Nuevo socialismo, profundización de la democracia

Nuevo socialismo, profundización de la democracia

Joan Subirats


1. ¿Democracia?

La democracia es hoy una palabra, una expresión, un término que de tanto ser utilizada por propios y extraños, cada vez explica menos. El uso y abuso de “democracia”, su aparente inatacabilidad, convierte cada vez ese concepto en más redundante, en algo que no distingue políticamente a casi nadie. Todos vemos cómo los grandes organismos internacionales y multilaterales, las grandes potencias mundiales, cualquier Estado y cualquier actor político en cualquier lugar, usa el término y lo esgrime para justificar lo que se hace o para criticar lo que no se hace. Pero, en cambio, lo cierto es que si recuperamos su sentido original, el profundo sentido transformador que tuvo, entenderíamos que no es posible que la palabra democracia aparezca tan frecuentemente en boca de muchos dirigentes políticos, económicos y sociales, que de demócratas tienen bien poco si atendemos a su forma de hacer y los intereses a los que sirven.

No podemos confundir democracia con las reglas básicas que fijan la elección de los gobernantes (asamblea representativa, igualdad de voto, libertad de elección entre candidatos y partidos que compiten entre sí, decisiones tomadas por mayoría con respeto y garantías para las minorías, principio de responsabilidad del gobierno). Esas reglas son, indudablemente importantes, pero no pueden agotar el significado profundo de democracia. La lucha por la democratización de nuestras sociedades ha sido larga e intensa. Y aquí, cuando hablamos de democratización nos referimos a otro de sus significados históricos: la igualdad, una igualdad no sólo jurídica sino también social y económica. No podemos olvidar que cuando la burguesía consiguió liderar el fin de los monarcas absolutistas en las revoluciones inglesa y francesa, allí mismo surgieron personas y grupos que luchaban por conseguir una libertad y una igualdad real. Los primeros demócratas fueron claros adversarios de la visión estrictamente liberal y representativa de la política, y reivindicaron la utopía social, la igualdad real de las personas de toda condición.

Desde entonces, los cambios de los últimos años, el gran cambio de época al que asistimos, está provocando que los vicios de esa visión estrictamente formal y representativa de la política se hayan puesto aún más de manifiesto. No podemos confundir los valores de la democracia, su pasión por la igualdad, con el estricto cumplimiento formal de unas reglas que muchas veces sirven precisamente para justificar la desigualdad rampante.

En muchos casos, la visión de que democracia es sólo «elecciones y partidos», viene acompañada de un vaciamiento creciente de nuestra capacidad de influir en la acción de gobierno. Y ello es así a pesar de que formalmente mantengamos nuestra condición de ciudadanos (lo cual no siempre ocurre: recordemos los miles de inmigrantes que cumplen sus deberes como ciudadanos, pero no tienen derechos de ciudadanía política). Todo ello conduce a que se vaya produciendo un creciente debilitamiento de la capacidad popular de influir y condicionar decisiones que nos afectan enormemente, y con ello se pierde buena parte de la legitimidad de una democracia que sólo mantiene abiertas las puertas de los ritos formales e institucionales. Por otro lado, la globalización económica ha provocado que los poderes públicos sean cada vez menos capaces de condicionar la actividad económico-empresarial, y en cambio las corporaciones sigan influyendo y presionando a unas instituciones que no disponen de los mismos mecanismos para equilibrar ese juego de los que disponían antes.

Al final de cuentas, lo que predomina es una «democracia de baja intensidad», en la que aumenta la conciencia sobre las limitaciones de las capacidades reales de gobierno de las instituciones en el nuevo escenario de mundialización económica, mientras los actores político-institucionales parecen estar cada vez más encerrados en su universo autosuficiente.

2. Socialismo y transformación social

La democracia no tiene por qué considerarse como un fin en sí misma. Lo que está en juego, la pregunta que podría hacerse, sería: ¿cómo avanzamos hacia un mundo más justo, en el que los ideales de libertad e igualdad puedan cumplirse de manera más satisfactoria? No creo que la respuesta pueda ser otra que democracia. Pero, una democracia que recupere el sentido transformador, igualitario y participativo que tenía hace años. Y que por tanto supere esa visión utilitaria, minimalista y encubridora de profundas desigualdades y exclusiones que tiene ahora en muchas partes del mundo. Una democracia como respuesta a los nuevos retos económicos, sociales y políticos a los que nos enfrentamos. Y ello entiendo que nos lleva indefectiblemente a cuestionarnos el sistema económico capitalista en el que se ha desarrollado esa visión restrictiva y formalizadora de una democracia domesticada.

En efecto, recordemos que capitalismo y democracia no han sido nunca términos que convivieran con facilidad. La fuerza igualitaria de la democracia ha casado más bien mal con un sistema económico que considera la desigualdad como algo natural con lo que hay que convivir inevitablemente, ya que cualquier esfuerzo en sentido contrario sería visto como distorsionador de las condiciones óptimas de funcionamiento del mercado. No queremos con ello decir que democracia y mercado sean incompatibles. De hecho existen mecanismos de mercado con raíces milenarias. Lo que es mucho más reciente es esa visión totalizadora del capitalismo que ha convertido toda relación social en mercantil, y que ha conducido a que la economía se convierta en algo divinizado y naturalizado, como si fuera la lluvia o un accidente geográfico. No podemos aceptar que se nos diga que tal alternativa «no es económicamente posible», ya que hemos de poner en cuestión que exista una sola manera de hacer las cosas. La economía es un artificio humano que debe estar al servicio de las personas, y no las personas al servicio de la economía. Hemos de buscar fórmulas de desarrollo que, más allá de las capacidades de asignación de recursos de que dispone el mercado, recupere capacidades de gobierno que equilibren y pongan fronteras a lo que hoy es una expansión sin límites visibles del poder corporativo a escala mundial, con crecientes cotas de desigualdad y de desesperanza para muchas personas y colectivos. Y para ello necesitamos recuperar la dignidad y el sentido transformador del socialismo como renovada utopía social.

Hemos de llevar el debate de la democratización a esferas que parecen hoy blindadas: qué se entiende por crecimiento, qué entendemos por desarrollo, quién define costes y beneficios, quién gana y quién pierde ante cada opción económica aparentemente objetiva y neutra. Necesitamos recuperar el sentido político y transformador de muchas experiencias sociales que parecen hoy simplemente «curiosas» o resistentes a la individualización dominante. Entendiendo que hay mucha «política» en lo que aparentemente podrían simplemente definirse como «nuevas dinámicas sociales».

La política no se acaba en las instituciones. Política quiere decir capacidad de dar respuesta a problemas colectivos. Por tanto, parece importante avanzar en nuevas formas de participación colectiva y de innovación democrática que no se desvinculen del cambio concreto de las condiciones de vida de la gente. No tiene demasiado sentido seguir hablando de democracia participativa, de nuevas formas de participación política, si nos limitamos a trabajar en el estrecho campo institucional, o en cómo mejoramos los canales de relación-interacción entre instituciones político-representativas y sociedad. Democracia transformadora y nuevo socialismo están hoy inevitablemente unidos en esa renovada búsqueda de la justicia social.

Finalmente, quisiera destacar otros elementos significativos desde mi punto de vista. La tradición en la que se inscribe la izquierda occidental, ha tendido a conectar los procesos de transformación social con procesos de cambio que básicamente ocurren desde «arriba», y a partir de los recursos y conocimientos de «los que saben». En estos momentos, esas dos perspectivas son claramente limitadoras en la línea de democratización igualitaria en la que estamos reflexionando. Conviene recordar que hay muchos tipos de conocimiento y de saberes, y que por tanto es muy importante recuperar las «memorias» de la transformación y de los cambios sociales, recuperar y valorar el conocimiento tácito e implícito de muchos actores sociales y de muchos sectores populares, que aspiran no sólo a ser objeto de atención política y de preocupación transformadora, sino también sujetos políticos con voz propia. La democracia transformadora, participativa e igualitaria por la que apostamos, debe recuperar la voz, la presencia y los saberes de los que han estado tradicionalmente excluidos de las decisiones que les afectan.

 

Joan Subirats

Instituto de Gobierno y Políticas – UAB

Barcelona, España