Machismo y maternidad

Machismo y maternidad

Antonio González Dorado


El machismo es un antivalor cultural latinoamericano, que repetidamente se va denunciando durante los últimos años.

Implica una sobrevaloración del varón en el contexto social. Específicamente supone una sobreestima simbólica de la genitalidad viril, que se traduce en una autonomía incontrolada, prepotente y dominante. Esto origina un ideal de varón, «el macho», al que se contrapone dialécticamente la mujer y, derivadamente, el homosexual. La mayor ofensa que se le podrá hacer a un varón será designarlo como afeminado o «maricón», expresión extraordinariamente compleja según el contexto en que se haga. Alrededor de este núcleo se constituye un «modelo» de varón que es plenamente aceptado y comprendido en su medio ambiente. He aquí algunas de sus características y manifestaciones.

«El macho» es estimado por su dureza y valentía. Se trata de una valentía que fácilmente degenera en agresividad y violencia, a la que tiene que estar preparado en cualquier momento. Por eso un «machete» o una pistola constituyen siempre su mejor adorno. Su fortaleza para dominar la naturaleza bruta es otro de los signos de los que más se enorgullece. La prepotencia le da el prestigio de ser temido.

Pero simultáneamente, en «el macho» se desarrolla la sagacidad. Cree que para triunfar en la vida es también muy importante «ser vivo y letrado», de lo contrario sería tenido por «tonto». En la vida se llega más lejos «sabiendo caminar» que habiendo adquirido una preparación convencional adecuada. De ahí la importancia de tener muchos amigos y parientes poderosos.

Su autonomía se expresa en el derecho al desenfreno. Le gusta tener conversaciones «de hombres». Se gloría de poder beber y gastar lo que quiere, porque no está sometido a la pollera de su esposa. Su descontrol sexual le permite el honor de ser «mujeriego», y las mujeres tienen que comprender que los hombres «son así».

Su lugar normal no es el hogar sino entre sus amigos, en el trabajo o en la farra. Pero cuando llega al hogar se constituye en el rey, porque «en su familia se hace lo que él manda», y jamás se mezclará en actividades que «corresponden» al mundo femenino ni tendrá manifestaciones que juzgue mujeriles o maternas. Por eso se mantendrá dominador y con una característica rudeza sexual, al mismo tiempo que tiene conciencia de que todo se le debe. Cuando lo vea necesario, defenderá a los de su casa «como un macho», y de ninguna manera podrá aceptar la infidelidad de su esposa, lo que incluso lo caracterizará como celoso.

Al mismo tiempo, el macho es creyente. Pero sus manifestaciones piadosas son tímidas y limitadas, aunque participa en los momentos religiosos más solemnes, y gusta de llevar las andas en la procesión y desea morir y ser enterrado como cristiano.

El machismo rompe el equilibrio del binomio varón-mujer. La exaltación machista del varón vacía a la mujer de sus valores, transformándola en símbolo negativo del varón y en objeto de las apetencias sexuales, prepotentes y dominantes del macho. La mujer, lo femenino es un no-valor para el macho, pura negatividad.

Roto dicho binomio, las exigencias de equilibrio propias de toda cultura pretenden, en nuestro caso, salvar la dimensión femenina estableciendo un nuevo binomio original: «macho» (varón) - «mi o nuestra madre» (mujer). Así se recupera también valorativamente el binomio sociedad-hogar, binomio que incluye dos factores positivos y necesarios para el desarrollo de cualquier comunidad.

La maternidad y el hogar, en una cultura machista, es el «otro valor positivo», principalmente interpretado en la relación madre-hijos, más exactamente, «nuestra madre - mis hijos», ya que la mujer-madre, fuera de las relaciones de parentesco filial, puede volverse a constituir en presa y víctima de un machismo descontrolado.

«La madre», como valor positivo para los hijos, va a surgir dialécticamente como el negativo-positivo del «macho». La madre se constituye en el símbolo del hogar. Es el regazo amoroso en el que han de encontrarse todas las virtudes hogareñas. En ella brilla la fidelidad, la honestidad en todos sus aspectos, el ahorro, el orden, el cuidado y la atención.

Frente a la violencia machista, la madre es la que siempre termina comprendiendo y perdonando a los hijos. Si es la ayuda permanente en las necesidades ordinarias, es también la última solución y esperanza en las situaciones límite, cuando para el hombre derrotado ya está todo perdido. Ella ha de ser el testimonio de la piedad religiosa. Y hay una confianza en su sabiduría, porque sólo dice la palabra que conviene a sus hijos.

Simultáneamente aparece como profundamente respetable, siendo tan cercana, dado que existe una conciencia de que la maternidad surge y se desarrolla en el seno del sufrimiento: víctima del esposo o del varón que la abandonó, víctima de la sociedad machista a la que pertenece. Por eso, en el fondo, se la considera con una fortaleza-resistente mayor que la del varón que, lógicamente en un ambiente machista, aparece como misteriosa y dotada de poderes desconocidos.

Así se explica la extraordinaria autoridad de la que queda dotada la madre en una sociedad machista, tanto que adquiere características de «matriarca», decidiendo en muchos momentos con su bendición y su palabra el futuro de sus hijos incluso cuando ya son adultos. No resulta extraño, en ciertos lugares de América Latina, oír a una persona mayor, con un deje de sentimiento y una conciencia de limitación grave, que es «huérfano» porque su madre ya no vive en ese momento: la desaparición de la madre es la desaparición del hogar, donde la familia se sentía reunida y segura.

Por eso a la madre, con frecuencia, se la idealiza y se la idoliza, se la mima, se la festeja. Es la compensación de la mujer en una cultura machista. De ahí la extraordinaria valoración que la mujer tiene de la fecundidad en tales ambientes, aunque a veces le cueste la vida. Ser madre es el ideal y la salvación de una existencia femenina.

Antonio González Dorado

Paraguay


Atención, hermano


El machismo es una forma de pensamiento que se desliza en nuestra vida sin que nos demos cuenta, por ejemplo en el lenguaje. Debemos evitar toda forma de lenguaje «sexista», esa forma de hablar que discrimina a la mujer. Por ejemplo:

No digas «el hombre» o «los hombres» cuando te estás refiriendo tanto a los varones como a las mujeres; di más bien «el ser humano», «la persona humana», «la humanidad»…

No comiences diciendo: «hermanos», sino «hermanas y hermanos».

No digas «Dios creó al hombre…», sino «Dios creó al hombre y a la mujer»,«a los seres humanos»…

Al referirte públicamente a Dios en la oración no digas sólo «Dios Padre»; di con frecuencia «Dios, Padre nuestro y Madre nuestra», para que recordemos que Dios no es varón, que lo masculino y lo femenino son dos dimensiones con las que Dios nos creó a todos «a su imagen y semejanza».

Y más allá de la forma de hablar, examina si tu forma de pensar es machista, si no te duele que lo femenino sea marginado tantas veces como de segunda categoría, si ya haces lo posible para que llegue el día en que la mujer ocupe el puesto de igualdad que le corresponde en la sociedad y en la Iglesia.