¿Qué es ser latinoamericano?

¿QUÉ ES SER LATINOAMERICANO?

Pedro TRIGO


Si alguien pregunta: ¿es usted latinoamericano?, las respuestas positivas pueden estar apoyadas en las siguientes razones: sí lo soy porque he nacido aquí, porque mis padres lo son, porque tengo una nacionalidad latinoamericana, porque me siento latinoamericano.

En primer lugar nos fijamos en la autoatribución, en segundo lugar en las razones que la fundan.

La autoatribución expresa el autorreconocimiento, que en este caso implica también el reconoci­miento de esta misma condición en otros, que juntos componen un nosotros, un colectivo que se distingue de los otros.

Por lo que hace a las razones, las dos primeras son automáticas, es decir que según ellas el ser latinoamericano sería algo que pertenece a la naturaleza de uno con anterioridad a cualquier decisión personal. Esos datos dan derecho a la nacionalidad. Pero uno nacido en A.L. de padres latinoamericanos puede nacionalizarse en USA o Europa. ¿Sigue siendo latinoamericano? ¿Lo es alguien que no se siente tal, aunque haya nacido en A.L. o sus padres sean latinoamericanos?

Según esto un latinoamericano lo es por traer a cuestas un deter­minado ámbito natural, una socia­lización específica, una historia concreta. Pero puede romper con ese hábitat y anudar con otra historia. Es decir: esa perte­nencia se asume, si se asume, en relacio­nes, aunque sean conflictivas.

Y en definitiva la autodenominación, se justifique como sea, es en rigor un autorreconocimiento; y la tarea de adscripción de una determinada identidad es una construcción social, a la postre, una invención. Esta invención puede estar sólidamente basada en la realidad o puede ser ilusoria o puede designar un proyecto histórico; pero en cualquier caso es en definitiva una decisión, algo de lo que uno se hace cargo.

En primer lugar hay que reconocer que no todos los que han nacido y viven en lo que se llama A.L. se sienten latinoamericanos. Los hay que se sienten sólo de su región y su nación o de su grupo étnico o de su clase social. Para otros A.L. sí forma parte de su identidad, pero como un conjunto genérico, etéreo, con una carga de realidad muy exigua y muy escaso poder de suscitación y movilización. Es decir que no es mentira que sean latinoamerica­nos, pero para ellos eso significa bien poca cosa. Para la mayoría, sin embargo, la conciencia de ser latinoamericano está sólidamente arraigada y es fuente alternativa­mente de orgullo y de desánimo. Pero a la hora de dar cuenta de ella las cosas no resultan tan claras.

Nuestro tesoro

Nos sentimos personas de corazón, tenemos la sensibilidad a flor de piel, el sentimento nos hace experimentarnos vivos, poseemos el sentido de lo sagrado, amamos la hermosura, somos capaces de sorprendernos porque vivimos abiertos, sin matar nunca al niño que llevamos dentro. Por eso también buscamos crecer y superarnos y que nos estimen y que estén contentos con nosotros. Nos gusta estar, estar en nuestra querencia y estar con seres queridos; pero también nos gusta viajar, y sobre todo encontrarnos: para nosotros vivir es convivir, aportar generosamente y que se nos reconozca y sobre todo que se nos respete como los seres dignos que aspiramos a ser. Esta es la materia de nuestra música y de nuestra poesía, esto es lo que novela nuestra narrativa, esto es lo que da el tono a nuestra religión; de esto somos conscientes y nos sentimos contentos, orgullosos y agradecidos. Aunque sabemos que ésta es también la fuente de nuestros dolores y de algunas de nuestras dificultades.

Este conjunto de características no es una esencia metafísica sino lo que hemos llegado a ser a través de una historia frecuentemente dramática, lo que conside­ramos nuestro tesoro, que nos compensa de tantos fracasos, y que cultivamos con esmero y trasmitimos a nuestros hijos. Estos rasgos están influidos y constreñidos por estructuras e instituciones económicas, sociales y políticas, pero pertenecen a otro nivel de realidad: son nuestras habitudes, resultado de nuestro modo de habérnoslas con la realidad. Ahí es donde se localiza nuestra fuente de vida.

Pero también son nuestras las asimetrías y la desarticulación en las relaciones sociales, la brecha que cada día se ahonda entre ricos y pobres, y la incapacidad de constituir Estados densos y estables, independientes en gran medida de los gobiernos. El Occidente desarrollado es en buena parte el causante de nuestro subdesarrollo económico y nuestra inestabilidad política (la dependencia sigue siendo una cadena que nos esclaviza), pero tenemos que reconocer que en definitiva nosotros somos los responsables.

Opresión y no reconocimiento

Gran parte de nuestros problemas nos viene de no reconocer­nos como sociedades pluricultura­les y de no mediar simbióticamen­te esta diversidad.

Al venir los ibéricos proyectaron levantar aquí provincias de sus respectivas naciones. Admitieron la diversidad: leyes y poblaciones para europeos y otras para indígenas. Como la sociedad que instauraron era señorial, los indígenas estaban al servicio de los españoles; aunque conservaran muchas de sus costumbres y su organi­zación, eran sociedades mediatizadas, intervenidas. A los africanos, traídos como esclavos, se les privó de toda organización propia. Sólo pudieron reunirse en cofra­días, allí donde se respetaban las decisiones de los concilios provinciales al respecto. No se contempló la posibilidad de que surgiera algo nuevo como combinación de los elementos existentes. El mestizaje fue una realidad nunca reconocida. A los mestizos, cada día más numerosos, les fue negado un lugar social.

América Latina como Proyecto

Actualmente, en esta figura histórica del Occidente mundializado, lo que se nos propone es la occidentalización (es decir, el aumento violento de la productividad para ingresar al mercado mundial que ellos controlan, pagando el precio de la carestía de los servicios y la desprotección estatal) o la marginación histórica. El dilema planteado es el siguiente: asimilación al Occiden­te mundiali­zado en condiciones de absoluta desventaja y por tanto discriminación, o la muerte, ya que hoy no es posible la vida de grandes conjuntos humanos sin poseer los bienes civilizatorios que está inventando Occidente. En este momento todos los gobiernos latinoamericanos están empeñados en una revolución estructural violentísima para ponerlo todo al servicio de este planteamiento que se asume como inevitable.

En esta tesitura, ¿queda espacio para preguntarse que es A. L.? ¿Tiene algún sentido esta pregun­ta? Amoldarnos a estos requerimientos, ¿no dará como resultado secar en nosotros esos rasgos en los que hoy por hoy reconocemos nuestra fuente de vida?

En principio un reto perentorio, un cataclismo económico, político y cultural, una situación de extrema agonía, es cierto que puede provo­car el colapso de una civilización, o llevar a luchas prolongadas y extremadamente violentas de las que surja tal vez una nueva situación, pero al costo de inmen­sas ruinas y muchas muertes, de pavorosos sufrimien­tos y de una injusticia atroz. Pero también puede ser la oportunidad para que esa cultura ponga en movimiento sus más recónditas energías, de modo que los inevitables sufri­mientos sean dolores de parto para una síntesis más compleja y superior. En resumen, nos toca atravesar un tiempo durísimo en el que nadie nos va a ahorrar el dolor. En nosotros está que sea el esfuerzo por ir más allá de nosotros mismos (traspasando el límite de nuestras posibilidades y de nuestras fuer­zas) para refundarnos más sólidamente desde lo mejor de nosotros mismos, y no el dolor de la degradación creciente de las mayorías y la violencia incontenible por la insolidaridad de las élites, preocupadas sólo por construir y salvar islotes de modernidad trasnacionalizados.

Conclusión

Todo consiste en verle sentido al esfuerzo. Y eso sucede cuando uno no es la víctima de manejos ajenos sino el sujeto organizado de un proyecto consentido. Es decir, que mientras los líderes no reco­nozcan a los pueblos su estatuto de personas conscientes y dignas y poseedoras de una idiosincrasia y cultura propias, y mientras los mismos pueblos no reconozcan su propia valía y no se estimen a sí mismos, aun en medio de sus insuficiencias, y mientras este reconocimiento no desemboque en organizaciones de base y creciente capacitación, no será viable A. L. Y reconocer esta realidad significa reconocer a los pueblos como sujetos históricos y que los pueblos se reconozcan a sí mismos. Y que los distintos sujetos históricos que compone­mos A. L. nos mediemos simbióti­camente y así componga­mos un verdadero cuerpo social.

El reto de esta hora histórica es construir esta democracia real que nos dará la consistencia que necesitamos para afrontar la desventaja y la discriminación iniciales en la relación con el Occidente desarrollado, de modo que logremos revertirlas en interdependencia simbiótica.