Reflexión ante mis hermanas vacas
Reflexión ante mis hermanas vacas
María López Vigil
Lo primero que me sustentó en la vida, el alimento que empezó a desarrollar el cerebro con el que hoy escribo estas líneas, fue la leche de mi mamá. En poco tiempo, una vaca, muchas vacas, a las que nunca conocí para agradecerles, sustituyeron a mi madre y me siguieron nutriendo.
Por el túnel de la memoria regreso hoy al pequeño establo en el que los primos de la mujer que me amamantó –cómo se parecen a ella– ordeñan a media docena de vacas… Y allí, presente en ese recuerdo, construyo estas reflexiones.
No es sólo en la India. Hay varios lugares en África en los que las vacas son seres sagrados. Lo son en Soroti, Uganda. Allí, más de un millón de hombres y mujeres itesos consideran a las vacas su tesoro más preciado. No sólo por ser su principal riqueza material, sino porque sienten que son ellas las que unen a su pueblo con la invisible luz divina. Los iteso ponen nombres a sus vacas y consideran distinta la personalidad de cada una. A una cierta edad, y en ceremonia especial, cada niño iteso recibe una vaca. Niño y vaca tendrán el mismo nombre desde entonces y desde ese momento el niño jugará con su vaca y se responsabilizará de hacerla feliz. Lo cuenta el periodista Ryszard Kapuscinski.
Estas vacas, amadas y respetadas, mueren, como todos los seres vivos morimos. Pero a su tiempo. Los iteso comen la carne de algunas de sus vacas, pero, antes de hacerlo, a todas les dan una vida buena.
En 2015, por primera y única vez, el nombre de un nicaragüense apareció en las listas de los Oscar de Hollywood. El documental La Parka (apodo popular de la muerte en Mesoamérica), de Gabriel Serra, fue nominado a mejor documental.
Cuando llegué a México para estudiar cine me llamó la atención la cantidad de carne que come la gente. Sales en la mañana y hueles carne por todas las esquinas. Me pregunté de dónde saldría tanta carne para alimentar a una ciudad de 25 millones de personas... En ninguna ciudad latinoamericana había visto tanto consumo de carne en la vía pública. Se me vino a la cabeza una imagen de 25 millones de vacas y de 25 millones de gente comiéndoselas. Busqué entonces un rastro grande y en ese matadero encontré a Efraín, «La Parka», y con él encontré la muerte.
Lo relata Gabriel en su film, que es un día en la vida de Efraín, un hombre de unos 40 años, que desde hace 25, seis días a la semana, mata diariamente a unas 600 reses. Cuando llegué a este trabajo ese nombre me pusieron: La Parka, la muerte, un asesino… Cuando las matas, hasta lloran. Le duele a Efraín, que nunca sonríe en la media hora que dura el documental. Demasiado tiempo matando, conviviendo con la muerte.
Gabriel no ganó el Oscar. Ha proyectado su película en muchos lugares de Nicaragua para hacer reflexionar a quienes la ven. Busca impresionar con esos primeros planos de los asustados ojos de las reses al llegar al corredor de la muerte, como si ellas supieran lo que va a suceder. Confía en que esas imágenes cambien mentes en este país ganadero y carnívoro que es Nicaragua.
Sigo recordando a las vacas del establo de mis parientes. No saben ellas que son parientes de los salvajes uros, que hace unos ocho o diez mil años fueron domesticados por nosotros los humanos. Hoy, mil millones de descendientes de aquellos uros que ya no existen, habitan nuestro planeta.
Qué dulces me parecen los ojos de las vacas… El obispo Pedro Casaldáliga debió pensar lo mismo cuando escribió: «Maldito sea el latifundio / salvo los ojos de sus vacas». Seguramente veía en esos ojos los de las vacas que vio de niño en el establo que tenía su familia en Balsareny.
Ya casi no existen establos pequeños como aquéllos, donde las vacas también tienen nombres, y son bien cuidadas, y dan leche a diario, y a veces –sólo a veces– carne. Hoy, 56 mil millones de reses se hacinan en lugares sin ventilación, esperando ser matadas cada año por incontables Efraínes que seguramente también han perdido la sonrisa.
La revolución industrial transformó en máquinas a los animales a los que les comemos su carne. Hoy, las reses –también los pollos y los cerdos– son «producidos» en fábricas industriales. Desde que nacen hasta que mueren pasan toda su vida como piezas de una incansable e imparable «línea de producción».
Las vacas lecheras viven toda su vida hacinadas en espacios mínimos, tienen que dormir sobre sus propios orines y excrementos. Reciben cada cierto tiempo comida, hormonas y medicinas a través de máquinas y a ciertas horas son ordeñadas por máquinas. No ven nunca a sus hermanos humanos.
Lo denuncia Yuval Noah Harari en su potente texto «De animales a dioses. Breve historia de la Humanidad»: Es probable que tratar a animales vivos que poseen un mundo emocional complejo como si fueran máquinas les cause, a quienes así los tratan, no sólo malestar físico, también un gran estrés social y frustración sicológica. ¿Cómo a Efraín, La Parka?
Sin embargo, reflexiona Harari: De la misma manera que durante siglos el comercio de esclavos por el Atlántico no fue el resultado del odio hacia los africanos, tampoco la moderna industria animal está motivada por animadversión hacia los animales. Está impulsada por la indiferencia. La mayoría de las personas que producen y consumen huevos, leche y carne rara vez se detienen a pensar en la suerte de las gallinas, las vacas y los cerdos que comen.
Comer carne desarrolló nuestros cerebros más velozmente. Lo han demostrado los científicos evolucionistas. La actual adicción a comer carne ya no desarrolla nuestros cerebros. Tal vez los embota; seguramente los insensibiliza.
Las consecuencias van más allá del daño que nos causa a los seres humanos. Desde los años 60 en toda Centroamérica la ganadería se convirtió en el sector económico privilegiado por los créditos de las instituciones financieras internacionales y de la banca privada nacional para aumentar la exportación de carne hacia el Norte.
En 1981 el investigador ecologista Norman Myers publicó un libro que tituló: «La conexión hamburguesa: cómo los bosques de Centroamérica se convierten en hamburguesas de Norteamérica». Myers evidenció cómo todo se destruía al convertirlo en mercancía: los bosques, las reses, también los seres humanos… Porque se mataba el bosque para criar reses, se mataban reses para producir hamburguesas y se producían hamburguesas para que los trabajadores «se mataran» trabajando y rindiera más el tiempo… El fast food ha avanzado imparable desde entonces. La comida rápida, clave de esta estrategia, garantizaba que la gente funcionara también como una máquina... Hoy sigue aumentando el rendimiento de quienes trabajan y la insensibilidad de quienes consumen.
Se estima que entre 1960 y 1983 el 60% del crédito otorgado a los gobiernos centroamericanos se destinó a desarrollar la ganadería. Desde entonces Centroamérica empezó a exportar al Norte cada vez más carne, cada vez más barata, a costa de destruir más bosques, convertidos masivamente en carne de res. Nicaragua, el país más grande en superficie de Centroamérica, nunca ha abandonado el modelo de ganadería extensiva: sacrifica bosques para dedicar esas tierras a pastos donde criar reses que serán sacrificadas y convertidas en hamburguesas que harán ricos a una minoría... y obesos a la mayoría.
Las vacas de los primos de mi madre viven bien. 56 mil millones de sus hermanas no. Esperan la muerte en condiciones inhumanas. Y es que ellas sienten como nosotros, dice La Parka.
Puede que pasen años hasta que se cierren las industrias que han convertido a las vacas en máquinas para hacernos adictos a su carne. ¿Qué podemos hacer para adelantar ese momento? Es poco.
«Pero hay una cosa que todos podemos hacer hoy mismo: comer menos carne». Es el mensaje que me llega de Avaaz, una organización civil global, que lleva más de una década promoviendo la movilización de la ciudadanía, sensibilizándola para actuar, aunque sea en lo pequeño, en favor de las Grandes Causas, ésas que pueden «cerrar la brecha entre el mundo que tenemos y el mundo que queremos».
También a esa sensibilidad nos ha movido el Papa Francisco cuando en la encíclica Laudato Si’ insiste, no sé cuántas veces, en que «todo está conectado». Y nos recuerda que «todas las especies vivas conforman una red que nunca terminamos de reconocer y comprender», y que «buena parte de nuestra información genética la compartimos con los seres vivos».
Estamos hermanados pues. También a las vacas.
María López Vigil
Managua, Nicaragua