Reescribir la historia latinoamericana con perspectiva de género

Reescribir la historia latinoamericana con perspectiva de género
 

Ana María BIDEGAIN


El control del relato histórico es parte del poder; por eso, quien domina, trata de imponer y dejar como única su versión del pasado, para que lo establecido se acepte como natural y sin necesidad de ser cambiado. Parte de la dominación masculina ha sido desconocer, ocultar, obviar la presencia de las mujeres cuando hacen el relato de la historia, subsumir la memoria de las mujeres en la de los hombres. Si las mujeres no tienen memoria, no podrán tener presente, ni transformar el futuro.

Afortunadamente, a lo largo del siglo XX se fue generando un cambio sociocultural que podríamos denominar revolución invisible. Como parte de ella, empezamos a producir una historia que da cuenta no sólo de la presencia de las mujeres sino de las condiciones de desigualdad en las cuales hemos debido vivir. Al mismo tiempo se ha empezado a reconocer la existencia de otros géneros cuya identidad sexual no es ni varón ni mujer, como tradicionalmente habíamos aceptado como parte de la naturaleza.

Este reclamo, o esta conciencia de inequidad que afecta a la mitad de la población no es nueva, y tiene hondas raíces en nuestra América Latina. Existen fuentes para decir que al menos desde el período colonial las mujeres fueron conscientes de que sobre sus hombros recaía gran parte del peso del régimen imperial. Aunque las inequidades no comenzaron con el sistema colonial, este sí complejizó la estructura social, y las relaciones entre varones y mujeres se volvieron más desiguales. Aceptadas las inequidades como naturales, forjaron modelos peculiares de ser varón y mujer. Propiciaron comportamientos que han seguido profundizando las dificultades sociales económicas y políticas. La aceptación de la figura del varón ausente, frente a la madre y los hijos abandonados, fortaleció prácticas sociales que generan dependencia, exacerbó el machismo, el clientelismo y el caudillismo, práctica que tradicionalmente se fundamentaba en la imposición del poder por las armas, justificando así el recurso al militarismo.

Mañas que lejos de desaparecer con el establecimiento de la independencia y los estados liberales, se fortalecieron. El positivismo justificó, con argumentos seudo-científicos, la inferioridad de la mujer; la cual debía ser reducida al espacio doméstico donde ‘el bello sexo’ debería reinar. Los liberales, al igual que la iglesia, proponían el ideal de la mujer en el hogar. No tomaban en consideración que la mayoría de las mujeres siempre habían estado obligadas a trabajar, tanto en el hogar como fuera de él. El único espacio público donde la mujer era bien vista y podía socializar, era el religioso, porque también era considerado privado. Muchas mujeres, hasta la primera mitad del siglo XX, encontraron refugio en la iglesia.

Ésta estaba redefiniendo su presencia social y religiosa en los estados liberales, al tiempo que debía asumir los desafíos de la realidad social. Esta coincidencia hizo que organizaciones de la iglesia se convirtieran en espacios de sociabilidad que enseñaron a las mujeres a reflexionar sobre los problemas de la realidad local, nacional e internacional, adelantar obras de misericordia y actuar en el espacio público si las circunstancias lo requerían. Quizás sin proponérselo, al tiempo que les enseñaban a defender los derechos de la iglesia, por medio del periodismo o constituyendo grupos de presión y ligas de votantes, las formaban para actuar en la vida política y estrenar sus derechos ciudadanos. Muchas mujeres formadas en espacios religiosos lograron pasar al espacio público y empezaron a ejercer sus derechos cívicos en la medida otorgada en cada país.

Este proceso, coincidió temporalmente con el movimiento de mujeres de diversos sectores sociales y políticos que empezaron a exigir ser también sujetos de derechos. Provenientes de uno u otro ámbito, las mujeres reclamaban tanto derechos políticos como sociales, entre los que destacan el acceso a los estudios universitarios, la patria potestad sobre sus hijos y el manejo de sus bienes heredados o fruto de sus salarios.

Los años atroces de las dictaduras y guerras en muchos países, nos golpearon duramente a las mujeres latinoamericanas. Hemos sufrido los estragos y no hemos temido levantar las banderas para recoger los heridos, buscar millares de desaparecidos, enterrar a nuestros muertos y pedir justicia.

Las mujeres latinoamericanas hemos conseguido derechos políticos, sociales y acceso amplio a los estudios universitarios. Hemos hecho florecer una nueva historiografía con protagonismo femenino y buscado herramientas para poder comprender las raíces de la desigualdad frente al varón, como es la categoría analítica de género. Algunas hemos logrado ocupar puestos de responsabilidad laboral y de decisión política. Sin embargo, por el mismo trabajo que hacen los varones, y siendo a veces más cualificadas, recibimos un 30% menos que el salario masculino (el gran escándalo del siglo XXI, como lo ha llamado el papa Francisco). Aunque en varios países las mujeres han ocupado el ejecutivo, no han logrado los cambios necesarios para establecer sociedades con igualdad de género. Los cuerpos de representación política como los congresos siguen siendo mayoritariamente masculinos. Todavía el imaginario del modelo social sigue siendo patriarcal.

En parte es así porque muchos, e incluso muchas, sobre todo quienes se han beneficiado de la sociedad patriarcal, se niegan a escuchar y entender que las relaciones entre los géneros y sus identidades pueden ser de otra manera. De una manera diferente a la que para ellos es la natural y aceptable, según sus modelos de lo que debe ser la identidad sexual de los seres humanos y sus relaciones.

Es importante entender que más que una negación a reconocer la presencia de la mujer en la historia o sus aportes, lo que no se quiere aceptar es la dominación inmemorial e injusta del varón sobre la mujer, o que existen otros géneros que siempre se han discriminado y desconocido como seres humanos. Por eso, no se acepta y se ridiculiza la categoría de «género». En términos psicoanalíticos, se expulsa de la conciencia el tema de la discriminación, de la dominación y su violencia contra las mujeres, los homosexuales y transexuales. Es decir, –usando la terminología jurídica procesal– se produce una preclusión, el tema se cierra y no puede ser traído nuevamente a la consciencia.

Sin embargo, esa realidad dolorosa retorna permanentemente en las voces de las víctimas, las mujeres y los otros géneros discriminados, que reclaman un modelo de relación diferente y reconocimiento a su propia identidad. A veces se le permite volver de manera alucinatoria en el arte, en la ficción del teatro, el cine o la telenovela, en la cual, con frecuencia, sí se permite plantear el tema de las relaciones de género tan sólo como eso, como ficción, como alucinación.

Cuando aparece la categoría de género para expresar las desigualdades y exclusiones de unos seres humanos por otros, no se acepta, no se la acepta como parte del discurso académico, porque hace tomar conciencia de una realidad que éticamente debe ser rechazada. No se puede soportar la culpa del pecado de esa injusticia continuada sobre las mujeres. Y como no se acepta, no cambiamos, y la dominación continúa. Esa violencia es incongruente con todos los valores de la cultura occidental, y reconocerla exigiría cambiar, lo que implicaría para algunos/as perder los beneficios que les otorga la sociedad patriarcal. En términos cristianos debería conducir a una conversión. Pero esta preclusión –que es inconsciente–, genera una incapacidad absoluta de comprender la injusticia de las relaciones y termina expresándose en machismo, homofobia y discriminación. Por eso, la historia debe narrarse con espíritu crítico en perspectiva de género, para que, al traer a la consciencia la raíz de la injusticia, se asuman los costos que imponen los límites éticos.

Los movimientos sociales, los partidos políticos, los grupos religiosos que buscan que se construya una propuesta nueva para todos, basada en relaciones de reciprocidad, no pueden dejar de priorizar el cambio en las relaciones entre los géneros y sus identidades, porque es la base de la construcción social. Para ello es necesario entender de dónde vienen ciertas prácticas sociales, políticas y religiosas que hemos aceptado como naturales para poder transformarlas. Volver a escribir la historia latinoamericana con perspectiva de género, es parte de la construcción de una nueva propuesta política con equidad. Una historia que genere pensamiento crítico y permita el empoderamiento de todos de una manera diferente.

 

Ana María BIDEGAIN

Uruguay-EEUU