Políticas públicas con enfoque de género

Políticas públicas con enfoque de género

Marta Palacios


Este tema puede ser tratado como un asunto técnico centrado en el proceso metodológico que conlleva definir políticas públicas: identificación y análisis del problema, formular la política, adoptar la decisión, implantar y evaluar la política. Sin embargo, aquí se parte de que es un asunto socio-político.

Las políticas públicas son asuntos de gobiernos, conjuntos de decisiones que se traducen en acciones estratégicamente seleccionadas de acuerdo a una visión sobre la realidad y una escala de valores. Buscan responder a problemas o necesidades sociales puestas en agenda. Es decir, su atención es imprescindible porque afectan evidentemente a la sociedad en su conjunto o a «determinados sectores».

Tienen carácter público por la extensión de su influencia y por ser promulgadas por un ente estatal, que en teoría representa el interés común. Hay políticas de distintos tipos: económicas (fiscales, monetarias, de empleo, producción, inversión energética); sociales (salud, educación, seguridad social, igualdad de género) y otras (defensa, política exterior...).

Con frecuencia, para que exista respuesta gubernamental de ese tipo, se requiere la movilización y la lucha de las personas afectadas, como ha sucedido con las mujeres, que históricamente hemos estado en desventaja: menor acceso al trabajo remunerado, exclusión de recursos productivos (tierra, créditos, asistencia técnica); salarios menores aunque tengamos mayor educación; viviendo violencia en sus distintas manifestaciones, incluyendo la extrema al arrebatarnos la vida; con insuficiente participación y/o representación política; responsable casi en exclusiva de la crianza y cuidado del hogar y la familia.

En otras ocasiones las políticas se definen por compromisos internacionales adquiridos por los Estados, como sucedió con el auge de políticas de género en la década de los años 90 del siglo pasado. Previo a esto, el programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, entre los 60 y 70, impulsó propuestas para favorecer fundamentalmente el crecimiento económico de países considerados «sub-desarrollados», por su dependencia económica, escaso nivel tecnológico, dedicación a las actividades primarias (agricultura, ganadería, extracción de minerales), desconociendo las causas históricas de dicha situación.

En esa preocupación por estimular la generación de capital, se percibió a las mujeres como un recurso humano sub-utilizado, que por su interés en el cuidado de sus familias, podría ser aprovechado para elevar la producción. Obviamente esa consideración desvaloriza el trabajo doméstico e invisibiliza las múltiples estrategias de las mujeres para obtener recursos. Surgió el primer enfoque de integración de las mujeres al mundo productivo lucrativo, denominado «Mujer en el desarrollo». Incluso, para analizar y resaltar el papel de las mujeres la ONU consagró el año 1975 y una década (1975-1985) a las mujeres.

En el mismo seno de Naciones Unidas, mujeres funcionarias valoraron como insuficiente esa iniciativa que incrementaba el trabajo de las mujeres, considerando imprescindible adoptar una mirada de género, reconocer la existencia de relaciones de poder entre hombres y mujeres en la sociedad y en sus hogares, por la supremacía masculina prevaleciente.

Se difundieron así conceptos como intereses prácticos de las mujeres (todo lo relativo a sus responsabilidades de amas de casa y madres); intereses estratégicos (aquellas condiciones que mejoren sus posiciones sociales, económicas y políticas); los vínculos entre estos intereses con el mundo privado y mundo público. Es innegable la influencia en estos cambios conceptuales del movimiento de mujeres, en particular del feminista, que desde mucho tiempo atrás ha luchado por la transformación del sistema patriarcal y por dar poder a las mujeres.

En 1995 se celebra la IV Conferencia Mundial sobre la mujer. 189 gobiernos firmaron la Declaración y Plataforma de Acción de Beijín en la que se incluyó la creación de mecanismos institucionales para el adelanto de la mujer. Esto significaba, entre otras acciones, que debía incorporarse en los órganos gubernamentales una perspectiva de igualdad entre los géneros e introducirla en todas las legislaciones, políticas, planes y programas (transversalizar).

Con el supuesto fin de cumplir los compromisos adquiridos, en la mayoría de nuestros países se crearon ministerios o institutos de la mujer, legislaciones para la igualdad de oportunidades de las mujeres, y para prevenir y penalizar la violencia contra las mujeres, creando tribunales especializados. Además se impulsó la formulación de otras políticas públicas (productivas) con el enfoque de género, a fin de que mujeres y hombres accedieran en términos igualitarios a los bienes y servicios públicos, para garantizar el ejercicio de los derechos ciudadanos en todos los órdenes.

Se ha reconocido internacionalmente que las teorías de género –base de estos avances– tienen un enfoque crítico e histórico de la sociedad humana, arraigado en la reflexión feminista y provisto de una concepción de desarrollo y democracia como procesos centrados en los seres humanos, con una clara base ética cuyo valor esencial es la igualdad.

Pero hay que recordar que los Estados, como instituciones políticas básicas de una sociedad, son parte del sistema patriarcal vigente en América Latina y el mundo, y desarrollan mecanismos e instituciones para mantener y reproducir dicho sistema, reduciendo legislaciones y políticas definidas a respuestas formales, para responder por un lado a la movilización de las mujeres por sus reivindicaciones y por otro, para cumplir con lo «políticamente correcto» en virtud de los compromisos adquiridos internacionalmente.

En 2015, veinte años después de la Conferencia de Beijín, análisis de organismos como la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) indican que «se han constatado resistencias políticas y culturales a la igualdad de género, inercias institucionales, falta de asignación de recursos y muchas veces de voluntad política. Estos elementos han obstaculizado las transformaciones necesarias para garantizar el ejercicio pleno de los derechos de las mujeres y eliminar las brechas de desigualdad». En otras palabras, los avances son poco satisfactorios.

Nuevamente, la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible y sus Objetivos de Desarrollo Sostenible, asumida por los gobiernos en la Conferencia Regional sobre la Mujer de América Latina y Caribe, incorpora compromisos de incluir en políticas y programas nacionales, subnacionales y locales de igualdad, derechos de las mujeres y desarrollo sostenible.

Esto nos remite a expresiones del feminismo en nuestra región, como el feminismo de la decolonialidad del pensamiento y la vida, y el feminismo comunitario, que en el día a día forjan nuevas visiones y relaciones entre las personas. Se critica al feminismo desarrollado en América Latina a la luz de paradigmas euro-norcéntricos, desconociendo la realidad de las mujeres negras, indígenas, campesinas, lesbianas, carenciadas. Además se hace notar que los discursos feministas han sido «tomados» por los organismos multilaterales y de cooperación, cooptando organizaciones de mujeres y acentuando lo técnico sobre lo socio-político.

Si bien los organismos y la cooperación internacional asumen hoy el concepto de interseccionalidad para el análisis y la intervención social, reconociendo múltiples formas de discriminación vividas por mujeres en las que se entretejen diversas identidades subalternas, en sociedades patriarcales, racistas, homofóbicas, heteronormativas, clasistas, difícilmente eso garantiza el desarrollo de políticas públicas como un proceso de «abajo hacia arriba», en el que no haya políticas sin la visión y participación de las mujeres.

Desde el feminismo decolonial y comunitario se propone valorar nuestras historias subalternas, personales y colectivas, unirnos y comprometernos con los movimientos autónomos que en la región llevan a cabo procesos de descolonización y restitución de raíces, teniendo la posibilidad de otros significados de interpretación de la vida y la vida colectiva. Desmontar los procesos de socialización vigentes, para no ser femeninas ni masculinos, sino mujeres y hombres con historia y cultura propia. Reconceptualizar el par complementario hombre-mujer desde nosotras las subordinadas, y construir un equilibrio, una armonía en la comunidad y en la sociedad (Paredes, 2014). Con seguridad, el plazo para lograrlo llevará generaciones, pues implica objetivos utópicos, pero puede darse la victoria de las pequeñas revoluciones diarias. Para ello hay que trabajar en distintos espacios, en el entramado de lo político y la casa, para construir un proyecto común, si dejamos de lado los intereses que nos invaden y colonizan.

 

Marta Palacios
Managua, Nicaragua