Que a nadie le sobre, para que a nadie le falte
Que a nadie le sobre, para que a nadie le falte
María López Vigil
Hoy en día abundan proyectos, programas, orga-nizaciones nacionales e internacionales, también gobiernos, dedicados a «erradicar la extrema pobreza». Alzan esa bandera como expresión de su gran sensibilidad social, como señal de compromiso con la transformación de las estructuras injustas. Me pregunto por qué no hay nada similar ni igual empeño y pasión para frenar la extrema riqueza, siendo así que uno y otro extremos están tan relacionados.
A veces pienso (¿peco por malos pensamientos…?) que esto pasa porque muchos de quienes están tras los proyectos contra la extrema pobreza son precisamente quienes viven con las ventajas y los privilegios de la extrema riqueza…
Existe un informe anual (Wealth-X and UBS World Ultra Wealth Report), que ofrece pistas de cuánta es y cuánto crece la extrema riqueza: censa a los «ultra–ricos» del mundo, calculando que cada uno de esos personajes posee al menos 30 millones de dólares como fortuna personal.
El informe de 2014 detectó en Nicaragua, el país en donde vivo y escribo, a 210 ultra–ricos sobre una población que ya va alcanzando los 7 millones de personas. En 2013 eran menos: 200. En sólo un año crecieron. ¿Debemos creer que lo hicieron por medios lícitos? Y si fueron lícitos, ¿creeremos que son legítimos, viviendo en el país en que viven?
Esos millonarios viven en el país más pobre de América Latina, sólo superado en carencias por Haití. Su ostentosa desigualdad se da en un país donde el 37% de la población, más de 2 millones 200 mil personas, viven en estado de «pobreza crónica», según informó en 2014 la CEPAL (Comisión Económica para América Latina). Esa pobreza significa menos de 4 dólares diarios –cuando se consiguen– en familias siempre muy numerosas. Y lo de «crónica» significa que de ese estado de pobreza ya no saldrán, como tampoco se sale de una enfermedad crónica y lo único que queda es vivir con ella aliviándola. Esto significa 210 «epulones» contra 2 millones 200 mil «lázaros»...
Nicaragua es un país no sólo mayoritariamente cristiano, sino que el texto de la Constitución de la República, recientemente reformado por el gobierno «cristiano, socialista y solidario» de Daniel Ortega y Rosario Murillo proclama textualmente que Nicaragua es una nación «de principios cristianos». Nicaragua es un país pensado o imaginado como «de izquierda» por mucha gente ingenua o desinformada del mundo. Y sin conocer nombres y apellidos de los «ultra–ricos» nicaragüenses, porque eso no aparece en el informe, sabemos, porque aquí todo se sabe, que muchos son altos funcionarios del círculo de poder del gobierno, sus hijos, sus hijas y su parentela, que viven, visten y viajan de forma cada vez más ostentosa.
El libro del economista francés Thomas Piketty, El capital en el siglo 21, que en opinión del Premio Nobel de Economía Paul Krugman, será el best seller de esta década, se centra en desmenuzar las características y las dimensiones de las desigualdades que empañan esta hora de la historia humana: ingresos desiguales, riquezas desiguales, oportunidades desiguales y, por tanto, también derechos ejercidos y garantizados de forma totalmente desigual. A menudo, derechos anulados por la realidad de la pobreza extrema, la crónica o cualquiera de las pobrezas clasificadas ya en los estudios.
Piketty documenta la desmesurada concentración del ingreso en manos de una reducida élite, un fenómeno ocurrido en los últimos veinte años, lo que considera no tiene precedentes. Y demuestra que en el origen de este fenómeno está de regreso un «capitalismo patrimonial», en el que «las palancas fundamentales de la economía están dominadas por la riqueza que se hereda, una herencia que es más importante que el esfuerzo y el talento».
Piketty no ofrece ninguna solución, ninguna respuesta, ninguna receta. Advierte sobre el peligro que representa para la democracia, la seguridad y los derechos humanos –realidades tan queridas hoy– esta excesiva desigualdad. Expone la problemática y la coloca en el centro de la realidad actual. Nos da una señal de alerta.
Con distintos niveles y proporciones, esa concentración se está dando hoy en todos los países latinoamericanos. En nuestra región concentran la riqueza hoy los «de apellido» de toda la vida. La heredaron desde tiempos coloniales y hoy la acrecientan a diario. Y la concentran los nuevos ricos, casi siempre vinculados a los círculos del poder político y económico, permeados por la corrupción y por el narconegocio.
Según datos del Instituto Mundial de Investigación Económica del Desarrollo, vinculado a Naciones Unidas, la fortuna total de la especie humana alcanzaba en el año 2007 los 133 mil billones de dólares y la mitad de esa colosal suma estaba en manos del 1% de la población mundial.
Esto no está mejorando. Más bien, se está profundizando la concentración en manos de cada vez menos personas. Según el magnífico informe de Oxfam, Iguales. Acabemos con la desigualdad extrema. Es hora de cambiar las reglas, los ingresos –no el patrimonio– de las 100 personas más ricas del mundo sumaban 200 mil 480 millones de euros en 2012. Oxfam calcula que acabando con esa extrema riqueza se podría erradicar cuatro veces la extrema pobreza en el mundo.
En América Latina tenemos un récord vergonzoso: somos la región del planeta con mayores abismos de desigualdad entre los poquitos que tienen muchísimo y los muchos que tienen poquísimo. La evidencia es lacerante siendo, como somos, la única región del mundo mayoritariamente cristiana, sea en versión católica o en versión evangélica. Fue esta escandalosa contradicción la que despertó la conciencia de tanta gente en los tiempos de la Teología de la Liberación. Y fue ese despertar de las conciencias lo que costó la vida a tantas y a tantos. Entre esa nube de testigos, a Monseñor Romero, mártir por «odio» a la fe, cuando la fe es sinónimo de apasionada lucha por la justicia y la igualdad.
En Nicaragua, donde hubo una revolución, hemos aprendido que las revoluciones no siempre reducen las desigualdades o, al menos, no lo hacen de forma permanente. Hay otros caminos, tal vez menos bruscos y menos costosos en vidas. No los estamos recorriendo en Nicaragua, más bien nos estamos alejando cada vez más de transitarlos.
Una educación de calidad es un primer paso para evitar desigualdades en el futuro, para igualar oportunidades, para alimentar “el esfuerzo y el talento”. Donde la educación pública no es de calidad se están incubando desigualdades, que se multiplicarán en muchas vidas y durante varias generaciones.
Un sistema tributario sin el privilegio de exoneraciones y exenciones para los más ricos, un sistema que haga pagar más impuestos a quienes ganan más, a quienes ingresan más, un sistema que no se concentre en los impuestos que pagan consumidores y asalariados, es una herramienta fundamental y permanente para limar las desigualdades de cualquier sociedad, para lograr aquello de que todo barranco sea rellenado y toda colina sea rebajada que proclama el Evangelio.
Jesús de Nazaret vivió en un mundo profundamente desigual. Aquel era un mundo de pocos terratenientes dueños de extensos latifundios y de muchísimos peones mal pagados y peor comidos. Aquel era un mundo de poderes nunca compartidos, de hombres imperiosos en las calles y de mujeres silenciadas y sumisas en sus casas. Era un mundo de gente sana que discriminaba a la gente enferma, considerándola maldita por el dios al que predicaban. Era un mundo de sacerdotes abusivos y enriquecidos que imponían al pueblo una religión de ritos y sacrificios y que lo esquilmaban con diezmos.
Jesús de Nazaret fue un indignado. Tantas desigualdades le tocó ver que, una y otra vez, en parábolas, en proclamas, en tantos de sus dichos y de sus palabras, nos enseñó que el proyecto que le apasionó, el Reino de Dios, es el reino de la igualdad entre los seres humanos. En un tiempo y en una cultura como las que le tocó vivir, enseñar eso era conflictivo, subversivo. Por eso lo mataron. Por defender el ideal de la igualdad en un mundo profundamente desigual.
Cuando mi hermano y yo escribíamos los guiones de “Un tal Jesús”, hace ya casi 40 años, quisimos encontrar una frase novedosa, que remachara la denuncia de las desigualdades, esencial en el mensaje de Jesús. Pusimos ya en los primeros capítulos, y en boca de Juan el Bautizador, esta consigna: «Que a nadie le sobre para que a nadie le falte». De Juan la aprendió Jesús, que comenzó a propagarla entre la gente, alentando así la esperanza de que los pobres dejarían de ser pobres en un reino de iguales. Jesús la convirtió en «consigna» cuando anunció en Nazaret, su aldea, el año de gracia.
Hoy la vuelvo a recordar, la he repetido infinidad de veces y he visto que «pega», que pone a la gente a pensar… Tal vez porque suena a un programa, a un proyecto que vincule de verdad los esfuerzos por erradicar la extrema pobreza con la firme decisión de eliminar la extrema riqueza.
María López Vigil
Managua, Nicaragua