Los bienes comunes, patrimonio de la Humanidad
Los bienes comunes, patrimonio de la Humanidad
Ricardo Petrella
Hablando de un «bien», se acostumbra a entender una sustancia, un objeto, un servicio, una manera de ser y de comportarse, a la que se le da un valor positivo. Con «común», por el contrario, se quiere indicar algo que hace referencia a una comunidad de personas socialmente organizada. En general, el concepto de bienes comunes se asimila a aquel de los bienes –y servicios- públicos, ampliamente justificado, siendo «público» todo aquello que es relativo a un atributo de pertenencia y/o de referencia al Estado, a las instituciones de gobierno, al pueblo.
Los bienes comunes –aire, agua, energía solar, carreteras, ferrocarriles, salud, conocimiento, educación, bosques, capital biótico del planeta, aeropuertos, seguridad...- representan la «riqueza colectiva» de las comunidades humanas, el patrimonio de la humanidad. No existe una «sociedad» (de «socio») sin bienes comunes. Sin bienes comunes de los cuales los miembros de una comunidad se sientan copropietarios y co-responsables, no hay ahí un «vivir juntos», ni justicia social, ni democracia. La existencia de bienes comunes es condición para la seguridad y el bienestar colectivo.
Las sociedades occidentales funcionan cada vez menos como comunidades, como sociedades, porque han privatizado –o están privatizando- todo lo que hasta hace poco tiempo era considerado bien común.
Hasta ahora los bienes comunes, públicos, han sido definidos a través de dos características principales: la no exclusión, un bien es común/público porque a nadie se le puede privar de él (un estudiante que frecuenta la escuela no impide que vaya otro, mientras que si yo adquiero un bien privado como una casa, ya otros son privados de la propiedad y del poder de decisión y de uso sobre este bien); y la no rivalidad, no hace falta entrar en competencia con los demás para tener acceso a él (mientras que para apropiarse de un bien –o servicio- a título privado hace falta competir.
En realidad, un bien común se define en función de un número más elevado de criterios, tales como:
1) la esencialidad y la insustituibilidad para la vida individual y colectiva, independientemente de la variedad de los sistemas sociales, en el tiempo y en el espacio. El agua ha sido esencial e insustituible seis mil años, y lo será todavía por millones de años;
2) la pertenencia al campo de los derechos humanos y sociales. Bienes comunes y derechos humanos son indisociables. El parámetro de definición del valor y de la utilidad de un bien común público es la vida, el derecho a la vida, y no el costo asociado a su disponibilidad y accesibilidad. No se trata de bienes y de servicios destinados a la satisfacción de necesidades individuales (o de grupo) y, en cuanto tales, mutables, en cuanto dependientes de su costo de acceso y de su utilidad comercial;
3) la responsabilidad y la propiedad colectivas en una lógica de solidaridad pública. El Estado, representante de la colectividad de los ciudadanos, la comunidad política, es y debe ser el responsable de los bienes comunes, de los cuales los ciudadanos son solidariamente propietarios a través del Estado y las otras colectividades territoriales (locales, regionales...);
4) la inevitabilidad de la integración de las funciones de propiedad, de regulación, de gobierno/gestión y de control bajo la responsabilidad de sujetos públicos. Se trata de afirmar la naturaleza pública de la propiedad del bien (agua, bosque, plantas, fuentes energéticas...), de las infraestructuras (redes hídricas, energéticas, de transporte, de información comunicación...), y de la gestión de los servicios correspondientes. La función de un bien común público es la de estar al «servicio» del interés colectivo de la comunidad y de actuar en el campo de los derechos. Por tanto, se da una incompatibilidad directa entre interés público y gestión confiada a sujetos portadores de intereses privados.
5) la participación real, directa e indirecta, de los ciudadanos en el gobierno de los bienes comunes/públicos. La democracia es extraña al funcionamiento de una sociedad de capital privado. No hay democracia posible en una «sociedad anónima», de acciones».
Es importante subrayar que ningún bien común tiene, en sí mismo, una connotación específica comunitaria territorial. El bosque, el agua, las especies microbianas no son, por definición, un bien común de determinadas comunidades/territorios. Ciertamente, con la formación y la difusión del Estado-nación soberano, primero en Occidente, y después por todo el mundo, la historia ha distorsionado, en cierto sentido, la naturaleza de los bienes comunes públicos, introduciendo una lógica de fragmentación del campo de la «res pública» ligada al principio de la soberanía nacional sobre los bienes comunes. Así, el agua o la seguridad han dejado de ser consideradas, a priori, como bienes comunes pertenecientes a la vida sobre el planeta, pero se han convertido, sobre todo, en bienes «nacionales» sujetos a una soberanía nacional no cesible y no condivisible. Se trata de un dato fundamental para la política de los bienes comunes: en la situación actual de la institucionalización del poder político, sólo los Estados tienen el poder soberano del gobierno. Esto limita considerablemente la posibilidad de una «política mundial de los bienes comunes» fundamentada sobre la condivisión, la co-responsabilidad, la solidaridad y la justicia entre las «comunidades locales».
En los últimos dos siglos, ningún bien ha sido reconocido de la comunidad internacional de los Estados como «bien común mundial», mucho menos como «bien común público mundial». Como mucho, ha sido reconocida la existencia de bienes no pertenecientes a nadie (la Antártica, los océanos, los fondos marinos extraterritoriales...). Lo que significa que, mientras el capital privado se está mundializando más y más, los poderes públicos siguen organizados sobre bases «nacionales» y no reconocen algún bien común público mundial. Más bien, lo han dificultado y lo ponen peor con los procesos de liberalización y de privatización de casi todos los bienes y servicios «públicos». A excepción de ciertos países de América Latina (Bolivia, Argentina, Ecuador...), los poderes públicos nacionales están transfiriendo el poder político real de propiedad y del control al capital mundial.
Aquí está el sentido del gran desafío actual de la «res pública», desde las comunidades locales hasta la comunidad mundial. El derecho a la vida para todos los habitantes del planeta y el devenir pacífico y solidario de la humanidad dependen del reconocimiento de la existencia de bienes comunes públicos mundiales, de su promoción y salvaguarda. Muchos piensan que no se alcanzará nunca el reconocimiento de bienes comunes públicos mundiales... Probablemente tienen razón, sobre todo si la movilización social, cultural y política en favor de tal reconocimiento tal vez se debilite en los próximos años.
¿Cómo definir un bien común público mundial? ¿Y qué bienes podrían ser considerados tales?
Un bien común público es mundial cuando representa recursos y responde a necesidades/derechos que se refieren al «vivir juntos», a las «condiciones de vida» y al porvenir de la Humanidad y del planeta. En este sentido, aunque un bien común sea «local», si el uso que se hace de él tiene efectos y repercusiones de relevancia inter-nacional, mundial, debe ser considerado de interés público mundial.
Sin pretender agotar la lista, deberían ser considerados como bienes públicos mundiales: el aire, el agua como el conjunto de los cuerpos hídricos participantes en el ciclo del agua, y, en ese cuadro, los océanos; la paz; el espacio, incluyendo en él el espacio extraterrestre; las florestas, como lugar en el que se encuentra más del 90% de las especies microbianas, vegetales y animales del planeta; el clima planetario, la seguridad, en el sentido de la lucha contra las nuevas y viejas formas de criminalidad mundial (tráfico de armas, drogas, inmigración clandestina organizada, proliferación de paraísos fiscales...); la estabilidad financiera; la energía, por lo que respecta a la explotación de los recursos renovables y no renovables a nivel internacional; el conocimiento, en particular por lo que respecta al capital biótico del planeta y su diversidad; la información y la comunicación.
En un plano más general, el planeta Tierra y la existencia del otro son los primeros dos bienes comunes públicos mundiales. El hombre no existiría si no hubiese planeta. Éste, por el contrario, ha existido y existirá aun sin el género humano. Por otra parte, cada uno de nosotros no existiría si no existiera el otro, el diferente (el hombre por la mujer, la mujer por el hombre, el viejo y el joven, el familiar y el extraño, el presente y el pasado...).
Se trata de dos bienes reales pero que tienen relevancia y espesor sólo si –y a partir del momento en el que- son pensados. Sólo en los últimos decenios los seres humanos han comenzado a pensar en el planeta Tierra como un bien común mundial al que cuidar, por interés de la Humanidad y de cada ser humano. Dígase los mismo de la existencia del otro. La percepción del otro como «bien» sigue siendo un fenómeno incipiente, débil, porque, hoy por hoy, la presencia del otro se traduce con frecuencia en graves formas de rechazo. Construir otro mundo posible pasa por la promoción conjunta de estos dos bienes comunes.
Ricardo Petrella
Profesor emérito d ela Universidad Católica de Lovaina, Bélgica