Religión y comunicación
RELIGIOSIDAD Y COMUNICACIÓN
José Ignacio González Faus
Contextos
Se dice que hoy vivimos en la era de la comunicación. Pero también es un tópico repetido la falta de comunicación en nuestros días: incomunicación entre la pareja, incomunicación entre padres e hijos, entre los miembros de una familia todos en silencio alrededor de la tele (cuando no peleándose por ver este programa o el otro), incomunicación incluso entre los amigos, cada uno con sus auriculares y escuchando su música particular...
Aunque este juicio pueda ser matizado, pone al menos de relieve que no es comunicación todo lo que lleva esa etiqueta. Mi correo electrónico me abre algunas posibilidades de comunicación, quizá no más intensa pero sí más rápida. Pero cada vez que lo abro me obliga a perder bastante tiempo eliminando mensajes con virus (y suerte que tengo un buen antivirus que me los detecta), eliminando anuncios de viagras y otras cosas que ni siquiera sé lo que son, o borrando correos de señoras norteamericanas que me envían fotos suyas insinuantes y me dicen que están «married but lonely» y que son «de mente abierta»... Esos correos vienen de un país que tiene fama de ser el más comunicador y el que menos comunica, en el mundo actual...
Por otro lado parece que si la palabra religión tiene que ver con algo, es con la comunicación: comunicación del ser humano con Dios o comunicación de Dios al ser humano (que solemos llamar revelación) para ser a su vez transmitido o vuelto a comunicar. Incluso, desde una óptica cristiana, el significado del dogma de la Trinidad es que la esencia más íntima de Dios es ser comunicación plena, total e igualitaria.
Conceptos
Tras este mapa tan variopinto parece que deberíamos comenzar aclarando qué entendemos por comunicación. Para decirlo de manera bien simple hablemos del contacto entre la interioridad de dos (o más) seres humanos.
Esto implica en primer lugar que las dos interioridades entran en el juego. Pero, tratándose de seres corporales, implica también que el contacto de interioridades sólo puede hacerse a través de medios externos. Esta es quizá la mayor fuente de problemas y ambigüedades en la realidad de la comunicación.
Lo primero excluye del mundo de la comunicación infinidad de contactos de valor muy distinto: notificación, mandato, propaganda, seducción, engaño... Nada de eso es comunicación aunque lo califiquemos así muchas veces: porque ni entrega la propia interioridad ni llega de veras a la intimidad del otro.
Lo segundo implica en el universo de la comunicación no sólo a la palabra sino infinidad de conductas, gestos o signos, y a veces hasta silencios, que pueden ser convertidos en vehículos de la propia interioridad y llegar hasta el alma del otro. Hay ocasiones en la vida en que, por ejemplo, un abrazo puede comunicar más que cien palabras.
Por supuesto, las palabras son ambiguas y los gestos y los signos lo son todavía más. Por eso la comunicación puede ser manipulada y lo es con frecuencia. Hay una porción de nuestro subconsciente que, ante cada relación, se comporta buscando cómo podría sacar la máxima ganancia para sí, tanto a nivel personal como social. En cambio, la densidad que, según el cristianismo, tiene el mandamiento del amor al prójimo como transparencia de Dios, propone un doble ideal inasequible de comunicación: preguntarse ante cada interlocutor (personal o social) cómo le trataría Dios, para procurar tratarle así. Pero además, desear y procurar que en el interlocutor aparezca al máximo esa imagen de Dios que le constituye y está destrozada o borrosa en él, como en todos nosotros.
Notemos que esta ambigüedad de los signos y las palabras está en el origen de la palabra «castidad» (limpieza), que va mucho más allá de la ausencia o presencia de relaciones sexuales. Con ello estamos queriendo decir que el cristianismo (y las religiones en general) deberían comportarse siempre «castamente» en el campo de la comunicación.
Así pues: la comunicación implica: llegar hasta el otro; llegar hasta lo mejor del otro. Y tener algo propio que dar o que decir cuando se llega hasta ahí.
Pretextos
Con frecuencia las religiones (la iglesia católica por ejemplo) no llega hasta los seres humanos, porque su lenguaje y sus símbolos son de otras culturas y épocas: un enorme esfuerzo de inculturación en el pasado (en el mundo platónico y aristotélico), incapacita ahora para romper cáscaras y trasplantar contenidos. El celo por conservar una tradición se convierte en obsesión por conservar las formas en que cuajó aquella tradición, como si para no perder una planta lo mejor fuera disecarla o congelarla. De esta manera podríamos conservarla durante siglos pero «ya no sería planta»: porque la vida sólo se conserva cambiando, en una cadena de transformaciones misteriosas que no rompen la identidad.
Por eso la Iglesia (y no me quiero referirme ahora a las otras religiones, pero ellas deberían también examinarse en este punto) habla con lenguaje de otras épocas y culturas, abusa de gestos ambiguos como un cierto culto al papa, contando con la necesidad de mitos que tiene la gente (con lo cual, no es que la fe se haga pública sino que se pone al nivel de la publicidad, que no es lo mismo), también tiende a hablar demasiado y antes de tiempo (mi amigo X. Alegre dice que algunos jerarcas deberían aprender a «callar ex cathedra»), y tiende demasiado a comunicar verticalmente («porque lo digo yo que soy el cura» o porque «soy el obispo y tengo el Espíritu Santo»), en vez de hacerlo horizontalmente.
Por eso también la iglesia, en su afán de comunicar, se entrega poco. Y entiendo perfectamente que es muy importante que el contenido no se altere. Es muy importante: pero es igualmente importante que el contenido se transmita.
En cambio, la publicidad y los llamados medios «de comunicación» llegan fácilmente a todos los seres humanos, pero pocas veces llegan a lo mejor de nadie (y en el caso de la publicidad, no llegan nunca): confunden comunicación con manipulación. Igual que las iglesias tienden a confundir la fidelidad a su identidad con la incomunicación.
Propuestas
En el campo religioso cabe aplicar a la comunicación las sabias consideraciones que hace san Pablo sobre lo que él llama «hablar en lenguas» y «profetizar». En el primer caso es posible que el comunicador diga cosas muy sublimes, pero sólo las entiende Dios (o sólo él mismo, añade Pablo con ironía). En el segundo caso la comunicación llega a seres humanos y «edifica, exhorta y consuela» (1 Cor 14,3). Las iglesias deberían preguntarse siempre con Pablo: «si me dirijo a vosotros 'hablando en lenguas' ¿qué provecho os traeré?» (v. 6). Y tenemos la sensación de que se lo preguntan demasiado poco. Por eso, como diría san Pablo: «hablan al aire y son como 'bárbaros' para el destinatario» (vv. 9 y 11), y lo menos que deberían hacer es reclamar un intérprete. Pablo se enardece después explicando a sus corintios que él sabe muchas más lenguas que ellos, pero «prefiero hablar cinco palabras inteligibles e instructivas, que diez mil palabras extrañas». Para terminar pidiéndoles que sean un poco más maduros y menos infantiles... (vv. 18-20).
Si aplicamos a nuestro tema estas espléndidas consideraciones podríamos obtener el siguiente resumen:
a.- que el destinatario «entienda»;
b.- que sea edificado: esta palabra está muy devaluada por un espiritualismo rancio que se dedicaba a forzar buenos ejemplos y la entendía más del sujeto activo («ser edificante» se decía) que del receptor; pero no se trata de eso sino de que la comunicación «ayude a construir» al otro: que llegue a lo más profundo de él y contribuya a que saque la mejor versión posible de sí mismo.
c.- Así se percibiría la distinción importante entre evangelización y proselitismo: éste no realiza una verdadera comunicación sino un lavado de cerebro más o menos disimulado; aquella no pretende conquistar sino ofrecer, no imponer sino proponer: que el evangelio esté presente entre las ofertas, tanto personales como sociales, que pueblan la atmósfera vital de aquella persona.
Esto deberían intentarlo todas las religiones en el mundo de la comunicación. El cristianismo, además, debería añadir un cuarto punto a las tres conclusiones enunciadas: contar con la posibilidad de la cruz y del fracaso. Es el mismo riesgo que corre Dios con nosotros, precisamente porque no tiene más armas que las del amor. Ello no significa que todo fracaso sea un compartir el destino del Crucificado (muchas veces los cristianos hemos fracasado por hacer mal las cosas, y últimamente este mal hacer creo que ha sido bastante frecuente). La apelación a la cruz nunca puede dispensarnos del examen y la autocrítica. Pero aun así, aun haciendo bien las cosas, la cruz puede hacerse y se hará presente, y hay que contar con ella: «somos siervos inútiles y no hicimos más que lo que debíamos hacer».
Y si no que se lo pregunten a san Romero de América...