Mi historia: María Magdalena
Mariángel Marco Teja Edmonton, Canadá
«Páginas Neobíblicas’2021»
Yo no estaba presente en ese diálogo, pero Simeón nos lo contó. Él no comprendía lo que Jesús le había dicho, que había que nacer de nuevo. Para mí fue una iluminación oírselo decir a Simeón, porque eso exactamente era lo que me había pasado a mí.
Yo toda mi vida había vivido en Magdala, para bien y para mal. Todos nos conocemos tanto, que hay historias de envidias y rencores que parecen pasar de una generación a otra. Soy hija de familia acomodada. Tengo que decir que nunca supe de veras lo que son estrecheces, algo muy real para tantos de mis vecinos. Me casé con un hombre bueno para los negocios, y como yo también era buena para ellos, nos fue muy bien. Almacenábamos, procesábamos y vendíamos pescado. Tuvimos relación con mucha gente, pescadores y comerciantes como nosotros, y disfrutábamos de reputación.
En muy poco tiempo mi marido enfermó y murió. Fue un tiempo convulso y triste en mi vida, sufrí muchas presiones para que vendiera nuestro negocio, pero yo me resistí con todas mis fuerzas. Justo por honrar la memoria de mi marido me aferré más a él; juntos lo habíamos levantado y era mi medio de vida. Los que antes eran nuestros “amigos”, los comerciantes, comenzaron a tratarme mal, a decirme que una mujer no podía hacer ese trabajo, que tenía que vender; su forma de dirigirse a mí era de desprecio, con malas palabras incluso. Yo no podía creer un cambio tan radical en su comportamiento. Jamás se habían portado conmigo así en vida de mi marido. Realmente me hirieron y me sentí humillada. Trataron de hacerme trampas con el dinero. Tuve que ponerme muy firme, utilizar también palabras fuertes con ellos. Eso los endureció todavía más contra mí, y me atacaban y menospreciaban públicamente y en grupo. Fue terrible; me sentí muy sola y aislada; yo misma me endurecí por dentro y constantemente la tentación de la venganza y de desearles mal circulaba por mi mente. Creo que no me perdonaban que fuera mujer. El hecho es que triunfé en mantener mi negocio a flote. Pero fue una victoria agria. Nunca llegaron a tratarme bien, su mirada era de sospecha e incluso hicieron correr habladurías infundadas sobre mí con el fin de desprestigiarme, calumniándome con supuestos amantes. Eran solo habladurías, pero provocaban miradas sucias sobre mí y me hicieron mucho daño. Por eso cuando encontré a Jesús de Nazareth y descubrí que miraba limpiamente y me valoraba, me sentí, como decía Nicodemo, nacer de nuevo. Desde que le escuché la primera vez, no quería más que volver una y otra vez donde él. Me arreglé para que mis empleados fueran cada más independientes y poder ausentarme de Magdala. Me costó tiempo aceptar que era verdad, que a pesar de ser hombre él era distinto. Fue cuando tuve una conversación personal con él, hablando cara a cara, de igual a igual, cuando quedé convencida que realmente su mirada era limpia, que me valoraba de veras y se alegraba y celebraba mis logros. Todo cambió en mí. Era como si la luz hubiera llegado a mi vida para no irse jamás. Y así fue, porque gracias a su valoración yo volví a valorarme a mí misma. Las palabras de desprecio de los comerciantes ya no me herían; incluso yo comencé a tratarles a ellos mejor y en algunos la actitud cambió. Comencé a volver a verme hermosa, a sentirme mujer digna. Dicen que hasta mi expresión exterior cambió, que mis hombros caídos se irguieron. Volví a vivir.
Mi vida entera comenzó a girar en torno a Jesús. Me hice su seguidora fiel junto a otras mujeres y hombres. Él no tenía ningún problema en aceptarnos en su grupo a nosotras las mujeres, a pesar de que eso le acarreó maledicencias a él también. Todos viajábamos juntos y participábamos en las conversaciones y en la vida del grupo. Varias de nosotras teníamos la suerte de tener medios económicos, y éramos las que proveíamos la mayoría de las veces la subsistencia de la comunidad. Eso a él no le humillaba, lo vivía con naturalidad y nosotras se lo agradecíamos. Su mirada me cambió, y puedo decir con conocimiento de causa que no sólo a mí, sino a muchas mujeres. Ante él, nos sentíamos valoradas y eso nos hacía valientes, audaces y creativas.
Le acompañé en muchos de sus viajes por Galilea por los pequeños pueblos, pero regularmente me ausentaba para ir a atender mi negocio a Magdala y comprobar que todo iba bien. Cuando se dirigió a Jerusalén en la pascua en que todo ocurrió, yo no estaba con ellos. Pero de los comerciantes escuché rumores que daban a entender el peligro que le acechaba y me puse nerviosa. Me fui corriendo a Jerusalén. Cuando llegué, en la ciudad se respiraba tensión. Nada más que encontré a uno de nuestro grupo, me confirmó que los peores presagios se estaban cumpliendo: habían apresado a Jesús y lo estaban juzgando. No me lo podía creer. Una de nosotras me dijo que había llegado también a Jerusalén la madre de Jesús. Juntas corrimos a buscarla. María, su madre, era una mujer buenísima que ya había sufrido mucho cuando Jesús había sido rechazado en algunas ocasiones. Yo no he llegado a ser madre, pero no creo que pueda haber mayor dolor para una mujer que ver a su hijo sufrir. Intentamos adelantarnos al lugar donde se dirigían. Cuando los soldados que custodiaban a Jesús y los otros dos hombres llegaron al lugar, nos alejaron de malas maneras y nos obligaron a quedar a una distancia considerable.
No pudimos tener más comunicación con él que nuestra presencia. Yo creo que él nos vio y que supo que estábamos allí para él. Estar allí de pie era lo único que podíamos hacer para sostenerle. De cuánta crueldad somos capaces las personas humanas. Nada peor podía ocurrir, y estaba sucediendo. Al grupo de mujeres que estábamos con su madre se nos unió Juan. El dolor extremo lo envolvía todo.
De lo que sucedió después tengo una idea general, estaba tan aturdida por el dolor que fui dejándome llevar por los sucesos. José de Arimatea vino con una escalera a recoger el cuerpo. Fue entonces, al tocar su cuerpo, cuando me desplomé. Yo no podía dejar de llorar. Habían matado al Amor. Los hombres tomaron las riendas de poner el cuerpo en una sábana y llevarlo a una cueva excavada que no estaba lejos. Juan y alguna de las mujeres se llevaron a María. Como autómata, yo seguí a los que se llevaban el cuerpo de Jesús. Era incapaz de hacer nada práctico, de ayudar en nada. Pero tampoco podía hacer otra cosa que acompañarlo hasta donde fuera. Las otras mujeres tuvieron que arrancarme de allí ya de noche y nos fuimos todas a una casa. Era imposible descansar. Pasé toda la noche preparando aromas y vendas limpias. Al bajarlo de la cruz no se había podido tener cuidado de su cuerpo. Ya antes de amanecer, yo me dispuse a salir de la casa, y algunas de las mujeres me acompañaron. Mientras caminábamos hacia la tumba, empezamos a comentar cómo íbamos a ser capaces de mover la piedra de la entrada. No era sensato ni caminar de noche, pues era peligroso, ni presentarse allí sin ayuda para poder entrar. Definitivamente el amor no sabe de lógicas. Lavar y preparar su cuerpo era lo único que nos podía consolar en ese momento. Cuando al llegar vimos la piedra de la entrada corrida, el desconcierto fue enorme. Temblando nos asomamos y no vimos el cuerpo donde lo habían puesto los hombres. Con aquello ya no podíamos, ni su cuerpo muerto respetaban. Ni me di cuenta cuando se fueron las otras mujeres. Sólo sé que yo no podía dejar de llorar y que allí me quedé, fuera sentada sobre la tierra sin consuelo. Y entonces sí que sucedió lo que nadie se va a creer. Llegó un hombre, y me preguntó por qué lloraba. Yo le conté y le supliqué que si sabía algo de donde estaba el cuerpo de Jesús que por favor me lo dijera, solo quería limpiarle y prepararle. Y entonces fue cuando él pronunció mi nombre y le reconocí. La alegría fue tan grande e indescriptible, que hasta hoy no tengo palabras para expresarme. Me dejó abrazarle; era verdad, era él. Me hubiera gustado no soltarle, pero él me desprendió de sí y desapareció. Ahora sí que corría ligera a la ciudad; la alegría era tan grande que tenía que contarlo a todos. Por supuesto que no me creyeron. Me disculpaban el trastorno por todo lo que había sufrido. Sólo cuando Pedro y Juan volvieron de la tumba diciendo que estaba vacía, empezaron a preguntarse si lo que yo decía tenía algún sentido. Hasta que no se encontraron ellos personalmente con Jesús, no me creyeron a mí. De cualquier forma, de nuevo volví a tener la experiencia de nacer de nuevo. Saber que Jesús resucitó cambió todo. Ya nada sería igual; pero no solo para mí, sino para todos. El resto de mi vida la he dedicado a trasmitir todo lo que he aprendido junto a Jesús y a testimoniar que Él está vivo. Soy buena organizadora, así que he jugado un buen papel en los comienzos de esta comunidad de creyentes en el resucitado. No me quejo, ahora sí que gozo de reconocimiento y prestigio, incluso de los hombres. Segura en su amor para siempre, nada temo y todo lo puedo.