Origen antropológico de la Religión

Origen antropológico de la Religión

Eduardo Hoornaert


Los antropólogos enseñan que, desde su aparición en el planeta Tierra, los humanos han mostrado capacidad de sentir la presencia de algo que no aparece, pero que -de una u otra forma- se revela. Un tremular de la hierba junto a la vereda del caminante revela la posible presencia de una cobra, lo que es una preciosa ayuda en la vida, y es una de las razones del éxito del ser humano en la evolución. Nuestra capacidad de sentir lo extraño y misterioso abre caminos nuevos, no sólo en el sentido de prevenirnos ante el peligro (la mordida de la cobra), sino para dar sentido al confuso enmarañado de acontecimientos con que nos confrontamos en la vida. Tejiendo conjuntos cohesionados, a base de relacionar eventos revelados, nos dotamos de un sentido para nuestras vidas.

O sea, el organismo humano está provisto de instrumentos de atención ante lo que se le revela, y es capaz de insertar esa experiencia en un sentido global coherente. Ése es el origen de la religión, según los antropólogos.

La Bíblia hebrea está repleta de relatos que muestran esa capacidad humana de presentir algo y de dar un sentido más profundo a datos aparentemente ordinarios. Noé contempla un arco extendido sobre las nubes (Gn 9,13) y ve en él una señal de Yavé; en un mediodía caluroso, tres visitantes extraños se acercan a la tienda de Abram en Mambré y él presiente que le traen un mensaje importante (Gn 18,1-15); Moisés sospecha la presencia de Yavé en una zarza en llamas; más tarde, presiente la presencia de Yavé detrás de las nubes que cubren la cumbre el Sinaí; sentado a la entrada de su refugio, Elías siente la presencia de Yavé en una brisa suave; observando la llegada de pequeños pájaros en el árido desierto, los israelitas exultan: «Yavé nos está enviando maná del cielo»; observando una polvareda que se levanta en el desierto, sienten de nuevo un mensaje de Yavé; en el temblor del horizonte, a los viajantes por el desierto les parece ver el paraíso; de repente, el burro del profeta Balaam se niega a continuar por el camino y el profeta decide no proseguir el viaje; en medio de un banquete en el palacio, Nabucodonosor ve los dedos de una mano misteriosa moverse sobre el yeso de la pared (Dn 5,5); al huir de Jerusalén después de la derrota de Jesús, los discípulos de Emaús extrañan la presencia de un hombre que inesperadamente aparece en el camino (Lc 24,13-35); a las puertas de Damasco, Pablo, de repente, no consigue dar un paso más (Hch 9,1-22).

Hoy no es diferente: alguien está tomando una cerveza en una taberna y se asusta al ver, pintado en la pared, el ojo penetrante de Dios; el enfermo mira asustado al ángel cruel que sostiene la balanza de los elegidos y condenados en una pintura del juicio final que las hermanas enfermeras colocaron en la pared del hospital. Y muchos otros casos que diariamente podemos averiguar, si prestamos atención.

Nosotros, los humanos, somos religiosos por naturaleza. Nuestra naturaleza religiosa se manifiesta de las más diversas maneras, pero de cualquier modo, tenemos la capacidad de sentir algo más allá de lo que nuestros cinco sentidos nos informan, por más que ese sentimiento siga siendo misterioso, impreciso y frecuentemente enigmático.

Eduardo Hoornaert

Lauro de Freitas, BA, Brasil