Los derechos de la Amazonia
Los derechos de la Amazonia
Sandro Gallazzi
«La Amazonia somos nosotros», gritaban los pobladores de las Ishas de Afuá, durante la ECO92. Este grito, más que una protesta, era la afirmación de que no se podía hablar de Amazonia sin poner en primer lugar y por encima de todo a sus moradores históricos, en toda su diversidad. Estaban viviendo la experiencia de ser un «obstáculo», por un lado, para la expansión del capital, alimentada por los gobiernos y, por otro, para los proyectos conservacionistas, gestados en los países ricos, preocupados sólo por la preservación ambiental.
Quince años después, en 2007, la Campaña de la Fraternidad de la Amazonia, registraba el constante aumento de este conflicto: los conservacionistas reclamaban la implantación de más Unidades de Conservación. Los latifundistas y las empresas, muchas de ellas extranjeras, luchaban por la ampliación del aprovechamiento mercantilista del territorio: madera y minería, después ganado y, enseguida, soya, caña de azúcar y otros monocultivos. Las poblaciones tradicionales, indios, ribereños, seringueiros, poseiros, afrodescendientes... luchaban para defender sus derechos seculares a tener un territorio legalizado.
En la Amazonia brasileña las unidades de conservación ocupaban entonces un territorio de más de 86 millones de hectáreas (17%). El territorio ocupado, legal o ilegalmente, por el capital era de más de 227 millones de hectáreas (45%). El área defendida y ocupada por las poblaciones tradicionales sumaba poco más de 150 millones de hectáreas (30%). En los últimos seis años las unidades de conservación y las empresas aumentaron su territorio en detrimento del territorio de las poblaciones tradicionales.
El refrán repetido hasta la saciedad proclama que es «mucha tierra para poco indio», pero pocos son los que afirmen que es «mucha tierra para muy pocos latifundistas». Parece que «tierra para las poblaciones tradicionales» es sinónimo de atraso y de una despreciable agricultura de subsistencia. Tierra de latifundios y de empresas, al contrario, significa crecimiento, progreso y una desarrollada agricultura de mercado.
Por otra parte, éste es uno de los mayores argumentos que, desde los gobiernos militares de la década de los 70, justifican la apertura de la Amazonia al capital mercantilista: América Latina necesita crecer, no es posible dejar vivir en el atraso un área inmensa como la Amazonia.
Innumerables conflictos, provocados por los agentes del capital, con la connivencia de los gobernantes, provocaron la expulsión de indios, ribereños, afrodescendientes y poseiros. Comenzó un proceso de concentración, devastación y violencia «contra el pobre y su casa» (Is 5,8; Mq 2,2).
Fue este el primer grito que se levantó de las tierras de la Amazonia. El grito lacerante de las centenas de asesinados/as; el lamento inconsolable de sus familiares; el clamor de rabia y de impotencia de millares de familias que vieron quemadas sus casas, sus chacras destruidas; el gemido desanimado de quien fue obligado a morar, desempleado, en las periferias de las ciudades, en condiciones inhumanas.
La causa de toda esta violencia está, sobre todo, en la manera de mirar la tierra, el agua, la naturaleza. No podemos mirar la Amazonia como materia prima que sólo adquiere valor al convertirse en mercancía –aunque sea como créditos de carbono– y como tal debe ser mercantilizada y privatizada. Necesitamos mirar la tierra, el agua, la naturaleza y, por eso, la Amazonia, con los ojos de los que hace siglos viven en ella sin devastarla, sin destruirla: es nuestra casa, nuestra madre, nuestra amante y la fuente de vida para todas las criaturas.
Demasiado rápidamente, la cultura y la filosofía del mercado, con desprecio y aire de superioridad, llamaron «animismo» a la manera de relacionarse con la naturaleza propia de las poblaciones afro-amerindias, que saben ser parte de una vida única. Así, la Amazonia no puede ser considerada como «algo» que sólo sirve para garantizar nuestros derechos. También tiene derechos por sí misma. El derecho primordial de la Amazonia es el derecho de vivir una vida plena.
Al hablar entonces de derechos de la Amazonia necesitamos considerar los derechos de los que, desde hace siglos, están haciendo de la Amazonia su casa, los que en ella viven y con ella conviven de manera armónica e interactiva. La manera más segura de garantizar los derechos de la Amazonia a una vida plena, es garantizar los derechos inalienables de los pueblos y comunidades que viven en la Amazonia. Al quebrar esta cadena estamos poniendo en jaque la vida.
Aprender con las comunidades tradicionales qué significa una casa convertida en tienda común, abierta a todos, no significa atraso. Significa vida abundante para todos y todas.
Es necesario revisar nuestra manera de pensar esa nuestra casa común. Ecología es decir lo que pensamos de nuestra casa, como un todo. Casi siempre –y en eso empresarios y ambientalistas son iguales– se entiende la ecología como nuestra relación con la naturaleza, con nuestro patio. Se discute el ambiente, cómo debe funcionar el patio... pero no se pone en discusión el tipo de casa que queremos.
Mucha gente, cuando piensa en casa, continúa pensando en casa grande (donde vive el amo) y en senzala (donde malviven los esclavos). No piensa en una casa común, donde todos se sientan alrededor de la mesa y reparten el mismo pan, sin distinciones...
Muchos hablan sobre ecología, pero sólo se preo-cupan de la naturaleza, como un ambiente que estuviera fuera de la casa. Hablan de desarrollo sostenible, en defensa de la tierra y del agua, pero continúan teniendo en la cabeza la casa grande de los países más ricos, de las clases dominantes, de las élites privilegiadas y corrompidas. Progreso, crecimiento, desarrollo, para ellos, significa entrar a formar parte de la casa grande.
La senzala todavía no salió de la cabeza de muchos de nosotros. Necesitamos convertirnos, pues la economía –las «normas de la casa»– va a depender de la ecología: de qué casa estamos hablando, de en qué tipo de casa queramos vivir. No olvidemos que la palabra faraón significa, literalmente, casa grande...
Necesitamos alimentar una mística adulta y sólida que nos ayude, no sólo a derrotar al faraón que nos oprime, sino también, a vencer al «faraoncito» que llevamos dentro de nosotros y de nuestras organizaciones, y contra el cual no hay vacuna.
Si continuamos creyendo en la casa grande, tendremos una economía centrada en el agro-negocio, en el monocultivo, la minería, las exportaciones de materia prima, el trabajo esclavo, el latifundio, las simientes transgénicas, los agrotóxicos y la violencia. En la mejor de las hipótesis, se harán los estudios de impacto ambiental para intentar minimizar y compensar la inevitable devastación. La casa grande se quedará con los productos y los lucros; la senzala se quedará con el trabajo y las migajas de la asistencia social. El terreno quedará devastado. ¡Los pobres perderán la tierra! ¡La tierra perderá la vida!
Luchar por la tierra y por la vida de la Tierra es un imperativo ético que testimonia la fidelidad a nuestra memoria, a nuestra tradición, a nuestra ancestralidad, a nuestras raíces. Es la fidelidad a los pobres de Dios.
Luchar por la tierra y por la vida de la Tierra es una exigencia que testimonia nuestra relación sagrada con la tierra, nuestra madre, nuestra amante, a la que debemos «servir y obedecer» (Gn 2,15), pues en ella y de ella todas las generaciones tendrán vida en abundancia. Es la fidelidad a la TIERRA que es de Dios y de todos.
Luchar por la tierra y por la vida de la Tierra es una obligación que testimonia la fe en nuestro Dios. De la ecología depende, también, la teología. La casa que queremos indica cuál es el Dios al que nuestra casa debe ser fiel. Es la fidelidad al Dios de los pobres.
Este testimonio de fidelidad al Dios de los pobres, a los pobres de Dios, y a la tierra que es de Dios y de todos, llevó a innumerables compañeros/as a amar hasta derramar su sangre: mártires que no olvidamos.
Nuestra iglesias, muchas veces, han seguido y siguen la lógica de la casa grande que deterioró nuestras relaciones, amarrándolas a un sacro-negocio blasfemo y diabólico, el mismo que, aliado al imperio opresor, condenó a muerte a Jesús de Nazaret.
Necesitamos cambiar, dentro y fuera de la Iglesia: en su última cena Jesús dejó claro que servicio, casa, mesa y pan repartido deben sustituir dominaciones, templos, altares y sacrificios.
Pan repartido quiere decir tierra repartida, bienes compartidos, lucha contra toda concentración, contra el latifundio excluyente, devastador y violento. Creer que nuestra casa es una cabaña, una «tienda» común. Nuestro Dios, los dioses de nuestros pueblos ancestrales, nunca estarán en la casa grande, a pesar de los templos gigantescos que construyeron y continuarán construyendo.
Yavé será siempre el Dios de los pobres, que sólo quieren vivir en paz, pudiendo disfrutar del fruto de la tierra y de su trabajo, del pan y del vino que ofrecemos al Señor para que sea siempre de todos/as.
Sandro Gallazzi
Macapá, AP, Brasil