Religión y educación

Religión y educación

Fernando del Paso


I.

El ángel Gabriel le anunció a María, en Nazaret, que, sin que fuera conocida por varón, esto es, sin perder su virginidad, concebiría, por obra y gracia del Espíritu Santo, a un niño cuyo nombre sería Jesús, Hijo del Altísimo. Cuando Mahoma, el fundador del Islam, tenía tres años de edad, el mismo ángel Gabriel lo recostó en la tierra, abrió su pecho sin causarle dolor, sacó su corazón, lo limpió del pecado original, lo llenó de fe, conocimiento y luz, volvió a colocarlo en su seno, y la piel quedó lisa e intocada. Saturno mutiló con una guadaña de diamantes a su padre, de cuya herida brotó la sangre que fecundó la blanca espuma del mar de la que nació Venus, diosa del amor. Coatlicue, la deidad de las enaguas de serpientes, encontró un día un ovillo de plumas que guardó en su ceñidor y quedó entonces encinta de Huitzilopochtli sin el concurso de varón. Buda fue también concebido por una madre virgen, tras haber ésta soñado que el futuro Gautama entraba a su seno bajo la forma de un elefante blanco y, cuando nació, las aguas del mar perdieron su sabor salobre. Acrisio encerró a su hija Dánae en una torre, para alejarla del amor, pero Júpiter, el dios más poderoso del Olimpo, se transformó en lluvia de oro para fecundarla y engendrar a Perseo. Odín, dios del cielo, de la poesía, las artes mágicas, el trabajo y las fuerzas de la naturaleza tenía como único ojo al sol, por haber sacrificado el otro para obtener un sorbo del agua de la fuente de la Sabiduría. Jesús resucitó a Lázaro y al hijo de la viuda de Naín. Mahoma, montado en la yegua mágica Al-Borak, visitó en vida todos los cielos, en los que se reunió con su padre Adán, con Azrael, el ángel de la muerte, y por último con el patriarca Abraham en el séptimo de los cielos, donde cada habitante tenía 70 mil cabezas: en cada cabeza 70 mil bocas; en cada boca 70 mil lenguas que hablaban, cada una, 70 mil idiomas diferentes, todos ellos dedicados a cantar, sin tregua, desde siempre y para la eternidad, la gloria del Altísimo. Quetzalcóatl viajó al inframundo para reclamarle a Mictlantecuhtli los huesos de los muertos y Orfeo descendió a los infiernos para rescatar a Eurídice. Brahma, nacido de un huevo de oro que flotaba sobre las aguas primordiales, se dedicó a la meditación durante varios miles de años, sentado en una flor de loto, antes de iniciar la creación del mundo. Jesús multiplicó en la montaña los panes y los peces. Mahoma alimentó a un millar de hombres con un cordero asado y un pan de cebada, y con las chispas de las rocas que golpeó con un martillo de hierro, iluminó el palacio imperial de Constantinopla, la residencia real de Persia y todo el reino del Yemen, conocido también como la Arabia Feliz.

Lo más bello del hombre-decía el poeta Paul Eluard-, es más bello que el hombre. Más bella, sí, que el ser humano y su miseria física y espiritual, ha sido su prodigiosa capacidad para crear cosmogonías, leyendas, mitos, dioses y demonios, paraísos e infiernos que no son sino el espejo de los mecanismos de un alma que se debate entre los contrarios: la vida y la muerte, el todo y el nada, el odio y el amor, el día y la noche, el instante y la eternidad. Y toda esta creación, con los siglos, ha adquirido las dimensiones de un universo propio: el de una imaginación colectiva portentosa, cuyo conocimiento debería formar parte de la educación de todo ser humano.

La polémica sobre la educación religiosa es, en nuestro país, incipiente y antigua a la vez. No hace mucho tiempo que manifesté, en una carta publicada en este mismo diario, La Jornada, mi opinión al respecto. Rescato hoy el tema, a propósito de las recientes declaraciones del cardenal Norberto Rivera, quien, al hablar de la educación laica, expresó que ésta provoca que los valores pierdan consistencia y se relativicen, y que a causa de ello desaparezca "la visión unitaria del hombre". Estoy, en parte, de acuerdo con el señor Rivera, y es por eso que, en mi opinión -reitero: ya expresada-, es necesario enseñar, sí, desde la primaria y hasta la secundaria, la historia de las religiones y del pensamiento religioso a través de la historia. En este siglo, en este milenio, en este mundo donde todo -para bien y para mal- se globaliza a la velocidad de la luz y a la velocidad de la sombra, pocas cosas podrán proporcionarnos una visión unitaria del hombre de todas las edades y todas las razas, nacionalidades, religiones y lenguas, que un estudio como el que propongo, el cual, desde luego, no contradice en lo más mínimo el concepto de una educación laica.

Retomo el tema, decía, y me propongo esbozarlo a continuación. Se trata sólo de un esquema, sencillo pero muy ambicioso, que, confieso, creo que está más cerca de la Utopía que de la realidad. Al escribir este texto, sentí que araba en el mar. Al leerlo en voz alta, que predico en el desierto. Pero asumí esta tarea con júbilo, como un compromiso moral.

Si vamos a preparar a los alumnos en estos temas, tendremos que preparar primero a los maestros y elaborar libros de texto consecuentes que podrían ser seleccionados mediante concursos. La relación de las principales maravillas y milagros atribuidos a las diversas deidades y sus profetas tendrían que figurar en los primeros años, narrados como si fueran cuentos de hadas, narraciones fantásticas -que al cabo eso son-, de modo que no haya ningún niño que no haya oído hablar de cómo las murallas de Jericó se derrumbaron al son de las trompetas, cómo Prometeo se robó del Olimpo el fuego sagrado para dárselo a los hombres, cómo Viracocha, hijo del sol y hermano de Mancocapac, se apareció a los incas en forma de fantasma para anunciar la llegada de los conquistadores y cómo, en fin, Tezcatlipoca, el dios invisible sembrador de discordias, nunca se cansaba de viajar entre el cielo, la tierra y el infierno.

Ante la imposibilidad de estudiar la historia de todas las creencias, se debe elegir, para el programa, las principales religiones y mitologías. Yo propondría, entre estas últimas, la egipcia y la griega, la hindú, la escandinava, y de nuestro continente la náhuatl, la maya, la huichola tal vez, y la inca. Y entre las primeras, el hinduismo procedente del brahmanismo, el sikhismo, el budismo y el lamaísmo, el confucianismo y las tres grandes religiones monoteístas: el cristianismo, el judaísmo y el islamismo, con sus numerosas ramificaciones. Y en particular sus orígenes en gran parte comunes, y sus vínculos. Como sabemos, el Antiguo Testamento, en el que prevalece un Jehová irascible, colérico y vengativo, está compartido por judíos y cristianos. En parte, también, por el Islam, cuya teología y ciertas de sus tradiciones se basan en el Pentateuco, o sea, en los primeros cinco libros de la Biblia: Génesis, Exodo, Levítico, Números y Deuteronomio, atribuidos a Moisés. Por lo mismo, los mahometanos -además de observar el rito de la circuncisión cuando los varones cumplen cinco o seis años- comparten con los judíos la prohibición de comer animales considerados como inmundos, el puerco en particular, así como la forma de sacrificarlos, normas todas estipuladas en el Levítico.

Son éstos los libros sagrados de las diversas religiones, los que más útiles nos serán para iniciarnos en su conocimiento, así sea somero, acercándose a ellos en una primera etapa como libros de cuentos, para hacerlo más tarde, en una etapa superior, objeto de análisis comparativos. Entre estos libros podríamos mencionar: los Himnos Védicos y el Upanishad hindúes; el Dhammapada budista; el Zend Avesta persa, el Popol-Vuh quiché. Quizás un vistazo al Zohar como una de las expresiones de la cábala o sistema teosófico judío medieval, y a los libros sobre teosofía y espiritismo de madame Blavastky y Allan Kardec, la Guía de los perplejos del gran teólogo judío Maimónides, y el Talmud de los hebreos, código fundamental del derecho judío. Y desde luego, el Corán y la Biblia. No tendrán los alumnos, por supuesto, que leer estos voluminosos escritos. Bastará, las más de las veces, señalar algunos hechos notables. Por ejemplo, que el Corán, además de Moisés, y de Adán y Eva, comparte con judíos y cristianos otros profetas y varios ángeles, entre ellos el ya mencionado Gabriel; que en el texto árabe se niega que Jesús -llamado Isa- haya sido hijo de Dios, pero se le reverencia también como el profeta más grande después de Mahoma y, cosa extraordinaria, se dice que su madre, María o Maryem, lo concibió, virgen, cuando el ángel Gabriel sopló en su seno. Los mahometanos comparten también, con los católicos, el perdón de los pecados, salvo el de idolatría. La Biblia es, por otra parte, uno de los libros, o conjuntos de libros, más maravillosos que se han escrito en todos los tiempos. Me duele pensar que los jóvenes crezcan en la ignorancia de, por ejemplo, los Salmos de David, o el Cantar de los Cantares de Salomón, el Eclesiastés o el Apocalipsis. Sería recomendable, pienso, una comparación del contenido de la Biblia protestante y la católica: una, la de Casiodoro de Reina, la otra, la de Nácar y Colunga. Y una referencia a los Evangelios Apócrifos -así llamados porque la Iglesia los considera falsos: entre ellos el Protoevangelio de Santiago, el Evangelio Armenio de la Infancia y la Historia Copta de José el Carpintero-, que después de todo son los que contienen, como lo señala el ensayista español Juan G. Atienza en su libro Nuestra Señora de Lucifer, algunas de las leyendas cristianas vigentes más importantes, que nunca figuraron en los textos aprobados por la Iglesia católica, en particular en los Cuatro Evangelios o Tetramorphos, tales como los nombres nunca mencionados en la Biblia católica de los reyes magos Melchor, Gaspar y Baltasar; así como la historia de Longinos, el que atravesó con su lanza el costado de Jesús; la de la Verónica, que le enjugó el sudor y la sangre a Jesús camino del Gólgotha con un lienzo en el que quedó impreso el rostro del Salvador; los nombres de Dimas y Gestas, la presentación de María en el templo o el nacimiento de Jesús entre un buey y un asno. De particular interés, en mi opinión, sería un resumen del libro de Los Evangelios del teólogo y filósofo alemán David Federico Strauss. Temas de reflexión podrían ser por qué, si los reyes magos representaban las tres partes que se pensaba tenía el mundo: Europa, Africa y Asia, faltó el rey de otro continente cuya existencia sí era conocida por los cielos, América, y por qué en ésta se hallaron -esto se lo preguntaba asombrado el cronista de Indias, padre Acosta- animales como la llama, la nutria o el tepezcuintle, que nunca habían tenido oportunidad de subirse al Arca de Noé.

De una antología de fragmentos de estos libros, de la cuidadosa y sabia condensación de su meollo, y de la enseñanza de las principales características de las grandes religiones, de la bondad y el amor en ellas manifiestos, de su creencia o no en la vida eterna o en una integración panteísta del alma al universo, de su afirmación en la transmutación o la encarnación de las almas, de su tolerancia o intolerancia hacia otras religiones, de su ecumenismo y de la forma en la cual sus teorías y sus prédicas se han aplicado en la vida cotidiana a lo largo de la historia, de sus triunfos y sus fracasos, sus aciertos y sus errores, de su puritanismo o su apertura, su moderación o su fanatismo, podremos obtener un más que interesante, maravilloso panorama del pensamiento religioso del hombre sobre la tierra. Lo que equivale a decir un panorama de una parte -la más importante, quizá, las más resplandeciente- de su imaginación.

II. Dios, infierno y paraíso

Ante la imposibilidad de conocer todos los atributos que se han asignado a Dios como el Ser Absoluto y Primordial en todas las mitologías y religiones que desembocaron en el monoteísmo y que le dieron Brahma a los hindúes, Atón a los egipcios, Yahvé o Jehová a los judíos y Alá a los musulmanes, conviene limitarnos al Dios de los cristianos y, sin la menor pretensión de enredar a los alumnos en argumentos teológicos, darles a conocer por lo menos los cuatro grandes argumentos de la existencia de Dios de la teología occidental cristiana: el Ontológico, atribuido a San Anselmo; el Cosmológico derivado de Aristóteles y Santo Tomás; el Teleológico y, finalmente, el argumento moral de Kant. Sería, pienso, indispensable examinar las raíces maniqueas del cristianismo en la medida en que se basa en el doble principio de la Luz y las Tinieblas, y la consiguiente lucha eterna entre el bien y el mal. La idea de un infierno y un paraíso está estrecha e indisolublemente vinculada a este principio. La historia del infierno es muy antigua: los griegos concibieron el hades, y los judíos el gehenna; en el Apocalipsis de San Juan el infierno es un lago de azufre y fuego, y tanto hindúes como budistas, zoroastrianos y musulmanes, se imaginaron un lugar de terribles, inenarrables torturas para los malvados, si bien en muchos casos, estos lugares parecen ser más bien purgatorios temporales, lo que no ocurre en el cristianismo, a cuyos pensadores, al menos durante siglos, no les repugnó la idea de la existencia de un castigo eterno.

Cielos ha habido, hay muchos, además de los paraísos terrestres que ha inventado la fantasía, desde el Jardín del Edén y el País de Jauja a El Dorado de los omaguas, pasando por las islas maravillosas de la mitología germánica, donde corrían ríos de leche y miel y, no faltaba más, también de cerveza. La historia del cielo, de Colleen McDanell y Bernhard Lang, constituye una preciosa fuente de conocimiento de las diversas concepciones cristianas del cielo, que incluyen a la Jerusalén celestial de la Iglesia Triunfante de muros y calles de oro y piedras preciosas; al cielo como la reunión de contempladores inmóviles y perpetuos del Ser Supremo; al cielo donde los bienaventurados, en una especie de Jardín de las Delicias, recrean algunos -no todos- de los placeres terrestres, como la danza y la risa, y el cielo de Martín Lutero, donde los insectos más repugnantes despiden deliciosas fragancias y llueven monedas de oro.

Temas de reflexión en las clases podrían ser la contradicción fundamental entre el libre albedrío y la voluntad omnipotente de un Dios que todo lo sabe y dispone, así como la limitante más grave de esa omnipotencia: el hecho de que todo lo puede Dios, menos hacer que no haya pasado lo que ya pasó, problema que el dicho popular expresa con peculiar picardía: los palos dados, ni Dios los quita.

Historia de la Iglesia

Como prólogo a este capítulo, podemos referirnos a la historia de la influencia de las religiones y los ritos paganos de la antigüedad en las creencias y la liturgia católica, y en particular el culto al sol y los astros, del cual encontramos todavía algunos rastros, como en la palabra inglesa Sunday o día del Sol, que es, también el día del Señor, y en los nombres de los días de nuestra semana: el lunes de la Luna, el martes de Marte, etc. Por lo demás, la historia de la religión cristiana es, al menos durante muchos siglos, la historia de la Iglesia, que reclama para sí el título de Santa, y que se divide en Iglesia Militante, Purgante y Triunfante. La falta de espacio nos obliga a acudir a un esquema limitado a los temas indispensables: los primeros apostolados, las persecuciones y el martirio sufridos por los cristianos de las Catacumbas, la fundación de la Iglesia y el Papado por San Pedro; la conversión en el siglo iii de Constantino el Grande, que instituyó el cristianismo como religión oficial del Imperio Romano. La expansión en Europa de la doctrina y del poder pontificio que culminó con el dominio de los Estados de la Iglesia y su pérdida posterior. La reclamación, para el Papado, hecha por Inocencio I, de la soberanía sobre toda la cristiandad occidental. La coronación de Carlomagno como Emperador de Occidente por León III, inaugurando así el Sacro Imperio Romano. La actuación excepcional de Inocencio III. Los Papas de Aviñón. El cisma del siglo xv, que provocó la existencia simultánea de tres papas y, por supuesto la Reforma provocada por la corrupción de Roma -no puede faltar la escabrosa historia de los Borgia- y la comercialización de las indulgencias, motivos todos que dieron lugar al nacimiento de las primeras ramificaciones protestantes creadas por los seguidores de Lutero y Calvino. La diferenciación de los presbiterianos puritanos que prevalecieron en Escocia y más tarde en Irlanda del Norte, en contraste con la creación de otra Iglesia muy distinta, la Anglicana. La Santa Inquisición, que merece un capítulo aparte. La conquista espiritual de América y la obsesión catequizante española derivada de la Contrarreforma. El nacimiento y evolución de algunas órdenes como las de los jesuitas, los dominicos, los franciscanos. Las Cruzadas y sus fundamentos más que religiosos políticos y económicos, sus rotundos fracasos ante las fuerzas de los turcos y los árabes, el saqueo de Constantinopla y la legendaria y catastrófica Cruzada de los niños. Como temas aparte, se harían referencias al intento de conciliación entre la ortodoxia cristiana y Aristóteles, que dio como resultado el milagro de la Escolástica; a la constitución del Estado de la Ciudad del Vaticano nacido del pacto firmado en 1929 por Mussolini y Pío XI y con el cual han establecido relaciones diplomáticas docenas de naciones. Al Dogma de la Infalibilidad Papal, que data apenas de 1870, instituido por Pío IX, y que se refiere no a todo lo que dice el Papa, sino únicamente a lo que proclama ex cathedra, o sea desde la silla de San Pedro, en cuestiones que atañen a la doctrina, la fe y la moral. Pienso que, además, para todo católico resultará interesante saber que durante más de 15 siglos, era costumbre que el Papa nombrara cardenal de la Iglesia a cualquier laico no sacerdote, es decir a quien nunca había recibido las sagradas órdenes y que, en teoría al menos, cualquier varón católico, sin ser sacerdote, podría, aun en nuestra época, ser elegido Papa.

El Santo Oficio

La historia del cristianismo y con ella la de nuestra civilización occidental, no estaría completa, desde luego, sin la historia de la Santa Inquisición, cuyo Tribunal fue creado en 1229 en el Sínodo de Toulouse, con objeto de descubrir y suprimir la herejía, y que con lujo de crueldad y por medio de la denuncia, la cárcel, la tortura y la hoguera, operó durante siglos en Italia, Francia, España, Portugal y América. Las variadas manifestaciones de la herejía, como el arrianismo, se dieron desde los primeros tiempos de la era cristiana y a lo largo de los siglos destacaron entre ellas los docetistas, que afirmaban que el cuerpo de Cristo era un fantasma; el gnosticismo y los ebionitas, que aseguraban que Jesús era hijo carnal de María y José, y, en fin, otras muchas, como el patripasianismo, el pelagianismo, el jansenismo y el quietismo. La Inquisición sirvió para eliminar numerosos movimientos disidentes, como las sectas espirituales y los begardos de Alemania, y en España se dirigió en particular contra aquellos moros y judíos, llamados marranos y conversos, que habían renunciado al judaísmo y al Islam para abrazar la fe católica. De paso le sirvió a la Iglesia y a la intolerancia para asesinar a místicos, heterodoxos, francmasones, humanistas, bígamos, blasfemos, homosexuales y autores e impresores de libros prohibidos. Prohibidos, claro, por la Iglesia. Pocos ejemplos tan cruentos e inhumanos como las guerras de religión en Francia y los asesinatos en masa indiscriminados de los cátaros o albigenses franceses, los hugonotes -1572 fue el año de la tristemente célebre Noche de San Bartolomé - y, más tarde la destrucción, sin piedad, de los camisardos.

La historia de la Inquisición en México es confusa, ya que en tanto el historiador Luis González Obregón calcula que hubo 51 sentencias de muerte en los 230 años que duró el Santo Oficio en nuestro país, hay quien afirma que el número fue casi insignificante. Sin embargo, parte indispensable de nuestro estudio sería el libro de Alfonso Toro, donde se narra el caso de la célebre familia mexicana de los Carvajal, mártires de la fe judía. He dicho varias veces antes, y no me cansaré de reiterarlo, que no se entiende el espanto de los españoles ante los sacrificios humanos de los aztecas, ya que éstos obedecían a una lógica, macabra si se quiere, pero lógica al fin, que era la de alimentar al Sol con la sangre de los vencidos, en tanto que los cristianos torturaban y quemaban a sus hermanos en nombre de un Dios todo misericordia. No hay que olvidar que en 1480, los Reyes Católicos Fernando e Isabel le dieron un nuevo impulso a la Inquisición, y que en 1492, aún estaba vivo el siniestro Torquemada. Motivo de discusión, en clase, puede ser comparar la imaginación inquisitorial aplicada a la invención de espantosas torturas de una crueldad inconcebible, con la de aquellos que torturaron a Jesús con azotes, una corona de espinas y la crucifixión, así como comparar los padecimientos espirituales que sufrió el fundador del cristianismo, con los millones de simples mortales que han sufrido lo que él jamás sufrió, como la muerte de un hijo adorado, para poner un solo ejemplo.

No estará ausente de este programa, por supuesto, la relación de la violencia y la crueldad ejercidas contra los cristianos y católicos en particular a través de los siglos: las persecuciones de los primeros tiempos, antes mencionadas; las matanzas de los católicos irlandeses de las que fue responsable Oliver Cromwell, así como las atrocidades cometidas por los republicanos franceses en las llamadas Guerras de la Vendée en Francia, iniciadas a finales del siglo xviii, o las matanzas de cristianos a manos de los boxers chinos en los albores del siglo xx. La historia de las persecuciones religiosas, es, desde luego, inagotable, pero en un programa de estudios amplio sobre este tema la historia del Holocausto sería, por supuesto, un tema ineludible.

III. La Iglesia en México

La historia de la Iglesia en el mundo, o en cualquier país en particular, merece que se dedique un espacio considerable a aquellos que la han ennoblecido con su generosidad y amplitud de alma, su bondad, su amor, sus sacrificios. Así, en México, defensores de los indios como Las Casas, Antonio Alcalde y Vasco de Quiroga y desde lejos, desde la Universidad de Salamanca, Francisco Vitoria, que hicieron más llevadera la onerosa carga de los vencidos, entre los cuales abundaban los indios que no deseaban irse al cielo, porque allí se encontrarían, como en la tierra, con los españoles, en tanto que historiadores como Sahagún y Clavijero se encargaron de reivindicar los valores culturales prehispánicos. La brillante labor de otros eclesiásticos, como la de Diego de Landa y la de Juan de Zumárraga -inquisidor apostólico durante seis años-, se vio empañada por su fanático celo contra lo que consideraban idolatría.

Hechos que es necesario tomar en cuenta: la expansión y consolidación de la Iglesia durante la Colonia. Después, ya iniciada la guerra de Independencia, la orden de la Constitución de Cádiz, parcialmente vigente en nuestro país, en el sentido de que el catolicismo sería la religión oficial de México a perpetuidad. La ratificación que de esto hizo el Congreso Constituyente de 1823, ya consumada la Independencia. La Reforma de Gómez Farías de 1833, que entre otras cosas tenía el propósito de excluir al clero de la instrucción pública. La intransigencia de la llamada Constitución de las Siete Leyes, de 1835, en la que se estableció que la nación mexicana no toleraría el ejercicio de ninguna otra religión. Y, en fin, la Reforma juarista con todas sus implicaciones, entre ellas la separación de la Iglesia y el Estado, la educación libre, la libertad de cultos y el registro civil. Se haría una relación de los conflictos entre la Iglesia y los liberales a través del siglo xix, así como de la ruptura entre el imperio de Maximiliano y la Santa Sede. Seguiría a esto un análisis de la Iglesia en el porfiriato y durante la revolución y después de ella, en una época en que varios delegados apostólicos fueron expulsados del país, hasta llegar a las reformas salinistas, que incluyeron la reanudación de relaciones diplomáticas entre nuestro país y el Vaticano.

Sobra decir que se estudiarán las opiniones de detractores y apologistas de Juárez, a fin de que cada alumno se haga un juicio propio de este personaje. Para ello, no sobrará hacer un repaso de los antecedentes europeos de la separación de la Iglesia y el Estado, y recordar que Juárez, hasta donde yo sé, nunca renegó de la fe católica. Por último el tema de la Cristiada. Pienso que será fácil ponerse de acuerdo en lo absurdo e inaceptable de las leyes que prohibían las procesiones callejeras y el uso de hábitos sacerdotales y monjiles en público, pero que otros aspectos de la llamada persecución religiosa y la respuesta rebelde armada de los soldados de Cristo Rey se prestan para debates enconados. En este caso, se podría pensar en polémicas de expertos, televisadas, en circuito cerrado, transmitidas en los planteles respectivos de toda la nación, que serían dirigidas por moderadores que hicieran justicia a su título, esto es, que de verdad sepan moderar los ánimos y la más que probable exaltación de los participantes.

El culto mariano

Apenas pasado el siglo en el que se inició la emancipación de la mujer, creo que es necesario referirse al desprecio absoluto a la mujer que parece ser el denominador común de la mayoría de las religiones. No se escapa la hebrea, cuya feroz misoginia fue heredada por el cristianismo, como desde un principio lo confirma uno de los personajes más grandes de la Iglesia, San Pablo, en los versículos 11 y 12 del capítulo 2 de la Primera Epístola a Timoteo: "La mujer aprenda en silencio, con toda sujeción / porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio".

Sin que esta misoginia haya desaparecido, como es evidente, parece haber sido atenuada por los católicos, al crear, para la tranquilidad de su conciencia, el culto mariano. El erudito estudio de Juan G. Atienza, al que antes nos referíamos, nos da la oportunidad de conocer la historia de esa devoción, profundamente arraigada y conocida también con un nombre que rechazan de manera rotunda los católicos: la mariolatría. Sería interesante señalar que algunos pensadores aducen que el culto mariano, agregado al de los santos, le quita al catolicismo el carácter de religión monoteísta. En lo que a su historia se refiere, Atienza nos señala que apenas en el siglo vi comenzó a conmemorarse en Jerusalén la Dormición, o Tránsito de María, y que no fue sino 500 años más tarde que se consolidó el culto a la Virgen en Occidente, mismo que tuvo un primer auge en los siglos xii y xiii, coincidente con las Cruzadas y la reforma cisterciense. Se introdujo así, en la religión católica, el elemento sagrado femenino que, afirma Atienza, la ortodoxia paulina jamás habría aceptado. Desde entonces, la Virgen María "arrastra más multitudes que el recuerdo de su hijo". Así, y al igual que en otras épocas que se pierden en la noche de los tiempos, "la sacralidad se desplaza de la energía fecundante del sol, a la silenciosa capacidad generadora de la tierra". La actitud de las autoridades eclesiásticas respondió a la aclamación popular. Vemos así que el culto a María no surge del seno de la Iglesia: nace en el corazón del pueblo, pero, al aceptarlo, la Iglesia rescata de paso el dogma de la virginidad de María, y aquel que la liberaba del Pecado Original, proclamados por la Iglesia en el 431 y en torno al año 1000, respectivamente. Como sabemos, no fue sino hasta 1950 que el Papa proclamó como dogma la Asunción de María, o en otras palabras, su milagroso ascenso al cielo, en cuerpo y alma. La palabra "Ascensión" se reserva para Jesucristo, el Hijo de Dios. Pero, por otra parte, las Sagradas Escrituras mencionan otras asunciones en cuerpo y alma: la del patriarca Enoc y la del profeta Elías, en tanto que la de Moisés queda en duda, y los musulmanes, como dijimos, mencionan una asunción temporal, en vida, de Mahoma.

Más adelante, Atienza analiza la presencia de María en los cuatro Evangelios o Tetramorphos. En San Mateo, sólo en una ocasión se menciona la palabra "virgen", al citar el versículo 124 del capítulo 7 de Isaías: "He aquí que una doncella ha concebido y va a dar a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel". Por lo demás, apenas si San Mateo se refiere a María en dos o tres ocasiones. San Marcos, por su parte, jamás la nombra en su Evangelio. San Juan se limita a hablar de ella sólo dos veces: en las bodas de Caná, y en el Calvario. Y es sólo San Lucas quien, para decirlo con las palabras de Atienza, ofrece "un hermoso desagravio a la madre de Jesús". En efecto, en su Evangelio la nombra como "Virgen" en lo que a la concepción de Jesús se refiere, si bien más adelante habla de la madre "y los hermanos" de Jesús -otros hijos que Lucas le adjudica a María-, la califica de bienaventurada, y la hace entonar el cántico que se conoce como el Magnificat, cuya autoría es adjudicada por la leyenda al propio San Lucas, y para el cual han compuesto música Palestrina, Marenzio y Bach, entre otros. Cabe aquí recordar que, tra