Otra Iglesia es necesaria y posible
Otra Iglesia es necesaria y posible
Volver a Medellín
Jon Sobrino
1. La profecía: «otra Iglesia es necesaria»
Hay muchas cosas buenas en la Iglesia de América Latina: recientes encuentros en Ecuador en recuerdo de Leonidas Proaño; en Chiapas, celebración con don Samuel Ruiz; en San Salvador en el XXX aniversario del martirio de Monseñor Romero. Y sobre todo la vida el trabajo, la entrega, el aguante, la esperanza y la fe de innumerables personas y comunidades.
Pero es también inocultable el deterioro en la Iglesia y su declinar comparándola con Medellín. Para que otra Iglesia sea posible, antes es necesaria la conversión, buscar fuentes de aguas vivas y, cuando las ha habido, volver a ellas. Entre nosotros, volver a Medellín. Allí y entonces tuvo lugar una irrupción de los pobres y de Dios en ellos. Eso dio a luz a una nueva Iglesia, comunidades, obispos y sacerdotes, vida religiosa, seminarios, movimientos de laicos y laicas, teología, pastoral, liturgia y sobre todo mártires que recordaban a Jesús. Nunca había ocurrido cosa igual.
Medellín no ha desaparecido del todo, pero en su conjunto, sobre todo en su dimensión institucional y jerárquica, la Iglesia se ha ido distanciando de él, cuando no le ha dado la espalda, con notables excepciones. Más bien han proliferado movimientos espiritualistas e integristas, mundanos y ajenos al Jesús del evangelio.
Por sus exigencias no es fácil mantener vivo a «Medellín», como no lo es mantener vivo el evangelio. Pero además, en su contra ha habido campañas, duras y duraderas, por parte de los poderosos del mundo, y a veces de la Iglesia institucional. En los setenta se le declaró la guerra. Puebla logró mantenerlo con dignidad. En Santo Domingo el olvido se hizo inocultable. En Aparecida, se dieron pasos para la reversión. Algo se ha recuperado su aliento, no suficientemente.
La conversión a Medellín debe ser historizada, sin duda. Los pobres que irrumpen hoy no son sólo carentes, sino excluidos, indígenas y afroamericanos, cada vez más mujeres y niños. El Dios que irrumpe es el de Jesús, pero con sumo respeto a los de otras religiones. Esta historización es necesaria, pero no hace obsoleto a Medellín: en el pobre y en el crucificado, y junto a ellos, está Dios. Como en Isaías y Amós los oprimidos están en el centro, unifican todos sus oráculos. Medellín no suprimió nada, pero, como Jesús, puso a todo en su verdadero lugar.
La exigencia de volver a Medellín, puede parecer desatino. Dados los cambios históricos, ningún mimetismo es posible, y además no es deseable, pues acaba con la esperanza siempre nueva. Pero hay que recordar tres cosas. 1. Salvadas las distancias también sería desatino intentar volver a la pascua de Jesús, sobre todo volver al crucificado -lo que ocurre con mucha dificultad, no por ser pasado, sino por ser cruz-. 2. Al soñar un futuro mejor, los profetas se remitían al origen, no por ocurrir en el pasado, sino por ser principio que principió realidades salvíficas. Hablaban así de un nuevo éxodo, recordando la realidad y las exigencias que acompañaron al antiguo. 3. Nunca como en Medellín -y Monseñor Romero- la Iglesia ha superado con mayor eficacia las tentaciones que la amenazan desde el principio: el docetismo, es decir, la irrealidad en su estar en el mundo; y el gnosticismo, es decir, la irrealidad en ofrecer salvación, tentación que Marcos vio con toda claridad desde el principio y por eso presentó a un Jesús inmanipulablemente real. Ni siquiera en el concilio la Iglesia fue tan real como en «Medellín». Y no hay que olvidar lo que dice Comblin: «otro Medellín puede ocurrir».
2. La utopía: «otra Iglesia es posible»
También hay esperanza, pero no de cualquier Iglesia otra.. Mencionamos algunas dimensiones de esa Iglesia, por la que hay que trabajar, insistiendo, dialécticamente, sólo en algunos puntos que implican conversión y utopía.
a) Una Iglesia de pobres sufrientes. Es el principio. fundacional. Una Iglesia latinoamericana, inserta, de mestizos, indígenas y afroamericanos, junto con europeos. Iglesia local con su propia cultura, abierta a otras, más a las de África y Asia. Evangelizadora, movida por el Espíritu a anunciar a los pobres la buena noticia, y -sin ignorar el espíritu del año de gracia- a amenazar con malas noticias a los poderosos y opresores, de modo que Lc 6, 20-26 impida volatilizar a Mt 5, 3-11, y sean los pobres con espíritu. Evangelizadora en pobreza, sin poder y despojada de la arrogancia ante otras iglesias y religiones. Que religiosos y religiosas tomen en serio la pobreza que prometieron, y que su jerarquía se pregunte, como lo hizo en Medellín, si vive o no en pobreza. Una Iglesia respetuosa y amiga de la razón y de la libertad de los pobres, sin infantilizarlos para que una fe adulta no ponga en peligro su introyectada sumisión a la autoridad eclesiástica. Y sobre todo, una Iglesia que entre en el mundo de los pobres, se conmueva con sus sufrimientos, los haga suyos, los considere como algo último, toque lo último histórico y sea así teologal.
b) Una Iglesia del pueblo. «Difícil hablar de Monseñor Romero sin hablar del pueblo», decía Ellacuría. Que la Iglesia sea ella misma pueblo, no institución. Cercana a todos, pero más a grupos populares. Que considere a los pobres gestores de su destino, conscientes, organizados y activos para luchar por la verdad y la justicia, también junto con universidades, ojalá con seminarios. Iglesia profeta, con la ayuda de la doctrina social, pero teniendo antes la vista en el sufrimiento de los oprimidos. Iglesia que unifica a Dios y al pueblo, como Monseñor Romero en su última homilía en catedral: «En nombre de Dios, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos: les suplico, les ruego, les ordeno, en nombre de Dios: cese la represión».
c) Una Iglesia de mujeres. Dejar y fomentar que hablen, aunque duela lo que dicen, precisamente porque es verdad. Sin las mujeres se hunde la Iglesia -y muchas veces el país entero-. Ofrecen una entrega, finura y sencillez de las que hay déficit en la institución. No irrespetarlas con exégesis simplistas para seguir como estamos, y para hacer monopolio de varones el poder sagrado que otorga el ministerio.
d) Una Iglesia de «buenos pastores» -problema inocultable- con nuevas actitudes que configuren a la jerarquía: fraternidad, libertad y gozo en contra de sometimiento, imposición y miedo a Roma; el sabor del «pacto de las catacumbas»; ir de la mano de los pobres, no de los potentados. Y la colegialidad primera, la de la amistad entre ellos, como en Ríobamba en 1976, y en la calle Washington, Puebla, en 1979. Con el agradecimiento a sus hermanos, «padres de la Iglesia latinoamericana», cuatro de ellos mártires: Angelelli, Ponce de León, Romero, Ramos -don Hélder y Casaldáliga, se salvaron por error de los asesinos-. Y con el agradecimiento a Pablo VI en Mosquera y Medellín.
e) Una Iglesia de Jesús, el de Nazaret, que no quede diluido en medio de devociones de todo tipo. Que siga vivo el Jesús que irrumpió con los pobres y con su Dios, que tanto gozo causó a los pobres y tanto miedo a sus opresores. Y que no ocurra lo que dijo el gran inquisidor: «Vete y no vuelvas más». A ese Jesús hay que seguir. Es camino al Cristo y la salvaguarda de que Cristo no acabe siendo otro símbolo de poder.
f) Una Iglesia de Dios, el de estas citas. Guamán Poma: «Dios, del más chiquito guarda memoria». Puebla: por ser pobres «Dios los defiende y los ama». Monseñor Romero: «Quién me diera, hermanos, que el fruto de esta predicación fuera que cada uno de nosotros fuéramos a encontrarnos con Dios y que viviéramos la alegría de su majestad y de nuestra pequeñez». Casaldáliga: «Todo es relativo menos Dios y el hambre».
g) Una Iglesia de mártires, de misericordia consecuente con los pobres. Es lo que más ha caracterizado a la Iglesia de Medellín. Con ello se cierra el círculo que comenzó con el sufrimiento de los pobres: una inmensa nube de testigos, obispos, sacerdotes, religiosas, innumerables laicos y laicas, cristianos y cristianas admirables. El martirio es el «mayor amor» y no se puede ir más allá, pero se puede precisar. En América Latina, no han dado la vida por cualquier amor sino por defender a víctimas, mayorías pobres, inocentes, indefensas. Esa Iglesia ha sido martirial por ser, como Jesús, misericordiosa hasta el final. Los mártires son los consecuentemente misericordiosos, los padres y madres de la Iglesia latinoamericana. Hacen que el deterioro no sea mayor, y de ellos y ellas sigue viviendo lo mejor de nuestra Iglesia. Cambian los tiempos, pero sigue siendo necesario el temple martirial: la decisión a arriesgar y a no rehuir conflictos por defender a millones de víctimas.
Dios sabe en qué medida «otra Iglesia es posible», pero Ellacuría sí tuvo esperanza hasta el final en una civilización de la pobreza y en una Iglesia de los pobres. Y en Dios. «Hombres nuevos, que siguen anunciando firmemente, aunque siempre a oscuras, un futuro siempre mayor, porque más allá de los sucesivos futuros históricos se avizora el Dios salvador, el Dios liberador».
Jon Sobrino
San Salvador, El Salvador