Por una revalorización del cuerpo

Por una revalorización del cuerpo

Luis Diego CASCANTE


-Revalorizar, en cierto sentido, es reconciliar y reconciliar es unir de nuevo. Lo que hay que reconciliar tiene que ver con sentirnos ajenos a nuestro cuerpo –a nuestro barro- y, por lo tanto, mirar los cuerpos de los demás como lejanos. La trágica separación del cuerpo y del alma (dualismo platónico) ha traído nada menos que digamos que ‘tenemos cuerpo’, cuando habría que defender la tradición (bíblica) que sostiene más bien que ‘somos cuerpo’ (finitud sexuada) o ‘espíritu encarnado’.

El libro del -Génesis (2,7) indica que el ser humano fue formado por Dios con polvo del suelo al que le insufló aliento de vida. Es decir, estamos hechos de barro, de tierra, lo cual nos hace pensar que, al dirigir la mirada hacia nuestros cuerpos, se sobrentiende que estamos volviéndola a la Tierra. Volver a nuestros cuerpos equivale, si somos honestos, a recuperar nuestra corporeidad y, por supuesto, -nuestro planeta . Por ello todo movimiento que tienda a reconciliarnos con el cuerpo también nos llevará a -habitar la tierra, es decir, a hacer de la Tierra -nuestra morada y, de nuestro cuerpo, el templo de Dios. Es un -canto cósmico que abraza la totalidad de lo creado y, por supuesto, la Tierra.

El cuerpo se muestra como dato inevitable de que mi existencia está vinculada a la afirmación «el universo existe» y, en él, el planeta Tierra. Nuestra materialidad es un dato no mediatizable, pues se muestra inmediatamente como presencia. La existencia ‘encarnada’ apunta que la existencia se halla ligada al cuerpo. De esta manera, no ‘tenemos’, sino que ‘somos’ cuerpo –somos tierra-, ya que el tener implica una posesión exterior, de las cosas exteriores, no siendo nosotros nunca en ellas. El cuerpo nos pone en determinadas situaciones. Sin embargo, no importa cuáles sean esas situaciones, siempre hemos de convivir con los miembros de la especie humana, por lo que los otros dejan su huella en mí y, desde luego, yo en ellos. El ‘tú’ despliega la riqueza de la convivencia porque exige de nosotros abrirnos a las relaciones con las otras personas.

Al- te-amo lo acompaña -yo-también. Ambas frases resumen la experiencia amorosa: es una verdad loca, más allá del pensamiento o de una preparación lenta, por sorpresa. Es un -fuego cruzado (en dos direcciones) que funda un modelo siempre nuevo (ambos a su manera) y desfasado. El/la amante deben ser capaces de percibir en el otro lo que está diciendo de él y de entender el signo natural que ese individuo tiene en el/la amante. Quien se siente amado/a acepta el amor que le avergüenza y solicita. El -yo-también es un giro de 180 grados, porque las reglas desaparecen para darle espacio al -todo-es-posible; el amor es contrario a esa cadena infinita de estereotipos gastados. Aquí es donde cabría abrirse a la riqueza personal de cada uno, de tal manera que se le dé crédito. [Por ejemplo, en el beso se da crédito al otro. Relacionado con el gusto, el beso es una caricia dada con los labios, expresando una vinculación afectiva a una persona. Besar el cuerpo de la persona amada es una experiencia lúdico-amorosa que nos abre a ‘más’ sin llegar nunca a ‘totalmente’. Es un -estado, no un lugar: «Bésame con besos de boca, que tus amores son buenos, más que el vino» (-Cantar de los cantares 1,2)].

Pero el cuerpo es frágil, puede ‘romperse’, y la Tierra, sin nuestras atenciones, también. Esto nos lleva a que, aunque no todo nos hace daño o bien, debemos propiciar o construir nuevas formas de trato –de -con-tacto- con las otras personas y, en general, con la creación entera. Es decir, nuestra fragilidad no consiste en una falta de protección, sino que es parte de nuestra condición. No se trata, entonces, de combatir –desde fuera- y endurecer la debilidad, sino de que el combate se dé en la misma fragilidad, desde el cuerpo y en los cuerpos que nos rodean. Los cuerpos desnudos denotan la fragilidad, tanto que buscamos taparlos y protegerlos. En virtud de ello son fácilmente humillados. (La Tierra siempre ha estado desnuda y, aunque pensemos que no, también merece ternura). Pero, ¿qué deben tener las caricias para ser consideradas positivas? Que sean auténticas (jamás falsas, porque se desvirtúan), libres (la coacción aniquila su generosidad), desinteresadas (todo interés hace que las cuentas nos cierren). Así las caricias han de darse oportunamente, sin precipitarse y sin pasarse. Una caricia bien dada jamás ofenderá a la persona que la recibe, pues son como nutrientes para nuestro ser, enriquecedoras de un desarrollo emocional sano. Habitar –la tierra- es tocar. Lamentablemente, somos analfabetas/os del tacto, de ahí nuestro desprecio por él –y por el planeta-. Asimismo la dificultad propia para educarlo y el hecho que revele el dominio de sí mismo o la falta de él, nos recuerda que en él la afectividad se hace cuerpo y el cuerpo se hace afectividad. Todos los seres humanos tienen por naturaleza hambre de piel. A partir de este dato de la naturaleza, nuestra mayor creación perceptiva es la caricia.

Hemos de aprender a tratar con la misma ternura que nosotros nos tratamos, y en la vulnerabilidad que nos pertenece. Cubrir nuestro cuerpo –frágil- es signo de excelencia, es decir, de buena vida. Cuidar el cuerpo y respetarlo, y desde luego amarlo –el propio, el del prójimo y el del planeta- no tiene que ver con la fortaleza, sino con edificar una vida feliz sin aniquilar aquello que somos: cuerpos de barro. Hemos de aprender a tocarnos con naturalidad en nuestra debilidad... Es tiempo de volver al cuerpo, al cuerpo desnudo, de comprendernos en él y tocándonos comenzar la renovada forma de comprensión de nosotros mismos, de todos/as y cada uno/a.

Lo -paradisíaco de la desnudez humana muestra el -estado de inocencia. Presentarse desnudo/a no sólo es un acto que indica carencia –de bienes materiales, por ejemplo-, también enseña cómo los cuerpos son, sin más, buenos en sí mismos y, por ende, bellos. La desnudez es, entonces, la expresión inmediata del ser amado, es una -epifanía (manifestación de lo divino). Es una experiencia divina que exige una auténtica -liturgia (como ‘acto sagrado’, ya que el Otro en su desnudez es lo sagrado mismo), y la genuflexión ha de ser nuestra actitud frente al eterno misterio de la -desnudez –propia, ajena y del planeta Tierra-. La desnudez no aniquila la inocencia debido a su carácter -epifánico en la renovada liturgia de los cuerpos. Lo divino de -la desnudez jamás cansa, sino que se renueva en cada desnudo.

Los sentimientos son incómodos, pues «no caben en la computadora, no pagan impuestos, no convocan multitudes (...)» (M. Benedetti). El cuerpo, en cambio, es una fiesta (E. Galeano), si lo cuidamos como se lo merece. Por eso, apoderarse de él es un negocio para unos y una culpa para otros. No hay seres humanos libres si no se autoposeen en su cuerpo. De hacerle caso a César Vallejo, repetiríamos su frase: «Ponte el cuerpo». Nadie se lo pone por uno y, quien lo usurpa, lo guarda bajo llave... nos controla. Las conquistas del espíritu deben ir acompañadas por las de los cuerpos. Sentir vergüenza por el cuerpo es una forma de inhumanidad.

El mayor obstáculo a nuestra corporeidad sexuada es imponer soluciones y, además, imponerlas moralizando. La consecuencia es una ‘castidad grosera’ (J-I. González Faus) que pretende hacer del ser humano un expediente y no una biografía. La moral a secas puede tornarse exigente, pero no por ello resulta vinculante y, menos aún, liberadora. Se trata de ser exigentes con nosotros mismos en una apasionada celebración de la vida y de Tierra. Más que levantar una lista de reglas habría que pensar en que nuestra conducta resulte sorprendentemente acogedora hacia las personas concretas y, por supuesto, responsable respecto de nuestra Tierra.

 

Luis Diego CASCANTE

San José, Costa Rica