Paradojas de la libertad

Paradojas de la libertad

Marc Plana


Procuramos construir sociedades y modos de vida que nuestra propia cultura está destruyendo diariamente. El capitalismo forma parte de nuestra cultura. Como se trata de procesos históricos, no podemos, simplemente, volver al tiempo perdido y reconstruir lo que fue destruido. Con el material de las ruinas culturales de ahora y con la memoria de antes, necesitamos construir la cultura del «buen vivir», como algo nuevo y heredado, sobre la base de «otra economía». Pensar esa «otra economía» significa «producir bien», para que todos puedan hacer aquello que los medios de producción y la naturaleza permiten, sin explotar a los otros por el trabajo ni alienarlos por el consumo.

La defensa de la libertad tiene un valor irrefutable cuando se propone como arma ante la tiranía. Ante el riesgo de convertirnos en objetos a manos de intereses ajenos, la defensa de la libertad es la garantía de poder perseguir la idea de bien que cada uno sienta como más necesaria para sí (y no la que unos pocos decidan que es la mejor para todos).

Sin embargo, algo deberíamos sospechar cuando el concepto libertad es un término tan aceptado hoy por todo tipo de ideologías. Libertad como participación y autonomía fue la demanda de los años 60, pero también fue la palabra clave de los gobiernos conservadores de Thatcher y Reagan. Libertad es el grito del oprimido ante la ley del más fuerte, pero también es la defensa capitalista para que el más fuerte no ceda «lo suyo» ante las necesidades colectivas y la redistribución de la riqueza. Libertad es hoy un concepto tan popular que cabe delimitar entornos y usos. No podemos defender la libertad del zorro en el gallinero. Hay límites. A grandes rasgos, se trataría de potenciar una libertad entendida como medio para conseguir una sociedad más humana, ante la defensa ciega de la libertad hasta el absoluto:

- Empecemos con lo principal: la libertad no sirve para todo. Ahí nos jugamos nuestra dignidad como humanos. Victoria Camps escribió: «No se predica el autogobierno, como un valor en sí, de los animales, ni de los niños, ni de nadie que carezca de criterio para autoconducirse. Se predica de los humanos. ¿Por qué y para qué? Para que realicen su humanidad. La autonomía es, sin duda, condición de humanidad. El ser que vive sólo bajo constricciones, esclavizado, no es un ser humano. Pero tampoco puede decirse que sea un ser humano, que da la talla de lo humano, quien usa su facultad de autogobierno sólo para ejercer la violencia o para dominar al otro. O quienes disfrutan de la abundancia a costa de la miseria de los otros. Esos individuos son libres, pero lo son únicamente para demostrar su nula humanidad». Hay un marco anterior a nuestra acción libre que define el uso «humano» de la libertad. Es un tema espinoso, porque este marco no puede ser impuesto por nadie y su concreción es siempre aleatoria: ¿quién dice «hasta aquí»? ¿Qué criterios usamos para justificarlo? ¿Cómo interiorizamos los límites para que el bien sea compatible con lo libre? Hoy, la alternativa al límite aleatorio no puede ser negar cualquier marco. La única alternativa viable a la aleatoriedad de los límites que enmarcan nuestra acción colectiva es el común pacto de esos límites, en un diálogo abierto, plural y democrático.

- La libertad no puede ser una excusa para el relativismo. Que todo se pueda decir no significa que todo valga lo mismo. No confundamos libertad de expresión con calidad de expresión. Las palabras de Romero no dirigen a la humanidad hacia la misma dirección que los talk-show televisivos en los que la gente se insulta. De nuevo, vemos la necesidad de contar con un criterio para valorar la expresión (no para callarla; sólo para reubicarla según su valor «humano»). No deberíamos pasar los apuros de los organizadores de una exposición contra la censura cuando debieron justificar por qué habían borrado los grafitis pronazis que habían aparecido pintados en las paredes.

- Si la libertad se defiende como un derecho absoluto a hacer lo que queramos, legitimamos la de-saparición de los criterios que orientan nuestra acción. ¿Qué nos queda, entonces? Los ultraliberales confían la libertad al instinto individual y confían en la capa-cidad individual de razonar para escoger siempre la mejor opción. Cada uno, que ponga sus normas. Los menos ultraliberales creemos que la decisión racional está lejos de explicar cómo actuamos. Los seres humanos escogemos también por impulsos, por influencia del entorno, por la cultura que nos forma… Defender la libertad como un derecho absoluto a hacer lo que queramos da vía libre a las manipulaciones de la publicidad, la opinión manipulada, la cultura instrumentalizada… Tengámoslo claro: la libertad absoluta no existe. Todo entorno implica una coacción que regula nuestro día a día y que orienta nuestra acción (y es entorno tanto la educación como la publicidad). Pedir libertad absoluta impide revisar a quién sirven esas coacciones y acaba siendo siempre «la historia del zorro en libertad dentro del gallinero», como dice Tzvetan Todorov.

- Defender la libertad no significa eliminar las estructuras sociales, sino que debe implicar que esas estructuras sean liberadoras, en el sentido de hacerlas sensibles a las necesidades humanas. Cuando el objetivo de la educación es la formación de productores/consumidores acríticos, la educación instrumentaliza al ser humano hacia fines ajenos a su bienestar. El trabajo instrumentaliza si usa al ser humano para hacer rodar una maquinaria de la cual el bienestar global sólo es un producto secundario a la acumulación del dinero por parte de unos pocos. Los medios de comunicación instrumentalizan cuando pretenden manejar la opinión en vez de fundamentarla. La alternativa a estructuras instrumentalizadoras es estructuras liberadoras: educación y trabajo que sepan combinar el interés general con las necesidades individuales, unos medios que permitan poner el conocimiento al servicio de nuestro bienestar…

- Se habla de la libertad en la red, pero es dudoso que más comunicación signifique siempre mejor comunicación. La información relevante aumenta su proyección, pero también crecen las adicciones.

- El derecho a la libertad protege al individuo de la tiranía en su espacio privado. Sin embargo, un exceso de celo puede metamorfosear este derecho en alergia contra cualquier obstáculo. Usamos entonces la libertad para justificar actitudes sociales dudosas. En primer lugar, la libertad no puede utilizarse para imponer nuestras necesidades en el espacio público. No puedo exigir en nombre de la libertad que la ley reconozca mi derecho a que el vecino soporte mi música a las 4 de la mañana. Lo público es de todos, no mío. En segundo lugar, no podemos usar la libertad para lavarnos las manos de lo que ocurre en el espacio público. «Yo no miro la televisión –decía un entrevistado refiriéndose a la telebasura– pero la gente puede hacer lo que quiera». Sin nuestra participación en el espacio público (participando, dialogando, exigiendo, valorando…), no podemos garantizar que el mundo en el que vivimos no sea el resultado de una generación de telebasura. El miedo a ser vistos como obstáculos de la libertad de otros no debería legitimar nuestra abstención en la participación en el espacio público. Si mi única opción ante el embrutecimiento del camino que me lleva a casa es cambiar de ruta, pronto no voy a tener la libertad para llegar a casa limpio.

- La defensa de nuestra libertad legitima una cierta desconfianza en la sociedad. Cierto grado de escepticismo hacia la prensa, la política, la educación… no sólo es aconsejable sino que se ha demostrado justificado. Sin embargo, el individualismo actual propone un escepticismo genérico hacia la sociedad que se contrapone a la cohesión social. Todo se resuelve con la autogestión y el control individual de mi vida. Nuestros hijos hacen carreras a la carta; la solución a la crisis económica es ser emprendedor; los derechos son sólo derechos para quien puede pagarlos… La microcápsulas individuales de vida crecen por doquier. La individualización de la sociedad se da incluso entre los críticos. Un llamado antisistema afirmaba haberlo dejado todo para comprobar cómo era el mundo en primera persona. No obstante, hasta que uno pueda operarse a sí mismo, la alternativa al escepticismo social es refundar la confianza sobre los pilares de la transparencia y la responsabilidad social. Al individualismo y escepticismo extremo, también se los conoce como descohesión social.

- Medios y ficciones repiten hoy cada día que el éxito sólo depende de gestionar correctamente tu vida, o en otras palabras, de usar correctamente tu libertad. El mito de la superación, el esfuerzo y los eslóganes sobre la inexistencia de límites se reproducen por doquier. No pretendo negar (dos veces) el valor de la autogestión, pero cabe recordar aquí que toda ideología manipuladora se ha fundado siempre a partir de un uso intencionado de valores positivos y populares. Ante la soledad y el dolor, la autogestión (la resiliencia, sería preferible decir) es importante, pero no podemos poner este mito al servicio de la destrucción del tejido social. Ante mi dolor, deseo energía, pero también necesito contar con el otro.

La libertad no puede ser una palabra usada acríticamente para justificar cualquier acción. Nuestra dignidad depende de ello. Pico della Mirándola dijo que la libertad nos puede convertir en dioses o en animales. Seamos conscientes cuando la exigencia de libertad sirve para justificar la descohesión social, para invisibilizar la necesidad del otro, o para instru-mentalizar nuestras acciones a favor de intereses ajenos al bien común. La libertad no puede destruir el marco que nos une, ni deslegitimar nuestra capacidad para el pacto colectivo. Exijamos libertad, sí, pero exijamos libertad para hacernos más humanos.

 

Marc Plana

Girona, Cataluña, España