Religión en Europa y en América Latina

Religión en Europa y en América Latina

A partir de un plebiscito suizo sobre la construcción de minaretes

Paulo Suess


Suiza es famosa por el secreto de sus bancos y por la precisión de sus relojes. Recientemente, con sus 7’7 millones de habitantes, ha llamado la atención mundial, no por algún escándalo bancario o por el atraso de alguno de sus relojes, sino por un plebiscito sobre la construcción de minaretes (29.11.2009). Minarete es la torre de la mezquita, desde la que el muezín llama a los fieles musulmanes a la oración. La gran mayoría de los cerca de 350.000 musulmanes suizos son emigrantes de la antigua Yugoeslavia y de Turquía, y de las más de 100 mezquitas que hay en Suiza, sólo 4 tienen minarete. Pues bien, el 57’7% de los electores votaron a favor de la prohibición de construir más minaretes.

Estudios de opinión han mostrado que en otros países europeos el resultado de la consulta hubiera sido semejante. O sea, lo que ocurrió en Suiza no representa un comportamiento aislado. Ignorancia e intolerancia, que confunden el Islam con Al Qaeda y los talibanes, se sumaron al miedo a una islamización del país, a la pérdida de la identidad cultural y de la laicidad política. Por motivos diferentes, el gobierno suizo, el Vaticano, las iglesias evangélicas y los obispos católicos, sectores de la población civil y de partidos políticos de izquierda, se expresaron a favor de la construcción de nuevos minaretes. En vano. Las instituciones políticas, religiosas y civiles, con sus comunicados de opinión políticamente correctos, han perdido el contacto con el pueblo.

Frente al islam y a otras religiones no cristianas, las señales emitidas por el sector hegemónico de la Iglesia Católica han sido casi siempre ambivalen-tes. Todavía recordamos la conferencia polémica de Benedicto XVI, en la universidad de Regensburg (12.09.2006). Recordamos también el discurso de apertura de la Vª Conferencia General del CELAM, en Aparecida (13.05.2007), en el que el papa afirmó que la conquista de América trajo para los pueblos indígenas al «Dios desconocido», y que el anuncio del Evangelio «no supuso, en ningún momento, una alienación de las culturas pre-colombinas, ni fue la imposición de una cultura extraña». En los dos casos, para apagar el incendio que se provocó, hizo falta más agua que para bautizar a los pocos neófitos que todavía quieren acoger el misterio. Para hablar de violencia e intoleran-cia, la Europa cristiana de cualquier denominación no necesita buscar en las aguas turbias de otras religiones.

Los minaretes indican cambios en las sociedades europeas debidos a la emigración de personas que llegan de otras culturas y regiones en busca de trabajo, y que están dispuestas a vivir la integración en la sociedad acogedora, sin asimilación cultural ni religiosa. Invitar a trabajadores o permitir la emigración dentro de la Unión Europea, no es como importar máquinas. Las personas emigran con sus culturas y sus religiones, que son visibles, y les permiten vivir su identidad.

Suiza es un país pequeño de Europa, y Europa es una región pequeña del planeta Tierra. Pero, en un mundo globalizado, las ideas, las economías y los procesos organizativos han perdido su territorialidad. El mundo nor-atlántico continúa dominando las economías y las ideologías mundiales. La Iglesia Católica monitorea sus iglesias de Asia, África y América Latina según patrones culturales europeos. Eso ha producido una homogeneidad teológica, ministerial y administra-tiva de seminarios, parroquias y liturgias. Al mismo tiempo, en niveles considerados secundarios, se dan nichos culturales de gran diversidad, y relaciones inter-religiosas amigables. No son el resultado de la explotación de la mano de obra de emigrantes, sino la misma convivencia colonial, que produjo un intercambio permanente entre religiones indígenas, afroamericanas y cristianismos. Junto con las nuevas religiones y confesiones de migrantes, y con la secularización y la urbanización, deconstruyeron la imagen de la homogeneidad del continente católico.

Hoy, en la mayoría de los países latinoamericanos, con sus 4 millones de musulmanes, o en Brasil, con un millón de ellos, sería imposible pensar en un plebiscito victorioso contra la construcción de minaretes o algo semejante. El pueblo latinoamericano ha incorporado como hábito constitucional de su vida el «juego de cintura», que es una forma de tolerancia light, que no se pronuncia sobre la verdad o no verdad de la doctrina tolerada. La diferencia con Suiza está en la mayor liberalidad del pueblo latino-americano, que heredó de los indígenas y de los africanos colonizados la alquimia de su sobrevivencia. Sobrevivir es un buen motivo para la tolerancia de los subalternos.

Donde hay vida humana, hay símbolos. ¿Cuántos símbolos religiosos consigue soportar una sociedad secular sin abandonar su estatuto laico, que en la sociedad plural es algo positivo, porque garantiza la paz entre las religiones, esa paz que amenazan las religiones hegemónicas? La tendencia de la política cultural de la Europa secularizada y laica apunta a la progresiva prohibición de los símbolos religiosos. El nombre de «Dios» no consta ya en la Constitución de la Unión Europea, y sólo aparece en 5 de las Constituciones de los 27 países miembros. Por orden judicial, ya han desaparecido cruces e imágenes religiosas de las escuelas y edificios públicos en la mayoría de los países. En los países pluriculturales y multirreligiosos, ¿se puede considerar que un crucifijo en la pared de una escuela o de un edificio público favorece una religión frente a otra? ¿Se puede prohibir el velo de las musulmanas que son profesoras en las escuelas públicas?

Con la mundialización, estas cuestiones llegaron también a los puertos de América Latina. En Brasil, la cuestión del estatuto público de los símbolos religiosos ha emergido no por una pelea entre minaretes y torres de catedrales, sino entre religión como tal y laicidad, entre vida pública y privada. El Consejo Nacional de Justicia (CNJ), en su sesión del 29 de mayo de 2009) desatendió cuatro pedidos de retirada de símbolos religiosos de las dependencias del Poder Judicial. El CNJ alegó que los crucifijos y otros objetos son símbolos de la cultura brasileña, y no interfieren en la imparcialidad de la Justicia. Ya el tercer programa Nacional de Derechos Humanos, firmado por el presidente Lula el 21 de diciembre de 2009, prevé, junto a «mecanismos que aseguren el libre ejercicio de las diversas prácticas religiosas», impedir «la ostentación de símbolos religiosos en establecimientos públicos de la Unión». El Estado brasileño no es confesional, pero tampoco es ateo, como se puede deducir del preámbulo de la Constitución, que invoca desinhibidamente la protección de Dios. Es difícil distinguir entre vida pública y religión privada; como muestra la propuesta de la Procuraduría Regional de los Derechos del Ciudadano de julio de 2009, que propone la retirada de los símbolos religiosos de los locales de amplio acceso o de atención al público, en los lugares públicos federales del Estado de São Paulo, siempre que se respete la manifestación de la fe de los servidores públicos en sus mesas y oficinas. Según esta propuesta, el juez puede poner una estatua de la Virgen de Aparecida en su mesa de trabajo, pero no puede permitir que una imagen de Nuestra Señora de Guadalupe o una cruz adorne el Tribunal de Justicia.

Los procesos de racionalización cultural han producido el desencantamiento del mundo (Max Weber) y la diferen-ciación funcional de las antiguas unidades familiares, por los procesos de trabajo y organización, divididos en esferas de política, economía y derecho. La religión se ha convertido en una de esas esferas, una entre otras, perdiendo su hegemonía (Emile Durkheim). Los dos procesos, la racionalización como desencantamiento y la diferenciación en esferas funcionales separadas, han destituido a la religión de su trono.

En las sociedades modernas europea y latinoamericana ha disminuido el conjunto de valores colectivamente compartidos, pero un núcleo de valores fundamentales es necesario para garantizar la integración social de los ciudadanos. Así, las religiones han resurgido en nuevas configuraciones en el mundo pos-secular. Las religiones tienen futuro, porque la transcendencia -su campo propio-, que hace transcender la dimensión pulsional, es una cualidad esencial del ser humano. Tienen futuro porque, en su conjunto, en un mundo de contingencias, relativismos y gozo total, son capaces no sólo de decir -con Freud y Lacan- que la limitación del gozo funda la sociedad humana, sino de traducir también esa limitación en «compensaciones» a través de imágenes de esperanza, señales de justicia y acciones de solidaridad.

«Futuro» y «limitación» apuntan a nuevas formas de iglesias y de organización eclesial, capaces de acoger la alteridad sin perder la propia identidad. El futuro no vendrá de la limitación de los minaretes ni de la de las teologías del Tercer Mundo. Vendrá de la prohibición del escándalo de la intolerancia y del atraso del hambre. Para esto, necesitamos unirnos en una «cadena productiva» de constructores de solidaridad y de paz, con los sectores rebeldes y lúcidos de Suiza, del Vaticano y del mundo. Quien es incapaz de reconocer el estatuto teológico del Continente latinoamericano, será también incapaz de reconocer el dedo de Dios en la religión del Otro y en la construcción de sus minaretes. Los ciudadanos que sean incapaces de aceptar los minaretes de los fieles musulmanes se verán un día obligados a aceptar los fusiles de los infieles.

Paulo Suess

São Paulo, SP, Brasil