Otro consumidor para la otra economía

Otro consumidor (soberano) para la otra economía

Carlos Ballesteros


El consumo es una cultura

«Sociedad de consumo» puede entenderse como un conjunto determinado de valores, creencias, ritos, lenguajes, símbolos, instituciones y formas de relacionarnos las personas unas con otras; una forma de vida caracte-rística de un grupo humano, que es a lo que los sociólogos dan el nombre de cultura. El consumo es una cultura, una forma de ver y entender el mundo, y de dirigir el comportamiento de las personas.

Efectivamente. Estamos organizados alrededor de ritos (ir de compras), instituciones donde expresarnos (centros comerciales, televisión), un lenguaje (el publicitario), una forma de relacionarnos con los demás (comprar y vender, comparar lo que tienen otros), valores (propiedad privada, tanto tienes tanto vales…) símbolos. Estamos inmersos en un sistema que invade cada vez más ámbitos de la existencia de las personas, y trata de dar sentido y regir su vida y comportamiento.

Valores entre los que se podrían mencionar la preocupación por la belleza y la salud, por la juventud, o por lo natural, se ven reflejados en las pautas de consumo al buscar un cierto hedonismo y un sentirse bien consigo mismo, tanto en lo físico como en lo intelectual o espiritual. Así, la composición, no tanto cuantitativa como cualitativa, del gasto en alimentación, en belleza, cosmética y deporte o en ocio, evidenciaría esta búsqueda de evasión, de placer. Se demuestra así que el consumo llega a ser lo que da el sentido final al comportamiento de las personas, pues de él depende la posibilidad de cumplir el proyecto de vida que tienen.

La cultura del consumo es una cultura opresora

Esta cultura de la que se habla, sin embargo, sólo es posible para una pequeña parte de la población mundial: 1.700 millones (una cuarta parte de la población mundial) que es lo que se calcula que forma la clase consumidora mundial. Efectivamente, según se desprende de los datos que proporcionó el Worldwatch Institute en su informe La Situación del Mundo 2004, tan sólo un 28% de la población mundial vive en esta cultura, aunque en las zonas del mundo industrializado esta clase supone cerca del 80%, el 17% en los países en desarrollo. Se podría entonces hablar de una cultura opresora a tres niveles:

El del yo. Como bien expresaron Alicia Arrizabalaga y Daniel Wagman en su libro Vivir mejor con menos (1997), es necesario pasar del «ya que no puedo poseer todo aquello que deseo, me conformaré con lo que tengo», al «puedo vivir mejor si aprendo que la felicidad no viene de la mano de las posesiones, el consumo y el dinero». En plena crisis de ideales en la que parece haber entrado nuestra sociedad, el consumo se presenta para muchas personas como una manera (sino la única) de obtener la felicidad. Como queda reflejado en las conclusiones del grupo interdisciplinar de profesores «Proyecto Deseo Humano»: Sabemos que queremos algo y lo queremos con vehemencia y pasión, pero se tiene la impresión de que no podamos averiguar de qué se trata. Esta incapacidad nos hace sentir extraños, sobre todo cuando nuestra especie está tan obsesivamente atenta a todo lo que concierne a su satisfacción y cuando la cantidad de cosas que adquirir, que hacer, que experimentar –que desear- es mayor que nunca (...). Al igual que el corazón y la mente humana, la cultura del mercado –la vida como una gran negociación de “quiero esto, quieres aquello, te vendo esto y me vendes aquello”- ocupa casi todas las actividades humanas.

El de los demás. El sistema de consumo mundializado mantiene relaciones de desigualdad con los países productores de materias primas o intensivos en mano de obra barata. Las sociedades desarrolladas demandan cada vez más productos a un menor coste unitario de producción mientras venden sus productos de alto valor añadido en un mercado mundial. La liberalización a la entrada de mercancías de países en vías de desarrollo, el empeoramiento de las condiciones laborales, incluso la explotación de la mano de obra de los países productores, la concentración de la riqueza, etc. son algunos de los ejemplos de cómo esta sociedad desarrollada se aprovecha de los demás.

El del planeta. Los problemas ecológicos afectan a todo el planeta, pero se sufren de forma distinta: mientras en los países industrializados es, esencialmente, un problema de calidad de vida, en los menos desarrollados es un problema de supervivencia. En la raíz de muchos de los problemas de estos países está el deterioro ambiental que en su mayor medida está creado por aquellos países con mayores índices de consumo y residuos. La causa del deterioro medioambiental hay que encontrarla en los hábitos que caracterizan a la sociedad de consumo, que podría decirse que se basan en el derroche de energía.

Surgirían así cuatro grandes cuestiones que deben enfrentar los consumidores/habitantes de esta cultura

1ª, ¿está proporcionando nuestro creciente nivel de consumo una mejora de la calidad de vida de la clase consumidora mundial?

2ª, ¿puede la sociedad consumir de forma equilibrada, consiguiendo armonizar consumo y conservación del medio ambiente?

3ª, ¿pueden las sociedades reorientar las opciones que se ofrecen a los consumidores para que su capacidad de elección sea real?

4ª, ¿puede la sociedad conceder prioridad a satisfacer las necesidades básicas de toda la población?

La respuesta, obviamente, es o debería ser afirmativa a las tres últimas cuestiones y negativa a la primera. El coste personal que conlleva un nivel elevado de consumo (endeudamiento; tiempo y tensión asociados a trabajar cada vez más para satisfacer las necesidades cada vez mayores del consumo; tiempo dedicado a la limpieza, cuidado y mantenimiento de las cosas que se poseen; sustitución de afectos...) unido al desequilibrio medioambiental y social que provoca el elevado consumo de la sociedad actual, obligan necesariamente a estas respuestas y a realizar nuevas propuestas. Reorientando las prioridades de la sociedad hacia una mejora del bienestar, en vez de la mera acumulación de bienes, podría utilizarse el consumo no como el motor de la economía, sino como herramienta para mejorar la calidad de vida.

Soberanía consumidora

En economía, el consumidor siempre es tratado con respeto y cariño, pues no en vano es la razón de ser del mercado, la causa por la que se produce y el objeto de deseo de marcas que compiten por su voluntad, su fidelidad y su bolsillo. Cuando se busca en diccionarios económicos la definición de soberanía del consumidor, suelen aparecer términos como «Característica de un sistema de libre mercado donde los consumidores orientan la producción»; «Idea según la cual los consumidores deciden en última instancia lo que se deberá producir (o no) mediante el acto mismo de escoger lo que habrá de comprarse (y lo que no)». En definitiva se está hablando de un empoderamiento del consumidor convertido en indiscutible gestor del mercado.

Sin embargo, esta omnipotente característica de un soberano que con sus preferencias guía la economía no es del todo cierta ni defendible. En un mundo competitivo y basado en el consumo desaforado, el truco es hacer creer al consumidor que es libre de elegir lo que quiera, siempre que quiera lo que se le ofrece. Al igual que los monarcas absolutos en el Despotismo Ilustrado del siglo XVIII, que usaban su autoridad para introducir reformas en la estructura política y social de sus países, parecemos estar asistiendo actualmente a un Consumismo Ilustrado: «todo para el consumidor pero sin el consumidor».

Además, ese consumidor supuestamente sujeto de derechos y deberes, no puede (o no quiere) ejercerlos. En términos legales la cobertura es perfecta: cualquier ciudadano tiene derecho a comprar sólo lo que quiera comprar. En la práctica no es así: son derechos mayoritariamente desconocidos, lejanos y redactados pensando en el consumidor individual. Proteger su seguridad, su salud y sus intereses; promover la información y la educación para elegir con libertad (pero sin olvidarse de elegir)... En cuanto a deberes la cosa es más sencilla: el único deber del consumidor parece ser pagar. No se suele hablar del deber de informarse sobre las condiciones sociales y medioambientales en las que se ha producido lo que se está comprando.

A esta primacía del consumidor individual, dueño y señor del mercado, se contrapondría este nuevo concepto de Soberanía Consumidora. Si Soberanía Alimentariaes el derecho de los pueblos a controlar sus políticas agrícolas, a decidir qué cultivar, a producir localmente respetando el territorio, a tener en sus manos el control de los recursos naturales (agua, semillas, tierra...), la Soberanía Consumidora debería entenderse como el derecho de las personas a decidir colectiva y responsablemente qué, por qué y para qué quieren consumir. El mecanismo de mercado debería así funcionar como una forma de participación política en la que los consumidores pasemos de la racionalidad y el utilitarismo como criterios de comportamiento fundamentales a criterios de transformación global que pongan a las personas, al Planeta y a sus relaciones de consumo en el centro de la decisión.

 

Carlos Ballesteros

Madrid, España