Monólogo de Ocosingo a San Cristóbal

Monólogo de Ocosingo a San Cristóbal

Eva Bodenstendt


Eva Bodenstendt, San Cristóbal de las Casas, 12 de enero de 1994.

[La Jornada, México, 13 de febrero de 1994, pág. 7].

Crónica de un monólogo en la ruta de Ocosingo a San Cristóbal..

Una combi colectiva, teatro de sordos.

«¡Eres prensa! ¿Quieres que te diga? ¿Quieres que te cuente? Pues escucha, que te voy a decir lo que es ser indio, te voy a contar la vida de un indígena». Seis pasajeros enmudecen, se comen sus últimas palabras ante el grito amenazante de un hombre.

En la combi que apenas deja atrás un Ocosingo angustioso para ir a un San Cristóbal habitado de espera, no se va a escuchar más voz que la de Elías.

Ya antes de partir, su estado de ánimo se impone cuando desesperado golpea la caja musical donde un Chaplin se mueve al ritmo de las notas. «Se lo llevo de regalo a mi hijo Homero», anuncia, y las miradas se vuelven hacia otro lado; evitarán toda la travesía cruzarse con la del indio Elías.

«¡Eres prensa!», vuelve a gritar clavando sus palabras en la esperanza de comunicarse y el conductor le recuerda que lo subió con el compromiso de que se comportara. Elías calla y toma un trago generoso de su cerveza. Guarda la cajita musical y espera a que Ocosingo se pierda tras las curvas para volver su rostro hacia el asiento de atrás.

Su aliento deja inmóvil a un cuarentón que a su lado teme un inoportuno encuentro. Elías mira un momento el perfil simuladamente inexpresivo y emite unas palabras y recuerdos.

«Mis abuelos fueron acasillados de Jorge de la Vega Domínguez. También estaban ahí mis familias. Todos trabajábamos su tierra. Mi tía no sabía trabajar y le pusieron los dedos en el comal. Todavía vive y todavía los tiene quemados. Yo como hijo fui entendiendo. Los domingos llevaba los guajolotes a vender al mercado de San Cristóbal. Aquí arriba en la cabeza lo cargaba, estaba yo bajito», sus manos muestran la estatura de entonces y se posan sobre el hombro del vecino.

No hay reacción, no se aleja, ningún nervio de su cuello, ninguna expresión se atreve a mostrar disgusto. El silencio de los pasajeros es un teatro de sordos.

«Luego mi abuelita compró tierra siendo la mitad de la cosecha para un patrón. Las gallinas tampoco valían. Los rancheros no querían pagar cinco pesos por una, sino cuatro. Yo no se las daba. Siempre quieren pagar menos por todo, con tierra y gallinas seguimos siendo despojados. Lo que producía el indio lo acaparaba el ranchero y el indio no podía decir nada porque lo golpeaban.

«Entonces -enfatizó- era el 1970 y yo era niño. Ayer cumplí los 37 y ya viví lo que es la marginación».

Elías bebe de su cerveza festejando su cumpleaños. Invita. «¡Yo estoy de acuerdo con la rebeldía de los zapatistas!», grita, y el silencio de la combi se rompe por tensión y hablan los alientos y piden clemencia. Al frente, por todos lados, el primer retén de militares.

«Sí, escúchenlo bien, todos, estoy de acuerdo con ellos -dice Elías-, la razón es justa, pedimos justicia. No pedimos otra cosa sino justicia, y si soy chismoso que me maten. El indio se manifiesta siempre callado y ahora despertó en armas».

El puño de Elías se estrella contra el techo de la combi y en los hombros de los pasajeros se hunden encogidas las cabezas.

«Despertamos en armas pero no es una guerra, es una manifestación para que nos respeten. ¿Sabes? Aquí en Chiapas tenemos la inteligencia que nos quitaron. ¿A poco crees que había cemento en Chiapas? No había cemento ni varilla y tenemos a Pelenque, a Bonampak, a Yachilán. No, Chiapas no tenía nada, solamente la inteligencia que tenemos que recobrar. Porque nuestra inteligencia nos la golpearon, tanto nos golpearon la cabeza, con fierros y palos, con marginación, con ignorancia, con látigos y mientras nos golpearon -se golpea la frente- que nos dejaron como burros, como bolo (ebrio) que estoy desde que llegó Colón en 1492».

La historia de México recorre los labios de Elías con tristeza y precisión.

«¿Cabrones, cabrón Absalón y Patrocinio?», su puño vuelve a remover la pacífica tensión y luego se abre y sus manos se extienden y sus dedos parecen querer acariciar la tierra que pasa de largo mientras la tarde se pasea sobre las laderas.

La camioneta se detiene y los militares abren las puertas. Sólo algunos deben bajar. Afuera Elías sube los brazos y las manos de los soldados recorren su cuerpo. Es el único indio y todas las miradas recaen sobre él. De su bolso son sacados un par de huaraches, la cajita musical de Chaplin, un radio y una lata de cerveza que no es devuelta. Todas las miradas sobre Elías. Todas las miradas sobre los soldados. Todas las miradas entrecruzadas y las sonrisas apagadas.

La prensa dentro del trasporte espera. Esperan los demás. Los otros vuelven a subir. Elías también.

Ahora se posa sobre sus rodillas y su cuerpo se balancea hacia atrás. Su rostro está muy cerca, su fleco lacio se mece sobre su amplia frente que vuelve a golpear con su mano abierta mientras con la otra deforma la lata semivacía y cálida de cerveza.

Sus dientes blancos y enteros se muestran en una primera sonrisa.

«Nos salió nuestra rebeldía del corazón, de nuestra conciencia. Esta es la rebelión de los indígenas, de la pobreza. Yo ya no tengo miedo a los rancheros ni a los ladinos; no tengo terreno, no tengo nada. Valgo 15 pesos porque soy peón de albañil y hago las casas de los demás. ¿Qué puedo comprar con 15 pesos a mis hijos y a mi mujer?».

Termina de beber el líquido ya caliente y sus palabras vuelven a escurrirse, vuelven a escapar de una mente cicatrizada de tanto callar.

«¿Cuándo nos van a respetar? ¿Hay que levantarse en armas? ¿Hay que llorar de hambre? ¿Cuándo nos van a respetar? El Ejército saqueó las casas; cuando llegaron nos dijeron que nos metiéramos debajo de la cama y se llevaron a mi hermana. Apareció en Palenque. Había un bravo militar que me dijo: «y tú, cabrón, qué quieres? Tú eres zapatista», y me dio, me humilló. Me fui caminando cuatro días de Ocosingo a San Cristóbal, escondido en los ranchos, porque soy maestro y me conocen. Yo hablo tzetzal, tzotzil, chol y español; gracias a Dios hablo español y he leído mucho; leí La Ilíada, y por eso mi hijo se llama Homero. También leo el Tiempo y La Jornada.

El ambiente en la combi sube en temperatura. El conductor clava su mirada en el retrovisor. Unos abren las ventanillas y el aire frío se estrella en la piel de los que ya quieren llegar.

«Y si matan a nuestro padre Samuel, si lo matan -amenaza-, eso no lo aguanta México, no lo aguanta porque es el padre de los indios y vamos a brotar como hormigas, vamos a picar como las hormigas por todas partes, por donde quiera vamos a salir. Mejor que lo cuiden, porque es nuestro Hidalgo, que dio la Independencia y quitó la esclavitud».

Un último retén militar antes de llegar a San Cristóbal. La noche terminó de consumir la luz. Los soldados pegan sus rostros a los vidrios y dan paso libre.