Los nuevos dueños del mundo
Los nuevos dueños del mundo
Ignacio Ramonet
Bien pudiera ser un cuento de José Luis Borges. En un lejano reino, un magno y cruel soberano, aferrado a los atributos de su poder, encerra-do en su suntuoso palacio, no se había dado cuenta de cómo el mundo, de manera apenas perceptible, cambiaba a su alrededor. Hasta el día en que hubo de tomar la gran decisión. Entonces, estupefacto, vio que sus órdenes no eran obedecidas, porque el poder se había desplazado. El magno soberano había dejado de ser el dueño del mundo.
Quienes se abandonan a intermi-nables combates electorales para conquistar democráticamente el poder, ¿no se exponen, en caso de victoria, a sufrir una decepción similar a la del soberano del cuento? ¿Saben que, en este fin de siglo, el poder se ha desplazado? ¿Que ha huido de esos lugares precisos que circuns-cribe la política? ¡El verdadero poder está en otra parte, fuera de su alcance!
Un semanario francés publicaba hace bien poco una encues-ta sobre los cincuenta hombres más influyentes del planeta. No figuraba en ella ni un solo jefe de estado o de gobierno, ni un ministro o diputado, de ningún país del mundo. Hace algunas semanas, otra publicación semanal dedicó su portada al hombre más influyente del mundo. ¿Quién era? ¿Bill Clinton, Helmut Kohl, Boris Yeltsin? No. Simplemente de Bill Gates, jefe de Microsoft, que domina los mercados estratégicos de comunicación y se dispone a controlar las autopistas de información.
Las increíbles innovaciones cientí-ficas y tecnológicas de las dos últimas décadas han estimulado, en diferen-tes ámbitos, las tesis ultraliberales del laissez faire, laissez passer. Además, la caída del muro de Berlín, la desaparición de la URSS y el desmoronamiento de los regíme-nes comunistas les han animado a hacerlo. La universalización del inter-cambio de signos, en especial, se ha acelerado de forma extraordinaria gracias a las revoluciones de la informática y la comunicación. Estas han provocado concretamente la ex-plosión de dos auténticos sistemas nerviosos de las sociedades moder-nas: los mercados financieros y las redes de información.
La transmisión de datos a la velocidad de la luz (300.000 km por segundo); la digitalización de los textos, las imágenes y los sonidos; el recurso, ya banal, a los satélites de telecomunicaciones; la revolución de la telefonía; la implantación de la informática en casi todos los sectores de producción y servicios; la miniaturización de los ordenadores y su introducción en redes a escala universal, han conseguido, poco a poco, revolucionar el orden mundial.
Especialmente el mundo de las finanzas. En lo sucesivo, las finanzas reúnen las cuatro cualidades que las convierten en un modelo perfecta-mente adaptado al nuevo reparto tecnológico. Atributos divinos, como quien dice, que, como es lógico, generan un nuevo culto, una nueva religión: la del mercado. Durante las 24 horas del día se intercambian instantáneamente datos de un extremo a otro de la Tierra. Las principales Bolsas están unidas entre sí y funcionan en bucle. Sin parar. Mientras, en todo el mundo, ante sus pantallas electró-ni-cas, millones de jóvenes superdiplomados se pasan el día colgados del teléfono. Son los oficinistas del mercado. Interpretan la nueva racionalidad económica, que siempre tiene razón, y ante la que cualquier argu-mento -sobre todo social o humanitario- debe inclinarse.
Sin embargo, lo más normal es que los mercados funcionen, por así decirlo, a ciegas, incluyendo paráme-tros tomados prestados casi de la brujería, como la economía de los rumores, el análisis de los comporta-mientos gregarios, o incluso el estudio de los contagios miméticos. Esto es así porque, debido a estas nuevas características, el mercado financiero ha puesto a punto nuevos productos extremadamen-te complejos y voláti-les, que muy pocos exper-tos conocen bien y que les proporcio-nan -eso sí, corriendo algún riesgo, como se ha demostrado hace bien poco con el hundimiento del banco británico Braings- una considerable ventaja en las trans-acciones. Quienes saben actuar sabiamente -es decir, en su propio beneficio- sobre el curso de los valores y las monedas, apenas llegan a ser una decena en todo el mundo. Se los considera los “dueños de los mercados”. Si sale una palabra de su boca, todo puede tambalearse: el dólar baja, la Bolsa de Tokio se hunde.
Ante la potencia de estos mastodontes de las finanzas, los estados no pueden hacer gran cosa. Este hecho ha quedado patente durante la reciente crisis financiera de México, que estalló a finales de diciembre de 1994. ¿Qué peso tienen las reservas acumuladas en divisas de EEUU, Japón, Alemania, Francia, Italia, el Reino Unido y Canadá -los siete países más ricos del mundo- ante la disuasoria fuerza financiera de los fondos de inversión privados, en su mayor parte anglosa-jones o japoneses? No mucho. Pensemos, por ejemplo, que en el más importante esfuerzo financiero de la historia económica moderna en favor de un país -en este caso México- los grandes estados del planeta (entre ellos EEUU), el BM y el FMI consiguieron reunir, entre todos, 50 mil millones de dólares. Pues bien, por sí solos, los tres primeros fondos de pensiones norteamericanos (Fidelity Investments, Vanguard Group y Capital Research Management) controlan 500 mil millones de dólares...
Los gerentes de estos fondos concentran en sus manos un poder financiero que no posee ningún ministro de economía ni ningún gobernador del banco central del mundo. En un mercado que ha pasado a ser instantáneo y universal, cual-quier desplazamiento brutal de estos auténticos mamuts de las finanzas puede suponer la desestabilización económica de cualquier país.
Los dirigentes políticos de las principales potencias del planeta, reunidos con las ochocientas cincuen-ta autoridades económicas más importantes del mundo en el marco del Fórum Internacional de Davos (Suiza), anunciaron claramen-te hasta qué punto desconfiaban de la nueva consigna de moda, «¡Todo el poder al mercado!», y cuánto temían a la potencia sobrehumana de esos gerentes de fondos. Su fabulosa riqueza, a menudo al abrigo de los paraísos fiscales, se ha liberado totalmente de los gobiernos, y ellos actúan a sus anchas en el ciberespa-cio de las geofinanzas. Éste constru-ye una especie de nueva frontera, un nuevo territorio del cual depende la suerte de buena parte del mundo. Sin contrato social. Sin san-ciones. Sin ley. Excepto las que establecen a su libre arbitrio los protagonistas. Para su mayor provecho.
En tales circunstancias, ¿es de extrañar que, especialmente en EEUU, el desigual reparto de la riqueza continúe agravándose? ¿Y que el 1% de la población más acaudalada constrole aproxima-damente el 40% de la riqueza nacional, es decir dos veces más que en el Reino Unido, el país menos igualitario de Europa Occidental?
«Los mercados votan todos los días -opina George Soros, financiero multimillonario-, obligan a los gobiernos a adoptar medidas impopulares, desde luego, pero indispensables. Son los mercados los que poseen el sentido del estado». A lo que Ray-mond Barre, antiguo primer ministro francés, gran defensor del liberalismo económico, responde: «Dedicidamente, ya no podemos dejar el mundo en manos de un atajo de irresponsables treintañeros que no piensan más que en ganar dinero». El Sr. Barre consi-dera que el sistema financiero inter-nacional no posee los medios institu-cionales necesarios para hacer frente a los desafíos de la mundializa-ción y apertura general de los merca-dos. Hecho que también constata Boutros-Gahli, secretario general de la ONU: «El poder mundial escapa en gran medida a los estados. La mundialización implica el surgimien-to de nuevos poderes que transcien-den las estructurales estatales».
Entre estos nuevos poderes, el de los medios de comunicación de masas se nos muestra como uno de los más poderosos y temidos. La conquista de audiencias masivas a escala planetaria desencadena batallas homéricas. Algunos grupos industriales se han enzarzado en una guerra a muerte por el control de los recursos de las sociedades multimedia y de las autopistas de información que, según Albert Gore, vicepresidente de EEUU, «representan para EEUU hoy lo que representó la infraestructura del transporte por carretera a mediados del siglo XX».
Por primera vez en la historia del mundo se envían mensajes (noticias y canciones) ininterrumpidamente a todo el planeta, a través de las cadenas de televisión enlazadas vía satélite. Actualmente existen dos cadenas planetarias (CNN y MTV); mañana serán decenas. Y revolucio-narán costumbres y culturas, ideas y deba-tes. «Grupos más poderosos que los estados -constantan dos ensayistas franceses- saquean uno de los bienes más preciados por la democracia: la información. ¿Van a imponer su ley en el mundo entero, o inaugurarán una nue-va era de libertad para el ciudadano?».
Ninguno de estos auténticos dueños del mundo han sometido sus proyectos al sufragio universal. La democracia no está hecha para ellos. Están por encima de estas intermi-nables discusiones en las que conceptos como el bien público, el bienestar social, la libertad y la igualdad todavía tienen sentido. No tienen tiempo que perder. Su dinero, sus productos y sus ideas atraviesan sin obstáculos las fronteras de un mercado mundializado.
A sus pies, el poder político es simplemente el tercer poder. El primero es el económico, después de los medios de comunicación. Cuando se posee los dos -como Silvio Berluscone en Italia- conseguir el poder político no es sino una mera formalidad.
Ignacio Ramonet
Le Monde Diplomatique