Nuevo socialismo y religión

Nuevo socialismo y religión

Joaquín García Roca


El socialismo abandonó el ropaje de las ideologías políticas, que escondían maquinarias de muerte; abandonó el ropaje de las tradiciones culturales, que se distanciaban de los perdedores de la historia; abandonó el ropaje de las confesiones religiosas, que sometían las conciencias, para domiciliarse en una Utopía real y viable que no se cancela sólo en prácticas e instituciones socio-económicas sino que se despliega en nuevos impulsos, valores emergentes y brújulas para la acción. De este modo, trasciende la esfera de la gestión política y genera valores, sentidos para la vida, expectativas de futuro y esperanzas para una vida más humana.

Por eso es «nuevo», aquel socialismo que no está mancillado por totalitarismos sino sostenido por multitud de testigos en torno a una Nueva Humanidad; que no está manipulado por intereses institucionales sino alimentado por movimientos sociales arraigados en las condiciones históricas; que no está contaminado por la inflación ideológica sino seducido por la existencia del sufrimiento de la gente en torno a una Tierra sin Males.

Se trata de una Utopía liberadora, de honda raigambre bíblica, que se hermana con el movimiento de Jesús de Nazaret. Se alimenta del hambre y sed de justicia, que llevó a los primeros cristianos a generar nuevas formas comunitarias de vida humana. Se fortalece en la opción por los empobrecidos, y se acredita en las prácticas liberadoras a favor de los últimos. Quien haga suya la urgente y necesaria atención a los sufrimientos y esperanzas de los pobres encontrará en los movimientos socializantes un préstamo para la critica radical a las ideas dominantes hoy en el ámbito económico, y una inmunización frente a las actuales justificaciones teológicas del neoliberalismo. Hay algo en el socialismo que recoge aquel espíritu de Jesús que no puede clausurarse ni con restauraciones ni con prácticas inquisitoriales.

Amanecen condiciones sociales para la novedad de un socialismo nuevo, construido desde abajo, con capacidad trasformadora, heredero de luchas populares y sueños diurnos, que ya anda encapsulado, como germen en tiempo de invierno, y se despliega en acciones concretas, en movimientos emergentes, en protestas airadas, en proyectos comunitarios, en nuevos dominios de la vida.

1.- Otro mundo posible

Hay una conciencia política y religiosa, que permite imaginar que otro mundo mejor es posible como horizonte moral y socio-político de la humanidad. Es un proceso que universaliza la dignidad humana, la vida participada, la justicia en paz, el desarrollo sostenible.

Antes de instituirse en sistema político y en instituciones económicas, el socialismo se domicilia en el deseo de que las cosas puedan ser de otra manera. Es una Utopía del cambio permanente, que se presagiaba en el anuncio evangélico de la conversión radical como nueva residencia mental y cordial, dispuesta incluso a cambiar lo cambiado. Un socialismo dogmático, una religión inhumana y un socialismo y una religión estáticas y aisladas son esperanzas muertas. Los mayores portadores de esperanza, hoy, son aquellos que anuncian que «otro mundo es posible y necesario».

Ahí están los movimientos de mujeres que se sacuden el yugo del patriarcalismo milenario y buscan definir su identidad en reciprocidad con lo masculino. Ahí están los movimientos religiosos, que propugnan un diálogo de religiones más allá de sus respectivas ortodoxias. Ahí están los movimientos a favor de la tierra, que proclaman el destino universal del planeta. Ahí están los defensores de los derechos humanos que gritan la común dignidad de los humanos. Ahí están los movimientos de resistencia altermundistas, que se aventuran a preguntar «progreso hacia qué y progreso para quién».

2.- Un mundo interdependiente

En el socialismo nuevo late la conciencia, profundamente religiosa, de que todos los seres forman una realidad orgánica e interconectada por el proyecto de Dios, que crea una nueva alianza del ser humano con la naturaleza y amplía el «nosotros» a escala planetaria. Se trata no sólo de un cambio de escala, sino de un cambio de residencia mental y cordial.

Esta interdependencia se puede construir con los mimbres del neoliberalismo, que provocan desplazamientos poblacionales y diásporas del terror y de la frustración, o con los mimbres de la solidaridad, que producen cada vez más interacciones y vínculos entre los pueblos, entre sus culturas, sus religiones, sus tradiciones. Ya no estamos unidos sólo por la frustración de los cayucos que llegan a las costas de los países del Norte, ni por los «mojados» que pasan los «Ríos Grandes», ni por los contenedores de mercancías que salen de las fábricas, ni por las finanzas especulativas, que producen ganancias sin producción... Hay una construcción de la interdependencia que traspasa las fronteras y hace que la soberanía estatal sea una quimera. La interdependencia se podrá construir sobre el miedo o sobre la solidaridad, sobre el choque de civilizaciones o sobre el diálogo civilizatorio de la familia humana, con su diversidad de culturas y religiones, sobre el libre mercado o sobre un nuevo orden internacional... La experiencia de la catolicidad está ya al alcance de la mano.

3.- Un mundo diverso

La geografía de lo social, como la tierra misma, está sometida a movimientos sísmicos, que acoplan sus piezas; los continentes viven deslizamientos que desplazan personas y realizan trasvases de poblaciones a fuerza de desequilibrios. Reprochaba Mousa, un senegalés al llegar a la frontera de Europa: «Si Uds. levantan muros, nosotros construiremos túneles». Las derivas producidas por las desigualdades sociales y los desequilibrios demográficos, están sometidos a la fuerza de la realidad. Ajustarse las piezas es cuestión de justicia; las migraciones masivas son los rumores de quienes reivindican, desde hace siglos, respeto y reconocimiento.

Hay países que se deslizan o se hunden; los olvidados se desplazan hacia el Norte o descienden a los infiernos. Las pateras y cayucos son las ondas de un campo magnético sometido a la gravedad.

La era de los movimientos poblacionales, internos y externos, requiere de una nueva Utopía que no desplace a nadie requerido como mano de obra por el capitalismo mundial o inducido por situaciones intolerables. Cada vez son más las personas que imaginan la posibilidad de que, en un futuro, ellos o sus hijos vivan mejor aunque eso signifique ir a trabajar a otros lugares, lejos de donde nacieron. Allí donde es posible imaginar una mayor libertad, unas mejores condiciones de vida y un proyecto más satisfactorio de realización personal y familiar se activa la condición migratoria. La movilidad constituye parte del mundo cotidiano, local y globalmente. Junto a las migraciones por causa económica, nace hoy la internacionalización de la solidaridad. Nace una sociedad civil mundial que conecta los pueblos y produce lo trasnacional.

La identidad única ya no es un modelo viable, ni necesario, ni posible. Todo lo que es único, ha -fracasado. En su lugar emergen actores plurales, identidades múltiples, religiones e historias compartidas.

4.- Un mundo de personas

La nueva utopía socialista no puede prescindir del sujeto como ser personal, comunitario e histórico, más bien debe reparar la desvalorización que de las capacidades personales han hecho ciertas ideologías e instituciones. Esta devaluación es el paso previo al sometimiento y a la dominación. En esta tarea el socialismo nuevo y el cristianismo convergen. El primero, porque cree que las estructuras y los sistemas pueden ser trasformados; el segundo porque postula que siempre es posible llegar al dolor del otro. Ambos están obligados a tener fe en los seres humanos y a crear un lenguaje, unas prácticas y un sistema conceptual que capten las infinitas capacidades creadoras de los humanos.

La más grave capitulación de la Utopía consiste en convertir a las personas en objeto de control, consumando así una política sin participación y sin reconocimiento de los derechos humanos. La Utopía del nuevo socialismo, desde la experiencia liberadora de la fe, no destituye a las personas en provecho de procesos estructurales, ni les priva de capacidad de elección en sus proyectos vitales. A la luz y por la fuerza de una Tierra sin Males, los perdedores no se sienten sofocados por determinaciones económicas, por densas que sean, ni seducidos por las comodidades del bienestar, por seductoras que sean, sino que se sienten protagonistas de su propia liberación y ligados a un poder que vence la impotencia. Y aunque se multipliquen las tramas estructurales, los empobrecidos son sujetos que aman y esperan, luchan y resisten, oran y desesperan juntos.

La Utopía humana y cristiana se compadece mal con la figura del dominado e impotente que se repliega sobre sí mismo y no arriesga su vida por el otro, en la creación de vida común, en el fortalecimiento de redes de apoyo, en la participación asociativa, en el cuidado a los desechados, en la gestión de lo público.

La religión ofrece al nuevo socialismo capacidad de resistencia y voluntad de comunidad frente al desencanto y a la desesperanza, esas sombras inevitables de todo proyecto histórico. Se necesita toda la ilusión posible, que entraña el socialismo y todo el desencanto necesario, del que advierte la religión, para que la acción trasformadora no lleve al derrotismo ni a la desesperanza, sino a cuanto de vida podamos alumbrar.

 

Joaquín García Roca

Valencia, España