Lugares sagrados indígenas
Lugares sagrados indígenas
Clodomiro L. Siller A.
Hace miles de años, cuando nuestros antepasados vivían en cuevas y grutas representaban a Dios como Fuego. El fuego mantiene la cueva en condiciones de habitarla, quizá por eso lo escogieron como símbolo de la vida; igualmente, la comunidad se convocaba en torno al fuego para preparar los alimentos y compartirlos; alrededor del fuego, los más ancianos contaban la historia del grupo y las hazañas de quienes habían ido sirviendo a la comunidad. Creían que todos estos aspectos de la vida del pueblo eran una realidad que los sobrepasaba. También experimentaban que si se mantenían como grupo era porque Dios estaba presente en ellos. Compartir la comida iba de acuerdo con el Ser mismo que les había dado la vida como personas y como grupo humano; cuando los viejos echaban “cuentos” sabían que estaban hablando de lo que Dios quería para ellos como pueblo. Todavía hoy, si hay sequía y no llueve, muchas comunidades peregrinan hacia las cuevas, encienden fuego en ellas, hacen ceremonias y sacrificios, y le piden a Dios que les mande la lluvia y la vida. Casi siempre al terminar esos ritos empiezan los temblores.
En muchas cuevas encontramos pintadas las primeras representaciones de todo eso. Allí vemos las manos de quienes las habitaron y de los que celebraron en ellas su encuentro con Dios. Allí están los círculos con un centro que representa precisamente a la cueva y, en medio, a Dios. También en ella encontramos los cuerpos de nuestros antepasados que fueron enterrados cubiertos de flores, o con jarros que contenían agua, y con comida y con otras cosas. Los pusieron allí preparados para un viaje en el que al final llegarían al lugar en donde está El-que-nos-sobre pasa, simbolizado en el fuego, al que llamaron Xiutecúhtli, Señor del fuego, o también HuehueTéotl, el Dios Viejo, la forma más antigua como hablaron de El.
La vida de los grupos humanos se desarrollaba también, en el campo. Las actividades principales eran recolectar fruto y cazar animales. La vida la recibían muy directamente del agua, de la tierra, de los manantiales. Todo esto lo convirtieron también en representación o signos de la relación con el Dios de la vida. Hablaban de Dios como Agua, como Lluvia, como Tierra. Veían a Dios principalmente en representaciones femeninas, vitales. También representaron a Dios como Viento. El era la mediación entre la tierra que pisaban y el cielo que miraban. Entonces los montes, las llanuras y los valles los convirtieron en lugares sagrados. Señalaban un monte, delimitaban un espacio en el valle, circundaban un manantial y esos eran sus templos. En ellos se reunían para celebrar sus encuentro con Dios. Hoy todavía vemos a las comunidades que hacen celebraciones en los montes, en los llanos, en los manantiales. Preparan una explanada y en ellas hacen sacrificio y danzas, de día o de noche, o noche y día. O celebran y danzan, o mueren. En esas celebraciones dan trascendencia a su vida.
La casa fue también un lugar sagrado para cada familia. En ellas se hacían ceremonias que no reunían a todo el pueblo pero que las veían necesarias para celebrar experiencias que habían puesto a las personas o a las familias en contacto con la presencia o voluntad de Dios. Y procuraban poner repisas, mesas o muros dedicados especialmente para lo religioso en las casas. Posteriormente se construyeron altares en toda forma, en los que además colocaban recuerdos que habían de otros lugares o santuarios y que les recordaban a Dios de la misma manera como todo el pueblo lo representaba. Así las casas, como lugares sagrados, estaban estrechamente en relación con otros lugares sagrados mayores. Actualmente estos altares se conservan en formas de mesas sencillas,adornadas con flores y papel picado, ante ellas las familias celebran infinidad de ritos que expresan su sentido religioso y sobre las que ponen las imágenes que mejor expresan su experiencia trascendente.
Cuando las culturas de algunos pueblos se hicieron más complejas y los grupos humanos se organizaron socialmente en ciudades o en ciudades-estado, dentro de ellas construyen espacios, plazas, adoratorios, edificios y conjuntos que estaban dedicados casi exclusivamente a celebrar la experiencia religiosa de los pueblos. Eran lugares sagrados de gran belleza arquitectónica. Lo que allí celebraban era la experiencia de Dios que había reflexionado y de la que hablaban de manera más organizada. Tenían ya su teología. En casi todos los pueblos de nuestro continente, la teología y los lugares sagrados contenían no únicamente el pensamiento religioso de este último momento, sino que también se referían a las experiencias religiosas de los tiempo más antiguos, repensadas y profundizadas. Esto hizo que los primeros misioneros cristianos, allá por el siglo XVI, al ver la riqueza de expresiones y representaciones que tenían los indígenas, pensaran que nuestros pueblos eran politeístas. Por nuestra parte, tenemos muchas crónicas, textos y mitos de las propias tradiciones indígenas de aquellos tiempos que nos demuestran precisamente lo contrario. Los distintos “dioses” no eran otra cosa que distintos nombres que permitían a nuestros pueblos expresar de distintas maneras y en distintos momentos las experiencias religiosas que ellos habían hecho con una sola divinidad.
Muchas veces alrededor de lugares sagrados, ya con prestigio por las concentraciones que en ellos había habido desde tiempos muy antiguos, se fueron construyendo las ciudades, conservando siempre al centro, aquellos adoratorios, y, casi siempre al oriente, los grandes monumentos dedicados al Sol que, junto con la Tierra y la Luna, eran los símbolos más representativos de Dios. De estos lugares conviene recordar La Venta, en Tabasco, México, en donde los más antiguos antepasados de las culturas mesoamericanas hicieron ese enorme templo que no es ni cuadrado, ni circular, ni rectangular, ni cónico, sino a manera de gajos, que todavía hoy nos asombra. Todos recordamos Tiwanaco, en Bolivia, con sus plazas, patios y templos, y con la puerta por donde el Sol pasa para bajar a estar con el pueblo reunido en los inmensos patios hundidos. Así funcionó también el Templo del Sol, colocado exactamente siguiendo el camino del astro, que se construyó en Machu Pichu, Perú, donde Dios desciende a la historia sobre las poderosas alas del Cóndor.
En medio de lo más profundo de la selva del Petén construyeron los Mayas de Guatemala la enorme ciudad ceremonial que conocemos como Tikal en donde se dieron cita personas y pueblos religiosos de todo el mundo antiguo de Mesoamérica. Los mayas que la construyeron procedían y peregrinaban de otros lugares también consagrados como Kaminal Juyú en la misma Guatemala. Hoy nos asombra el Templo de Quetzalcóatl en Chichen Itzá, que realmente no está construido en esa ciudad del actual Yucatán en México, sino que sus arquitectos colocaron en el espacio sideral, relacionando el templo con el movimiento de la tierra alrededor del Sol, de tal manera que, en el momento del equinoccio de primavera, las sombras de sus volúmenes proyectan al atardecer una serpiente luminosa que lentamente desciende desde el templo en la cima hasta completarse al llegar al suelo, precisamente en el día y hora en que han de comenzar las lluvias en esa región. Sol, Lluvia, Tierra, Humanidad, presencia de Dios entre nosotros. En Toniná, en el corazón de la selva de Ocosingo, en Chiapas, México, últimamente ha quedado completamente al descubierto el edificio más grande del mundo antiguo y moderno: el Templo del Sol. Desde sus alturas el juego de pelota al pie del mismo templo se ve no más grande que dos palmas de la mano. Allí está representado nuevamente Quetzalcóatl en un enorme mosaico de piedra caliza; en la cumbre vemos a Dios, como Sol, surgiendo en el amanecer de las fauces abiertas de la Madre Tierra.
Ya sabemos como, al estar desarrollando un conjunto habitacional en Konoquia Mounds, Illinois, Estados Unidos, empezaron a aparecer los restos de lo que fue un enorme templo, construido a imagen y semejanza de la Pirámide del Sol en Teotihuacán, México. Allá los indígenas, que habían construido ese lugar sagrado siguiendo las pautas de los arquitectos que huyeron de la destrucción de Teotihuacán en el 900 d.C., hablaban de Dios como Usen, “el Gran Espíritu”, y entraban así con un nuevo aporte al cauce hondo de las religiones antiguas de nuestro continente. En Teotihuacán el Templo del Sol está al oriente del de la Luna al extremo de una avenida de 5 kilómetros. En la cima de la estructura mayor dedicada al Sol se iba a colocar una representación de Dios como el Señor del Agua, Tláloc; y sobre el templo de la Luna estaba una representación de Dios en su símbolo de Chalchiutlícue, la Señora de los Manantiales, “La-vestida-de-esmeraldas”.
Quien ha estado en Tula, el principal centro religioso tolteca, en México, ciertamente que experimenta la profunda religiosidad de quienes modelaron en altas esculturas a Tlahuicanpantecúhtli, el “Señor del Sol de la Aurora”. Esa es una manera sublime de “hablar” de la continua novedad y renovación de lo divino en la historia. Allí infinidad de veces, representaron a Tlahuizcanpantecúhtli mediante enormes bloques de piedra que llevan en el pecho el Papáotl. “La Mariposa”, el Espíritu que hace trascender todo.
En el mundo indígena hay infinidad de lugares sagrados. Sólo en las costas del Golfo de México el catálogo del Instituto Nacional de Antropología tiene registrados más de 600. ¿Y en la península de Yucatán? ¿Y en el Altiplano? ¿Y en los valles y tierras bajas de Oaxaca? ¿Y en las Huastecas? ¿Y en Honduras? ¿Y en Colombia? ¿Y en Ecuador? ¿Y en las selvas y ríos del Amazonas? ¿Y en las inmensidades geográficas y humanas del Cono Sur que se pierde en la helada Antártica? ¿Y en el enorme casco polar del norte?. No podemos ni siquiera intentar hablar de los principales de estos lugares. Lo que sabemos con certeza es que el mundo, la tierra, la parcela, los manantiales, los ríos y lagunas, el aire y el cielo, la casa, el adoratorio, la plaza, el templo y muchas actividades personales, grupales, sociales y políticas, eran lugares sagrados para nuestros antepasados. Pero, como meditaba Nezahualcóyotl, el más grande poeta y sacerdote de nuestra antigüedad: “Busco a Dios en el templo y no lo hallo./ Lo busco en la filosofía y no está./ Lo busqué en los campos y no lo encontré./ Lo encuentro en la persona humana./ Está en el corazón de mi hermano”.
Toda la tierra y el espacio de nuestro continente es sagrado. Pero el principal lugar sagrado para los indígenas de antes y de hoy es la humanidad, “los merecidos por la penitencia de Dios”, los macehualme. Dios está para la humanidad, se da a conocer por ella y en ella. Dios se hizo persona humana en el Señor de Tula, Quetzalcóatl, para los mesoamericanos; en Wiracocha, para los quichuas; en Cristo, para los judíos. Es siempre el mismo que sabe cómo darse a la humanidad entera. En la persona humana está el Tzintéotl o maíz divino; la persona está hecha de Tierra y de Sol y de Agua, signos y presencia de Dios. Dios pare continuamente a la humanidad y le da vida. Dios se “encarna” de muchas maneras y de muchos modos. Y todas esas maneras y modos y lugares son sagrados.