¿Política femenina, política feminista o simplemente política?
¿Política femenina, política feminista o simplemente política?
Ivone Gebara
Siento hoy un malestar ante la constatación que se hace, y que inclusive algunas feministas hacen, respecto a nuestra poca participación en aquello que se entiende por política. Podemos decir que hay un malestar y un cansancio generalizado entre nosotras cuando se trata de participar en campañas electorales y en disputas por cargos públicos por el poder legislativo, ejecutivo o judicial. Tenemos la impresión de entrar en discusiones inútiles, burocracias, juegos de intereses, abstracciones, negociaciones e intrigas. Nada de esto es novedad en la política; lo novedoso es que nosotras mujeres comenzamos a expresar públicamente lo que sentimos, de diferentes maneras. ¿Esta expresión no será también política? ¿Cómo entender lo que pasa con nosotras?
La comprensión común de la palabra «política» parece limitada a ciertos espacios de actuación y a ciertas actividades que tocan un nivel amplio de relaciones más o menos impersonales, reconocidas como espacio público. Si miramos de una forma global hacia los ámbitos de decisión política, económica o social, la constatación obvia es que están ocupados mayoritariamente por hombres. Son ellos los que prioritariamente organizan la economía, los ejércitos, la guerra, la producción de armas, la intervención en los Estados, la conquista de tierras, el sometimiento de los pueblos, el liderazgo en luchas y ocupaciones, las cruzadas políticas y religiosas, los partidos políticos, la dominación de los mercados de inversión económica, etc.
En el ámbito de los movimientos revolucionarios, tampoco observamos cambios sustanciales en este sentido. Las mujeres de «izquierda» fuimos educadas para disculpar los apedreamientos revolucionarios que tuvieron lugar a lo largo del camino, y a considerarlos necesarios en vista de una causa mayor, una causa más pura y más justa. Aceptamos la violencia armada, los juegos de poder, las muertes inocentes, el desprecio y la humillación de las mujeres como parte de la lucha. ¿Pero, por qué?
Es difícil responder esta interrogante, pero sospecho que el hecho de que estas organizaciones tengan una historia pública más masculina que femenina nos hizo creer a las mujeres –hasta hoy– en su mayor eficacia en relación con los desafíos históricos de la política y de la supervivencia humana. Más aún, nos hizo creer que los hombres parecen conocer los rumbos de la Historia mejor que nosotras, simples seres relacionados con el mantenimiento cotidiano de la vida, sin espacios propios para pensar y elaborar teorías. Y esta creencia es tan fuerte que las feministas acabamos despreciando las micro-políticas cotidianas que por su constancia nos ayudaron, y nos ayudan, a sobrevivir en esta lucha abierta con nosotras mismas y con nuestro mundo. La fuerza de la dominación de las ideas revolucionarias masculinas acabó muchas veces convenciéndonos de que aquello que hacemos para denunciar injusticias y desigualdades concretas, contextualizadas, localizadas, no es revolucionario como para modificar estructuras. Por ejemplo, intentar ayudar a las mujeres a comprender el derecho a una ciudadanía igualitaria, a una vida sexual sana o a una alimentación sin agrotóxicos no es considerado propiamente como política porque, según ellos, no toca las estructuras. De la misma forma la denuncia del feminicidio creciente, de la violencia doméstica, del tráfico sexual de adolescentes, de la corrupción de los jóvenes a través de los medios de comunicación, estaría también lejos de afectar las estructuras. La organización de las mujeres contra la guerra y la ocupación norteamericana en Irak y en otros países, contra la producción de armas, en torno a los desaparecidos políticos, contra el maltrato de prisioneros o las represiones religiosas al cuerpo femenino son consideradas como periféricas al cambio de estructuras. ¿Pero, qué son exactamente las «estructuras»? No estaremos aquí ante una palabra casi mágica, «todopoderosa», un concepto absolutista e inflexible, una palabra juzgadora de nuestras acciones, palabra «sagrada» de poder masculino ante la cual nos inclinamos sin saber bien por qué? ¿No estaremos todos, incluso las mujeres, dependiendo de una especie de catecismo único interpretativo de las relaciones humanas, que a pesar de su reconocido valor se volvió de cierta forma sectaria y reduccionista de la complejidad de la realidad?
• Más allá de esta reflexión sobre las «estructuras», la constatación de la ascensión de mujeres a altos puestos de decisión política o económica ha sido analizada con frecuencia como fruto de un progreso de la conciencia política femenina y una señal positiva para la lucha feminista. Si esta constatación tiene algo de verdad, es necesario sin duda problematizarla para no incurrir en raciocinios simplistas. Tal análisis se vuelve cada vez más necesario, ante la dificultad que tenemos de hecho para introducir políticas alternativas en un mundo dominado por la globalización cultural y económica. Las grandes alternativas actuales consideradas de izquierda, en América Latina, muestran su faz retró-grada y dependiente del propio sistema imperialista .
• Tanto las mujeres como los hombres corremos el riesgo de crear una especie de separación entre la política masculina y la femenina, semejante a la separación entre izquierda y derecha. A través de la prensa, sobre todo, ese nuevo dualismo político de oposiciones simplistas comienza a acentuar los antiguos preconceptos y a dificultar el desarrollo de responsabilidades comunes compartidas.
El acceso de algunas mujeres a los poderes políticos, en América Latina, no puede crear expectativas de que por el hecho de ser mujeres, van a introducir modelos diferentes de ejercicio del poder político, aunque se consiga más igualdad o equilibrio en las representaciones, como por ejemplo la paridad. Tal actitud me parece ingenua y peligrosa, ya que una vez más recae en las mujeres la responsabilidad de la creación de un poder político diferente, que sea más igualitario y justo. Sabemos bien que esta tarea, que cambia y debe renovarse permanentemente en cada cultura, en cada contexto y en cada momento histórico es responsabilidad compartida de mujeres y hombres.
Últimamente me he cuestionado si hombres y mujeres, sobre todo los y las intelectuales de clase media, no somos en realidad más responsables de lo que creemos del mantenimiento de políticas injustas, políticas de explotación de unos grupos sobre otros, de algunos grupos sobre los ecosistemas, etc. Y esto porque en el fondo de nosotros mismos acabamos apostando, aun sin quererlo, en nuestro día a día y en los diferentes niveles de nuestra acción, a las políticas que garantizan la estabilidad económica de nuestros hijos e hijas. Esto se da particularmente por medio del mantenimiento de una educación pública y privada que les permita ascender a puestos socialmente reconocidos por el sistema actual. Esta es la política a la cual somos todos obedientes: las mujeres y los hombres pobres, y las mujeres y los hombres de clase media; las y los que creen tener conciencia política y las y los que parecen preocuparse apenas por la supervivencia inmediata de la familia. El futuro más digno parece muy incierto y por eso no arriesgamos las seguridades de este presente injusto y lo mantenemos para hoy e inclusive para mañana. Nos adaptamos prácticamente a lo que existe, aunque continuemos criticándolo teóricamente.
• Mis preguntas se abren a la viabilidad de nuestros valores y la forma de vivirlos en lo cotidiano…
Como mujeres seguimos manteniendo concepciones políticas que de cierta forma apuestan a los ideales masculinos de sociedades perfectas, de mundos perfectos, de un nuevo cielo y una nueva tierra, de pureza total, de transparencia radical, de reinado de la justicia. Es como si, sin reconocerlo públicamente, creyéramos por analogía en un ser absoluto, en un Dios –con características inconfesadamente masculinas– que sería el único capaz de restaurar las relaciones humanas en nuestra Historia. Él sabría de antemano cómo debe ser nuestra Historia y lo que se puede hacer para que ella sea de hecho un Paraíso, una tierra donde mane en abundancia «leche y miel». ¿Sería acaso este Dios travestido de revolucionario un cómplice de las izquierdas, que las instigaría a una lucha ardua sin poder probar las delicias inmediatas y provisorias de nuestra existencia? ¿Sería este ser absoluto la ley preestablecida siempre pronta a juzgar nuestros actos y a acogernos de nuevo, a condición de que seamos fieles a sus caminos y designios? ¿La crítica religiosa de las izquierdas habría terminado haciendo de ellas una religión dogmática inconfesada?
A pesar de nuestra insatisfacción con lo que hacemos, continuamos apoyando directa o indirectamente análisis y acciones que llevan a matar y a morir, a discriminar, a penalizar, a violar, a jerarquizar, a encarcelar, en nombre de los ideales humanos o de la lucha contra las «estructuras» injustas que mantienen el capitalismo y sus diversas formas de dominación. La pregunta es: ¿por qué continuamos construyendo ideales imposibles para nuestra realidad humana actual y por qué continuamos sacrificándonos por ellos aun reconociendo la dificultad de vivirlos?
• Creo que ya es tiempo de que las mujeres despertemos de nuestro letargo, de nuestra baja estima, de nuestras convicciones políticas acríticas, ¡y de nuestra idolatría! Creo que ya es tiempo de recordar de nuevo nuestra común condición mortal y percibir que es en ella, de ella y por ella como vivimos.
Hagamos memoria del talón de Aquiles, del cabello de Sansón, de la flaqueza de Holofernes, la fragilidad de Adán, el nacimiento y la ira de Dios, ¡el miedo de Jesús! ¡Todo es frágil, extremadamente frágil!
Ivone Gebara
Camaragibe, Brasil