Quiere lo que eres. Sé lo que quieres

Quiere lo que eres. Sé lo que quieres

José Arregi


Cada vez son menos fuertes las voces que afirman que las tareas domésticas son cosas de mujeres. Los supuestos de que parten han invocado la división sexual del trabajo, un argumento antropológico según el cual en la era de las cavernas los hombres salían a cazar y las mujeres quedaban en la manada al cuidado de los hijos y las hijas –entonces comunes– y de la preparación de los alimentos. Según este argumento, la división sexual del trabajo responde a una conveniencia, y no se trataría de algo intrínseco a la naturaleza de hombres y mujeres.

Desde la psicología se naturalizó dicha división sexual del trabajo. Se planteó que los hombres tenemos más predisposición a la exploración del entorno, relacionado con un mayor desarrollo del hemisferio izquierdo del cerebro. Por su parte las mujeres –como el extremo opuesto de los hombres, lo cual también es cuestionable– tendrían más desarrollado el hemisferio derecho, lo que las dotaría de mayores capacidades para la comunicación, y por tanto para la interacción empática con otras personas. Además, las mujeres desarrollarían durante el embarazo un instinto maternal, lo que las colocaría en una situación de idoneidad absoluta para el cuidado de las niñas y los niños. Siguiendo el hilo de esos argumentos, los hombres, al no disponer de tal instinto maternal, no serían aptos para el cuidado de esos niños y niñas. Es necesario aclarar que la falacia de estos planteamientos quedó establecida desde hace más de 30 años en la psicología actual.

Pese a la superación de estos prejuicios pseudocientíficos, argumentos como éstos se siguen explotando desde el ámbito religioso como una manera de mostrar evidencia científica del designio divino de la división sexual del trabajo, que habría quedado establecida en el momento en que Adán y Eva fueron expulsados del Jardín del Edén: «Con trabajo sacarás de la tierra tu alimento» (Gen 3,17). A la mujer le anuncia la multiplicación de los dolores de parto; ni una palabra sobre el trabajo: éste es pues algo que corresponde a Adán, y por extensión a los hombres.

Sin embargo, la realidad ha sido que en todas las épocas las mujeres también han sacado el alimento con trabajo, aun cuando ellas no siempre lo tengan claro y no siempre lo reporten. Véase por ejemplo el caso del campo nicaragüense, en el que, cuando los técnicos preguntan quién trabaja la tierra, las mujeres responden que sus maridos. No toman en cuenta que en gran medida ellas atienden el huerto, que también genera ingreso económico. Tampoco los técnicos reflejan el trabajo de las mujeres en las estadísticas sobre el trabajo en el campo; esto que podemos observar de primera mano en nuestro país, ha quedado documentado por Marilyn Waring desde 1988 en la realidad de las mujeres de un entorno tan lejano como Nueva Zelanda.

En la sociedad industrial, en la que se ha consolidado la división sexual del trabajo en el imaginario social, también ha quedado probada la falacia de la incapacidad –o menor rendimiento– de las mujeres en los trabajos de hombres: cada vez que ha habido guerras, las mujeres han echado a andar las fábricas.

Estos trabajos de hombre no sólo son reflejo de una división arbitraria de funciones entre hombres y mujeres en los planos público y del hogar, sino que están marcados jerárquicamente, estando el trabajo del hombre en el polo social y económicamente reconocido. Las estadísticas económicas mundiales se siguen calculando sobre la base del trabajo que se realiza fuera del hogar, no asignando ningún valor al trabajo reproductivo (el doméstico y el de cuidados).

Después de la segunda guerra mundial, estando los hombres de vuelta del frente de batalla, el sistema intentó hacer retornar a las mujeres al hogar, pero ya fue imposible. Desde entonces al presente, las mujeres cada vez se han incorporado más al empleo, ese trabajo que se realiza fuera del hogar y que históricamente ha sido asignado a los hombres. Las razones son obvias: implica un salario, vacaciones pagadas, horarios reglamentados, seguro social y jubilación, entre otras importantes prestaciones, todo lo cual fortalece la autonomía de quien tiene acceso a él. Sin embargo no han sido relevadas del trabajo doméstico y de cuidados. En ese escenario las mujeres realizan doble jornada, o triple si se agrega el trabajo comunitario (cf. Caroline Moser en Mendoza, R. El género y los enfoques de desarrollo).

Los hombres no se han involucrado mayormente en el trabajo reproductivo. También aquí hay razones obvias: el trabajo doméstico no es fuente de prestigio ni de ningún tipo de poder, más que el de hacerse necesario para la sobrevivencia de otras personas.

La doble jornada y el no involucramiento de los hombres en las tareas reproductivas ha tenido un doble impacto en las mujeres. El no poder desvincularse del trabajo reproductivo –por la creencia ancestral de que es connatural a ellas–, les resta tiempo para sí mismas, que podrían utilizar para capacitarse y actualizarse profesionalmente. Muchas mujeres lo hacen, pero para ello deben invertir mucho más tiempo que los hombres. Asimismo, la doble jornada y la falta de apoyo de los hombres en el ámbito doméstico, lleva a las mujeres a aceptar, cuando no a buscar deliberadamente, trabajos a tiempo parcial y precarizados, lo que se refleja en un menor salario nominal, menores prestaciones sociales y menores posibilidades de alcanzar puestos de dirección, todo lo cual son derechos legítimos de todo trabajador/a.

Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en 2015, a nivel mundial, la posibilidad de que las mujeres participen en el mercado laboral sigue siendo 27 puntos porcentuales menor que la de los hombres. La tasa mundial de desempleo de las mujeres es el 6.2% (un punto porcentual más alto que en los hombres). El 40% del trabajo que realizan las mujeres no aporta al seguro social, lo cual indica el alto porcentaje de informalidad de su trabajo.

Siempre siguiendo datos de la OIT, a nivel mundial las mujeres dedican 2 veces más tiempo que los hombres al trabajo reproductivo: las mujeres casi 5 horas por día, en tanto que los hombres 1 hora y media, para una brecha promedio de 3 horas y 45 minutos, brecha que crece en países en desarrollo, como América Latina. Un efecto inmediato de la cantidad de tiempo que hombres y mujeres dedican al trabajo reproductivo es el tiempo disponible para realizar trabajo remunerado: en los países en desarrollo las mujeres dedican a éste 5 horas y media y los hombres 7 horas. Es decir que en promedio los hombres dedican una jornada laboral estándar al empleo, mientras que las mujeres, en promedio, disponen del tiempo de un empleo a medio tiempo. No está de más insistir en que hablamos de promedios, pues hay variaciones de país a país, del campo a la ciudad y entre grupos étnicos, por citar sólo unos ejemplos de ejes de privilegio y discriminación.

En relación a 1995 ha habido una reducción de la brecha del tiempo que hombres y mujeres dedican al trabajo reproductivo, más concretamente en lo concerniente a la realización de tareas domésticas (lavar, cocinar...), no así en el caso del tiempo dedicado al cuidado de hijos/as, realizado casi exclusivamente por las mujeres.

Los hombres que hemos iniciado procesos de cuestionamiento de nuestras masculinidades hemos tenido en la división sexual del trabajo un punto de reflexión muy importante y un aspecto en el cual comprometernos. Veo dos niveles en nuestra incorporación a las tareas domésticas y de cuidado. En primer lugar, es un asunto de justicia social: si las mujeres realizan trabajo remunerado y reproductivo, es justo que los hombres también estemos en los dos tipos de trabajo. Más aun, cuando no hay argumento científico que justifique que los hombres no podamos realizar tareas domésticas ni de cuidados.

También veo otro nivel o perspectiva, aunque menos evidente: revalorizar el trabajo doméstico y de cuidados es importante para el crecimiento personal –de hombres y mujeres–: cuando desarrollamos la habilidad de realizar tareas domésticas crecemos en autonomía; cuando desarrollamos la habilidad de cuidar de otras personas desarrollamos la empatía y el sentido de solidaridad.

En el caso concreto de los hombres, creo que nosotros ganamos al incorporar en el conjunto de nuestras destrezas aquellas que tienen que ver con el ámbito reproductivo, y con ello, los valores que el sistema ha asignado a lo femenino: la capacidad de amar, la empatía, etc. Esto, que sucede en el plano personal, puede tener efectos en el ámbito más global contribuyendo a una cultura de paz.

Como hombre creo que es importante tener en cuenta esta dimensión de recuperación de lo femenino –un valor en nuestras vidas–, y también su dimensión de justicia, no como «una ayuda», sino por corresponsabilidad.

 

José Arregi
San Sebastián, País Vasco, España