidos y riquezas. El resultado, en el Norte como en el Sur, es el mismo para la mayoría: salarios cada vez más bajos, jornadas laborales cada vez más prolongadas, derechos sociales que retroceden, precariedad por todas partes.

4. Tenemos que colocar en primer plano los derechos de los pueblos del Sur. Para ello es preciso identificar y rechazar todas las formas de imperialismo y, con ellas, lo que significan el intercambio desigual, la explotación y el expolio mantenidos las más de las veces a través de genuinas guerras de rapiña. En nuestros días, la concreción más clara de todo lo anterior la aporta la deuda externa, que es una onerosa losa que pesa sobre los hombros de los países del Sur.

A menudo se ha hablado de la sociedad del 20/80 para describir la situación actual: con arreglo a ese concepto, mientras una quinta parte, un 20%, de la población planetaria vive en la opulencia, las otras cuatro quintas partes se ven condenadas a una lucha feroz para sobrevivir. Agreguemos -se trata al fin y al cabo del mismo problema- que el escenario que padecemos, propicio a defender sin cautelas el libre movimiento de los capitales, no tolera en modo alguno, en cambio, el de las personas. Los emigrantes se convierten así en víctimas principales de muchas de las miserias que sufrimos.

5. Pero la economía tiene que prestar atención, también, a los derechos de las generaciones venideras y, con ellos, a los de las demás especies que nos acompañan en la Tierra. Si vivimos en un planeta con recursos limitados, no parece que tenga sentido, en ningún terreno, que aspiremos a seguir creciendo de forma ilimitada. Por ello debemos contestar activamente otro mito que la economía ha hecho suyo, el del crecimiento, como debemos recordar que este último tiene poco o nada que ver con la cohesión social, no siempre se traduce en la creación de puestos de trabajo y provoca con frecuencia agresiones medioambientales irreversibles y un inquietante agotamiento de recursos, además de propiciar una equívoca identificación entre consumo y bienestar.

Si el capitalismo dominante ha mantenido en una situación extrema a buena parte de los habitantes del planeta, a ello hay que añadir ahora su incapacidad, signo rotundo de la crisis terminal en la que se ha adentrado, para afrontar una crisis ecológica que nos sitúa cerca del colapso. Hablamos de una crisis terminal porque no se aprecian señales claras de que el capitalismo en cuestión esté tomando cartas, en serio, en el asunto. Nada parece preocuparle, por ejemplo, el encarecimiento inevitable, en el medio y en el largo plazo, de los precios de la mayoría de las materias primas energéticas que empleamos.

6. Sobre la base de reglas democráticas, la economía debe repensar todas las relaciones que le interesan. La mayoría de los sistemas políticos que conocemos se levantan sobre un cimiento hondamente asentado: la necesidad imperiosa de preservar un orden de injusticia y exclusiones. Como tales, los gobernantes se hallan subordinados casi siempre a los intereses de poderosas corporaciones que operan en la trastienda. Es sencillo identificar una de las secuelas de lo anterior: cuando en muchos lugares la población elige en las urnas a sus representantes en los parlamentos es víctima de una ilusión óptica, toda vez que esos diputados tienen un margen de decisión muy reducido.

Frente a un escenario tan poco estimulante como el descrito hay que defender, claro, otras perspectivas. Es el caso de las que nacen, por ejemplo, de la asamblea de base, de la autogestión y de la democracia directa. Esta apuesta reclama por lógica recuperar lo local y primar la vida social frente a lo que imponen la producción, el consumo y la competitividad. Muchas de las prácticas de siempre de esos pueblos del Sur que el etnocentrismo dominante descalifica como primitivos y atrasados deben reaparecer. No sólo eso: hay que considerar seriamente si no es muy cierto que muchos de los desheredados del planeta, habitantes de los países del Sur, se encuentran paradójicamente en mejor posición para hacer frente al colapso que antes mencionamos. Viven en pequeñas comunidades, han mantenido una vida social muy rica, han preservado una relación fluida con el medio natural y, en suma, son mucho menos dependientes que la mayoría de los habitantes de las opulentas sociedades del Norte.

7. Hay que reivindicar aquellas fórmulas económi-cas que no dejan para mañana lo que podemos hacer hoy. De manera más precisa, la economía solidaria y autogestionada no tiene por qué aguardar a decisiones previas de los gobernantes. Nuestro deber estriba, antes bien, en generar espacios en los que, desde ahora, apliquemos reglas diferentes. Lo anterior significa, entre otras cosas, que la transformación de nuestras sociedades no reclama, o no reclama necesariamente, una toma del poder que ya hemos tenido la oportunidad de comprobar a qué escenarios conduce comúnmente.

8. La economía oficial da por demostrado que el ser humano sólo se mueve en virtud de la competición más descarnada y, llegado el caso, de la violencia. Hora es ésta de recordar, sin embargo, que son muchas las especies animales que progresan de la mano de la solidaridad y la cooperación, y que menudean los ejemplos de cómo la especie humana ha mejorado su condición de la mano de esa misma base. El individualismo extremo que ha marcado los últimos decenios, ¿no será, frente a lo que nos cuentan la mayoría de los economistas, un indicador poderoso de involución de nuestra especie?

 

Carlos Taibo

Madrid, España