Los muchos caminos de la política

Los muchos caminos de la política

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«La peor forma de hacer política es no hacer política». Así respondía en 1966 el cardenal Arns, de São Paulo, a quien cuestionaba a la Iglesia por «entrometerse» en un terreno que no sería para ella, ya que -decían- «religión y política no se deben mezclar».

El razonamiento de Arns era directo: en una sociedad injusta, no participar en la política es dejar que las cosas queden como están; en la práctica es tomar partido por quien desea que la injusticia continúe.

Mi generación de jóvenes militantes cristianos, en los años 50, ya escuchaba al teólogo francés L.J. Lebret decir que la omisión ante la miseria y la opresión, es el pecado más grave, la ofensa más pesada que podemos hacer al Dios-amor.

Es cierto que entrar en la política asusta. El «mundo de la política» parece estar reservado a profesionales de esa actividad. Aparte de eso, lo que más vemos hoy en ese «mundo» es interés personal, carrerismos, vanidad, corrupción. Aunque haya también mucha gente buena allí dentro, la impresión que nos queda es que ningún político está de hecho preocupado con lo que debe hacerse para mejorar las cosas. Como si pensasen sólo en ellos mismos, o en hacer negocios aprovechándose del poder que conquistaron.

Pero necesitamos considerar que la política no es algo que tiene que ser tratado sólo por los políticos. Durante mucho tiempo nos pasaron ideas falsas sobre eso. Por ejemplo, la de que para participar en la política es necesario entrar en un partido. Eso también asusta a mucha gente, apartándolos de la política, porque ni los partidos parecen salvarse de la lucha por el poder.

Sabemos todos que votar es un derecho político básico en una democracia, un derecho que debe ser ejercido por todos los ciudadanos. Escoger alcaldes, gobernadores, presidentes de República, parlamentarios, es más que un derecho: es también un deber, porque necesitamos asumir colectivamente nuestros destinos. Y para votar no necesitamos estar afiliados a partidos.

Por otra parte, no basta ejercer el derecho y el deber de votar. Después, es preciso dar seguimiento, fiscalizar, incluso ayudar a quienes hemos elegido. Haremos más eficazmente ese control si nos organizamos. Pero para eso tampoco necesitamos entrar en partidos. Es incluso mejor organizarse fuera de ellos, porque se puede ver las cosas más libremente, y controlar también a los partidos mismos, en los cuales existen igualmente enormes distorsiones. Están también aumentando las posibilidades de participar en las propias decisiones del gobierno -siempre sin necesidad de entrar en partidos- como por ejemplo en los diferentes tipos de consejos de ciudadanos que van siendo creados. Necesitamos por tanto liberarnos de esa idea de que sólo podemos participar en política dentro de los partidos.

Por eso mismo, crece hoy en el mundo otro actor político, llamado «sociedad civil». Es el conjunto de organizaciones que luchan por derechos, o para presionar a los gobernantes, o para hacer todo lo que puede ser hecho, por el bien de la colectividad, sin esperar a los gobiernos. La «sociedad civil» viene ganando cada vez más visibilidad, especialmente después de que comenzaran a extenderse por el planeta, a partir de 2001, los espacios de encuentro del Forum Social Mundial, cuyos participantes afirman que «otro mundo es posible».

Uno de los buenos resultados de estos encuentros ha sido el aumento de la articulación entre las organizaciones de la sociedad civil, que pueden tener mucha fuerza -para resistir al uso abusivo del poder, o para hacer presión política, por ejemplo-.

Se puede por tanto hacer política –sin necesidad de entrar en partidos- asociándose a los esfuerzos, campañas, iniciativas nacidas de la sociedad civil.

Pero muchos no quieren saber de política porque piensan que ensucia las manos: tomar el poder es una expresión usada para decir que se tomó el gobierno, y de éste no siempre se sale con las manos limpias. Ésta es por otra parte otra idea de la que necesitamos liberarnos. Todos tenemos algún tipo de poder. En los gobiernos en general y en el mundo económico el poder se concentra bastante. Pero también lo tenemos en casa, en la escuela, en la Iglesia: para reaccionar, como podamos, pero también para mandar, cuando controlamos algún recurso del que otros dependen (dinero, bienes, conocimientos, capacidad de obrar...). El problema surge de la manera como usamos nuestro poder sobre los recursos que controlamos.

De hecho, el poder puede ser usado tanto para dominar como para servir. Quien lo usa para dominar mantiene la dependencia de los que necesitan los recursos que controla. Como el sacerdote que hace que los fieles dependan de lo que él diga que está bien o está mal, o en su manera de actuar o en la comprensión misma de la Biblia. O como los profesores que solamente transmiten informaciones. O como los padres que hacen que sus hijos continúen siempre infantiles, sin capacidad de discernimiento o de ganar la propia vida. O como los gobiernos que mantienen a los pobres sometidos a la espera de su ayuda. Quien actúa así concentra cada vez más poder, pudiendo dominar –incluso hasta explotar- a quien depende de él.

Quien usa su poder para servir, hace todo lo contrario: ayuda a quien depende de él a volverse autónomo, a ganarse la vida, a comprender y saber más cosas, a tomar decisiones, a hacerse adulto, a votar, a protestar cuando se da alguna injusticia, a controlar a quien haya sido elegido en el barrio, en la ciudad, en el país.

Pero el alumno podrá crecer más que el profesor, el feligrés se hará más independiente, el hijo o hija conseguirán decidir solos como adultos, y el gobierno podrá verse frente a ciudadanos informados y exigentes. Por eso muchos tienen miedo de ejercer el poder-servicio. Creen que perderán su poder.

En realidad, el poder-servicio da lugar al surgimiento de otro poder, que es mucho mayor: el poder conjunto ejercido corresponsablemente por todos, en la autonomía de cada uno. El poder-dominación se aísla; sus pies son de barro, y un día, se desmorona. El poder conjunto, al contrario, es sólido y permanente, porque se asienta en el poder compartido de todos.

Ése es el tipo de poder que propone el Evangelio. Si es ejercido así, como servicio, en los partidos, en los gobiernos, en la política... no ensucia las manos. Al contrario, las ilumina, abriendo caminos para la solución de nuestros problemas, juntando los esfuerzos y las capacidades de todos los ciudadanos.

Considerando los varios tipos de ciudadanos que existen en América Latina, todavía tenemos mucho que caminar rumbo al pleno ejercicio del poder-servicio.

Tenemos primero los medio-ciudadanos, o ciudadanos a medias. Tienen todos los derechos, pero no saben que los tienen. Posiblemente constituyen, en América Latina, la mayor parte de la población. Ejercen el poder de que disponen sólo para sobrevivir. Es necesario hacerlos conscientes de sus derechos.

En segundo lugar están los ciudadanos pasivos. Saben que tienen derechos, pero esperan pasivamente que sean respetados, o que caiga del cielo todo aquello a lo que tienen derecho. Su número es también muy grande en nuestro Continente. El poder dominante los mantiene anestesiados mediante espectáculos e ilusiones. Necesitan despertar a la necesidad de luchar por sus derechos, organizándose para salir del aislamiento.

En tercer lugar están los ciudadanos activos: ya se dieron cuenta de todo eso y luchan por sus derechos en asociaciones de barrio, de padres y maestros, en organizaciones de consumidores. Luchan por la tierra, por salarios y trabajos decentes, por vivienda, por alimentación suficiente, por calidad de vida, por no ser discriminados por sus diferencias, por elegir parlamentarios que hagan leyes que aseguren el respeto a esos derechos. Infelizmente éstos no son tantos en nuestra A.L. ¿Cuántos de nuestros trabajadores, por ejemplo, están sindicalizados? Es preciso que se vuelvan cada vez más numerosos y más fuertes.

La cuarta categoría de ciudadanos está constituida por aquellos que luchan por sus derechos pero también por los derechos de los otros. Podríamos llamarlos ciudadanos activos y solidarios. Son los que procuran participar más plenamente de la política.

Dentro de los partidos, luchan para que éstos no sean controlados por aprovechados y corruptos, sino que sean coherentes con sus principios, sin alianzas espurias, presenten propuestas serias y no promesas vanas en sus campañas electorales, y para que no intenten comprar votos de electores. Dentro y fuera de partidos, esos ciudadanos se asocian a movilizaciones por los derechos irrespetados, o para que se proteja el medio ambiente, para que la actividad económica no lleve a la acumulación de riquezas en las manos de unos pocos en vez de atender a las necesidades de todos, para que los conflictos sean resueltos por el diálogo y no por la guerra o por la opresión.

Los ciudadanos activos y solidarios entran en la política para luchar por un mundo mejor, al mismo tiempo que procuran transformarse a sí mismos, interiormente, para ser capaces de ejercer su poder, allá donde estén, lo más posible, como un servicio.

 

Chico Whitaker

São Paulo