Pero ha llegado la hora del negro

Pero ha llegado la hora del negro

José María Pires


Más larga que la esclavitud de Egipto, más dura que el cautiverio de Babilonia fue la esclavitud del negro en Brasil. Los hebreos fueron sometidos a dura servidumbre, pero pudieron conservar su conciencia de pueblo y su dignidad de personas. El africano, al revés, fue desenraizado de su medio y separado de su gente, a propósito. Fue reducido a la condición de un objeto que se puede vender, regalar, cambiar o destruir. Del esclavo se exigía el máximo de producción con el mínimo de gasto. Su media de vida era bajísima. Por cualquier gesto de desobediencia o rebeldía se le aplicaban los castigos más humillantes y severos. Hubo leyes, y no pocas, para limitar los excesos en los malos tratos a los esclavos. Pero quedaron en letra muerta, pues era el sistema el que legitimaba a esclavitud.

La Iglesia, por su parte, la aceptó sin mayor repugnancia y procuró justificarla con la teoría del mal que sirve para el bien: si los negros perdían la libertad del cuerpo, en compensación ganaban la del alma y se incorporaban a la civilización cristiana abandonando el paganismo. ¡Bonita teología!

Hoy no falta quien condene la teología de la liberación, que justifica e incentiva, a la luz de la Palabra de Dios, los esfuerzos de los oprimidos por liberarse de la marginación a que fueron reducidos. Esta empresa, a la que se suman nuestros mejores teólogos, es ciertamente laudable, humana y conforme a la voluntad de Dios, lo que no puede decirse de la pretensión de legitimar con la Biblia cualquier esclavitud. Si la Iglesia de la época hubiese estado más en las chabolas de los esclavos que en la casa del señor, más en los palenques que en las cortes, otros habrían sido los rumbos de la Historia.

Pero el negro, aun desenraizado de su pueblo y de su tierra, reducido al cautiverio y sometido a jornadas de 18 horas de trabajo, conservó en sí fuerzas de aglutinación y de conservación de sus valores originales. Obligado a abandonar sus divinidades y a cambiar de nombre en el bautismo, supo hacer una síntesis: aceptó la religión de sus opresores, transformándola en símbolo de las creencias de sus antepasados. Las imágenes de santos se tornaron materializaciones de sus orixás: nuestra Señora de la Concepción es Iemanjá; San Jorge es Ogum, Santa Bárbara es Iansá… Por más alienadas o alienantes que pareciesen esas devociones populares, ellas permitieron a los africanos conservar sus valores tradicionales. En las «hermandades», las cofradías, el candomblé o el xangô, al menos mientras duraba el acto religioso, el negro se sentía persona, y se sentía negro.

Pero ha llegado la hora del negro. Ha sido larga la espera. Desde la muerte de Zumbí han transcurrido casi tres siglos. La sangre de los mártires habla, clama, y su clamor comienza a ser oído. Primero por nosotros, negros, que estamos recuperando nuestra identidad y estamos comenzando a enorgullecernos de lo que somos y de lo que fueron nuestros antepasados. Son muchos los que nos apoyan y se ponen a nuestro lado para caminar juntos. El camino es largo y penoso. Casi todo está por hacer. El negro continúa marginado, en cuanto negro. No hay negros en puestos de embajadores, de generales, de ministros de Estado. En la Iglesia misma, son tan pocas las excepciones que no nos permiten pensar que no hay prejuicios raciales. Tomar conciencia del problema de los negros a los que les gustaría ser -o parecer al menos- blancos, y de los blancos que niegan que haya racismo en Brasil, ya es un paso importante.

José María Pires,

arzobispo de João Pessoa, Brasil