Monseñor Romero ante el Imperio

MONSEÑOR ROMERO ANTE EL IMPERIO

Gregorio Rosa Chávez


¿Recuerdan ustedes la carta de Monseñor Oscar Arnulfo Romero al Presidente de los Estados Unidos, Jimmy Carter, a propósito del envío de armas al ejército de El Salvador?: “Lo que necesitamos no son balas, sino frijoles”, dijo el querido pastor el 17 de febrero de 1980 en la catedral de San Salvador. El pueblo rubricó esa posición con un aplauso atronador. Un mes más tarde, Monseñor Romero –el mártir más conocido y amado del siglo veinte- caía abatido por una bala. Caía como grano de trigo en el surco en el que germinaría la liberación de su pueblo. Lo profetizó él mismo en su última homilía, en la pequeña capilla del hospital La Divina Providencia:

“el que se entrega por amor a Cristo al servicio de los demás, ése vivirá como el granito de trigo que muere, pero aparentemente muere. Si no muriera se quedaría solo. Si da cosecha es porque muere, se deja inmolar en la tierra, deshacerse; y sólo deshaciéndose produce la cosecha”.

Ya había comenzado la guerra en El Salvador, una guerra que él vio venir y que intentó en vano detener.

1. Monseñor Romero se enfrenta al imperio

La carta al presidente Carter nunca fue enviada a su destinatario, pero Monseñor la leyó en su catedral después de esta introducción: “Movido por esta inquietud –la de un gobierno que “sólo está basado en las Fuerzas Armadas y en el apoyo de algunas potencias extranjeras”- es que me he atrevido a hacer una carta para el mismo presidente Carter y que la voy a mandar después de que ustedes me den su opinión”.

La carta decía, entre otras cosas:

“Me preocupa bastante la noticia de que el gobierno de los Estados Unidos está estudiando la manera de favorecer la carrera armamentista de El Salvador enviando equipos militares y asesores para entrenar a tres batallones salvadoreños en logística, comunicaciones e inteligencia. De ser cierta esta información periodística, la contribución de su gobierno en lugar de favorecer una mayor justicia y paz en El Salvador, agudiza sin duda la injusticia y la represión en contra del pueblo organizado, que muchas veces ha estado luchando por que se respeten sus derechos más fundamentales”.

En la parte conclusiva, leemos:

“Sería injusto y deplorable que por la intromisión de potencias extranjeras se frustrara el pueblo salvadoreño, se le reprimiera e impidiera decidir con autonomía sobre la trayectoria económica y política que debe seguir nuestra patria” (Homilía, 17.02.80).

Al volver a su casa, Monseñor Romero se colocó frente a su grabadora y consignó en su Diario –que, como sabemos, lo “escribió” con el micrófono-, lo que quiso comunicar al pueblo a la luz de la palabra de Dios:

“La homilía se prolongó por una hora y cuarenta y cinco minutos. Hablé de la pobreza con el esquema del documento de Medellín, presentándola como una denuncia contra la injusticia del mundo, como un espíritu que se vive, apoyándose en Dios, y como un compromiso, el de Jesucristo que se compromete con los pobres, y desde allí, la Iglesia también cumple la misión de Cristo para llamar a todos a la salvación. Y con esta luz de las bienaventuranzas, que se leyeron hoy en el evangelio, iluminé la realidad del país para condenar el egoísmo de la riqueza que se empeña en mantener sus privilegios y para dar también las orientaciones desde las exigencias de los pobres a la política del país” (Su Diario, 17.02.80).

Años más tarde, su digno sucesor, Monseñor Rivera pronunciaba otras palabras proféticas que el Papa Juan Pablo II repitió en Roma el 15 de octubre de 1984, cuando se realizó la primera reunión de diálogo entre el gobierno salvadoreño y la guerrilla, con la mediación de la Iglesia: “Las armas vienen de fuera, pero los muertos son todos salvadoreños”.

Ahora, en un mundo unipolar, ¿cómo no pensar en la guerra en Irak?:

“los muertos de Irak –señala el presidente de Cáritas Italiana- no tendrán el privilegio de la sepultura, ni de los nombres sobre sus tumbas, ni al menos de que conozcamos un número aproximado de víctimas que debemos recordar: no sabremos jamás cuántos son los desaparecidos, aniquilados por un misil inteligente, carbonizados o disueltos dentro de un tanque, sepultados en un bunker eliminado por un cohete hipertecnológico, matados por el fuego amigo o enemigo” (Monseñor Francesco Montenegro).

¡Qué lejos estamos de la famosa frase de Monseñor Romero en Lovaina, al recibir el doctorado “honoris causa”: “La gloria de Dios es que EL POBRE viva”!

2. Monseñor Romero, un hombre que se dejó conducir por el Espíritu

¿Quién fue este hombre que habló con tanta claridad? ¿Cómo se explica el paso de una actitud conservadora, tímida y vacilante, a la libertad total del profeta de fuego que, poniendo su confianza sólo en Dios y su palabra, se enfrenta con los poderes de este mundo? ¿Fue realmente un profeta o un hombre manipulado políticamente?

Monseñor Ricardo Urioste, presidente de la Fundación Romero, es el hombre más citado en el Diario del querido pastor y su más cercano colaborador. Cuando le preguntaron maliciosamente si Monseñor Romero fue manipulado políticamente, respondió: “Sí Monseñor Romero se dejó manipular… por el Espíritu Santo. El siempre se esforzó por ser

fiel a Dios”. Por eso consultaba tanto y sufría ante tantas preguntas candentes que le golpeaban el alma desde la realidad dramática que vivía su pueblo. Día a día el Espíritu lo fue modelando, en un proceso doloroso y liberador.

Quienes conocimos a Romero como sacerdote en la diócesis de San Miguel, podemos dar fe del profundo cambio que se fue produciendo en él a lo largo de los años. En esa época su amor a los pobres se quedaba en el nivel asistencial y de promoción humana. Todavía faltaban otras etapas en su proceso de conversión: preguntarse por qué existen los pobres, comprometerse con su liberación integral y luchar por el cambio de estructuras que llevasen a una verdadera reconstrucción del tejido social.

La piedra de toque fue el redescubrimiento de Medellín, gracias a su encuentro con Monseñor Pironio, cuando éste predicó un retiro espiritual a los obispos de América Central. El santo obispo argentino se convertiría a partir de entonces en el amigo fiel y el confidente durante las tensas visitas de Monseñor Romero al Vaticano.

Después del retiro Monseñor Romero superó las barreras que se habían levantado en su mente debido a las “relecturas de Medellín”. A este respecto es útil recordar tres momentos de ese camino de conversión.

El primer momento fue de resistencia militante ante lo que él considera una mutilación de los documentos de Medellín: “Los han mutilado quienes sólo conocen malamente los documentos de justicia y paz para entresacar de ellos sólo lo que conviene a sus intentos demagógicos” (Semanario ORIENTACIÓN, 12.08.73).

Más matizada es la visión que refleja el editorial que publicó el mismo semanario algunas semanas más tarde:

“Un hecho de la vida de la Iglesia, tan trascendental para América, se ha desfigurado por la exageración de dos extremos: el de los que no quieren dejarse llevar adelante por el vigoroso soplo del Espíritu Santo que impulsa a una presencia más dinámica ‘en la actual transformación de América Latina’ y el de los que quieren acelerar tanto ese dinamismo que hasta han llegado a confundir las exigencias del Espíritu con el espíritu de una revolución anticristiana” (Ibid., 23.09.73).

Pasemos al segundo momento, que se da un año más tarde, cuando Monseñor Romero toma posesión de la diócesis más joven de El Salvador. Una biografía muy documentada trata de demostrar que fue allí, en contacto con la realidad de los pobres, donde el pastor fue profundizando su conversión: “Me mandan después a Santiago de María y allí sí me vuelvo a topar con la miseria: con aquellos niños que se morían nomás por el agua que bebían, con aquellos campesinos malmatados en los cortes de café…” (Zacarías Díez y Juan Macho, “En Santiago de María me topé con la miseria”).

En esa Iglesia particular Romero se presenta a sus fieles por medio de una carta pastoral titulada “El Espíritu Santo en la Iglesia”. Aunque no contiene ninguna referencia al magisterio latinoamericano, hay un compromiso como pastor: “espero cumplir, con la asistencia del Espíritu Santo, mi difícil misión profética. Aun en el necesario caso de la denuncia, hoy tan de moda, será el mío un lenguaje de amor de pastor que no tiene enemigos sino a aquellos que voluntariamente quieran serlo de la verdad de Cristo”.

El cambio llegó a su plenitud cuando empuña el cayado de arzobispo de San Salvador y entra en contacto con los entresijos del poder económico, político y militar. Fue allí donde pudo percibir en forma evidente la maldad del imperio, un imperio que él desnudó domingo a domingo con una clarividencia y valentía que todavía hoy nos sorprenden. Aquí hace suya la visión de Iglesia que propone Medellín: “Esta es la Iglesia que yo quiero. Una Iglesia que no cuente con los privilegios y las valías de las cosas de la tierra. Una Iglesia cada vez más desligada de las cosas terrenas, humanas, para poderlas juzgar con mayor libertad desde su perspectiva del Evangelio, desde su pobreza” (Homilía, 28.08.77).

“Monseñor, dicen que usted se ha convertido”, le pregunté durante una entrevista radial. “Yo no diría que es una conversión –respondió-; diría que es más bien una evolución”.

Hombres libres como él son los que iluminan y estimulan nuestro caminar en los albores del nuevo milenio y nos estimulan a seguir desnudando, también nosotros, el nuevo imperio.

Por Gregorio Rosa Chávez

Obispo Auxiliar de San Salvador