Otro cristianismo es posible
Otro cristianismo es posible
Autónomo, responsable, liberado
Centro ECUMÉnico Diego de Medellín
En nuestro continente americano y caribeño crece la conciencia de nuestras diferencias respecto a otros pueblos y de las que existen entre nosotros. Nuestras identidades locales y regionales han sido y siguen siendo tejidas y modeladas desde miles de historias particulares, cada una con sus luces y sus sombras, sus olores y sabores, sus odios y sus amores, sus terrores y sus experiencias de liberación.
En ese contexto se entretejen las historias de nuestras religiones y de nuestros ateísmos. Historias de dioses que llegan de afuera desplazando a los de la tierra, pero historias también de la sublevación, abierta o clandestina, de los dioses aborígenes en contra de los advenedizos. Historias de alianzas entre «divinidades» de menor cuantía, los «santos» de los pobres, con otras que, aunque traídas de afuera por los dominadores, son maternales –como la Virgen María– o sufrientes –como el Cristo azotado y coronado de espinas-. De estas historias promiscuas se han originado hibridaciones únicas, a veces amables y cercanas, como en los bailes de La Tirana, otras terribles, como cuando justifican expoliaciones ajenas o autoflagelaciones.
La religión «oficial» dominante, es decir, la católica, o las religiones que se van volviendo «oficiales», como algunas de las protestantes, temen tal promiscuidad y se sienten amenazadas, pues ellas pretenden ser las únicas «verdaderas». Esta pretensión se ve hoy cuestionada, además, por la racionalidad científico-técnica que desde la escuela y la TV va siendo cada vez más la de todos, letrados e iletrados. De ella se deriva una concepción del mundo que hace difícil la creencia en un «Dios» ejerciendo su poder «desde arriba» o «desde afuera» de este mundo, con amenazas de castigo para los díscolos y de premios para los obedientes en una «eternidad» sin tiempo ni espacio.
Éstas y otras imágenes del lenguaje religioso se han vuelto incompatibles con la concepción del mundo y de la historia que se ha venido desarrollando desde la Ilustración hasta nuestros días, cuyos pilares son: la mundanidad de la tierra, la llegada del ser humano a su edad adulta y autónoma y, por consiguiente, a su responsabilidad histórica para construir o destruir la tierra, no obstante su propia precariedad.
De ahí que las mujeres y hombres de hoy estamos sospechando que nuestras decisiones diarias y nuestro destino sobre la tierra no se hallan predeterminados en ningún libro celestial, ni prescritos de antemano en códigos divinos, ni siquiera en la ley de Moisés, sino que a «Dios» y al «diablo» (así entre comillas) los encontramos, como lo decían Dostoiewsky y Sartre, en nuestro propio corazón, es decir, como facetas de nuestra alma y no como seres aparte a cuyo poder, bueno o malo, estemos expuestos. Así también, barruntamos que el «cielo» y el «infierno» se hallan desde ahora en las profundidades de nuestra alma y en la forma de relacionarnos que sepamos crear en nuestro entorno humano sobre esta parcela del cosmos que es la tierra. De estas sospechas, estamos ya bastante persuadidos, aún sin saber expresarlo con claridad.
Sin embargo, si somos miembros todavía de alguna iglesia, apenas si nos atrevemos a balbucear estos barruntos o persuasiones íntimas... Mujeres y hombres del siglo XXI, necesitaríamos pensar y hablar más libremente acerca de tales dudas, pues ellas constituyen parte de nuestra conciencia adulta, sin sentir que por ellas debamos ser acusados de herejía.
Los pueblos originarios parecen no tener tantos remilgos religiosos frente a la mundanidad de la tierra, porque para ellos la divinidad no está ni arriba ni afuera, sino en las cosas mismas. En ellas perciben, por la vía de la intuición, una energía más que humana, pero sin embargo de este mundo, que las habita. La vida que fluye por las venas y los cauces todos de esta tierra germina desde una energía inmanente con una potencialidad e impulso internos. Esta intuición nace de una forma de conocimiento (intuitiva y no analítica) y de unos presupuestos racionales (respecto al ser de las cosas) más acordes con el materialismo de las ciencias, que con algunas interpretaciones eclesiásticas oficiales. En el sentir de los pueblos originarios, el «ser» de lo divino no estaría afuera, sino adentro, en el interior mismo de este mundo.
En nuestra América, la de las muchas culturas, todas y todos participamos en mayor o menor grado de estas diferentes concepciones del mundo, tanto de las originarias como de las más modernas y de las que subyacen a las culturas antiguas en que se expresó la Biblia. Participando en todas ellas, sentimos con mayor o menor claridad las contradicciones que las oponen. Hay quienes logran vivir su vida religiosa en un plano, afirmando, con fe de carbonero, «verdades» incomprensibles y, paralelamente, en otro plano, mantener una concepción del mundo más moderna. Es la actitud, de suyo inestable y bastante precaria, de quienes piensan que hay que acatar la fe sin razonarla ni menos cuestionarla.
Cada vez más cristianos sienten desasosiego e inquietud dentro de sus iglesias por no poder hablar en ellas de las sospechas mencionadas más arriba. A ello se agrega el peso de la estructura autoritaria de las iglesias, su orientación moralista, el lenguaje legalista e impositivo de algunos de sus pastores. Al mismo tiempo, estos cristianos inquietos buscan formas inéditas del seguimiento de Jesús donde su vida adquiera sentido.
A quienes les interese profundizar en esta problemática, les recomendamos el libro Otro cristianismo es posible. Fe en lenguaje de modernidad (Editorial Abya-Yala, Quito, Ecuador, 2006, 243 pp., en la colección «Tiempo axial»), cuyo autor es el P. Roger Lenaers, sacerdote jesuita de nacionalidad belga. Nos permitimos apuntar aquí algunos de sus aportes y anotar también, desde nuestro punto de vista latinoamericano y caribeño, las que nos parecen ser algunas de sus limitaciones.
Este libro describe descarnadamente el cambio de esquemas o paradigmas de pensamiento de nuestra época, cambio que nos aleja radicalmente de los esquemas mentales bíblicos y más todavía de los de la iglesia medieval en los que se han quedado detenidos una buena parte de nuestros catecismos y tratados de teología. Por ello, el libro apunta a la necesidad de encontrar un lenguaje que ayude a vivir hoy la fe cristiana dando cuenta de ella en forma coherente de cara a la cultura contemporánea. Nos parece que esta preocupación atañe a todo el pueblo de Dios, no sólo a los letrados. Todos, también los pobres, tienen derecho a una fe adulta y razonablemente formulada, como lo dice con otras palabras el teólogo Antonio Bentué (A. Bentué, Un más allá en medio nuestro, «Pastoral Popular», octubre 2008, p. 19). Esta necesidad lleva consigo la de criticar fundamentalmente el discurso de la institución eclesiástica.
El libro de Lenaers acierta en esta su doble crítica, pero, escrito desde Europa, deja en la sombra algunos aspectos que desde nuestra vivencia latinoamericana completarían su propuesta de nuevo lenguaje. Leyéndolo desde nuestras diversidades culturales propias, nos haría falta, primero, una reflexión sobre el «lugar teológico» de la realidad de la pobreza y del antagonismo y lucha de intereses en nuestra sociedad. Desde la perspectiva europea, estas realidades no son tan visibles ni urgentes como lo son entre nosotros. Es, pues, comprensible que el libro de Lenaers no las subraye como temas de reflexión teológica.
En segundo lugar, este libro deja en la sombra una dimensión del lenguaje religioso en el que se contiene buena parte de la «verdad» del mismo, dimensión que se halla en cambio muy presente en las religiones de nuestros pueblos originarios: la de la expresividad simbólica. Pues la «verdad» del símbolo consiste en recoger la necesidad tan resentida en nuestras latitudes de decirnos unos a otros el sentido último de nuestra vida, nuestros anhelos y nuestras esperanzas, nuestras alegrías y nuestras frustraciones -contándonoslo con todos los colores, las melodías y los tonos a nuestro alcance, como Jesús contó del Reino en parábolas-. Esta «narrativa», esencial para la vida, sólo se realiza en forma de símbolos y sistemas simbólicos poéticos o religiosos. Si el lenguaje de nuestras iglesias ha dejado de tener sentido, es tal vez porque se ha encerrado en el género didáctico de las «lecciones de cosas», como si las «cosas religiosas» (gracia, virginidad, trinidad, espíritu santo, divinidad, otra vida...) fueran «objetivas». Sería deseable que en vez de ello, nos las narremos mutuamente, insertadas en experiencias humanas, propias o ajenas, personales y sociales, como signos de que es posible abrir y hermosear la convivencia humana más allá de la cerrazón de los sistemas científicos, económicos y políticos.
Criticar el lenguaje religioso es sólo un primer paso para comprenderlo. Volver al símbolo religioso y recobrarlo tras la crítica es tal vez la única manera de narrar el «sentido» de la vida, y por tanto, de ponerse en el camino de su búsqueda.
Centro ECUMÉnico Diego de Medellín
Santiago, Chile