Repensemos la democracia

REPENSEMOS LA DEMOCRACIA

IVONE GEBARA


En 2005, sobre todo en el mundo universitario, se celebró el bicentenario del nacimiento de Alexis de Tocqueville, consagrado autor de «La democracia en América», obra que provocó a la intelectualidad a pensar lo que sería una democracia moderna. Tocqueville, en aquella época, analizando la sociedad estadounidense, a pesar de ser francés, ya profetizó las formas de despotismo que resultarían de la «igualdad de condiciones» de la sociedad individualista de masa. Según él, se daría una exacerbación de las exigencias egoístas y una tiranía de la opinión democrática, que al exigir que todas las diferencias sean igualmente respetadas, acabaría por destruir lo que llamamos el bien común. Más: acabaría por hacernos vivir en una especie de «totalitarismo blando», impuesto por la sociedad de consumo, que excitaría nuestros deseos narcisistas en su propio beneficio. Así, la pretendida igualdad democrática, se fundaría de cierta forma en la universalización del consumo individual en provecho del lucro de una élite. Ese análisis, hecho hace más de doscientos años, puede ser una referencia para ayudarnos a entender la falacia de la democracia actual y nuestra incapacidad para crear nuevas formas de organización social que favorezcan la vida de la mayoría.

Cada vez más nos damos cuenta de la complejidad de lo que llamamos «democracia» y de la necesidad de que entendamos y construyamos nuevas formas de convivencia social ante la exclusión creciente de personas en todos los continentes. Esas formas no pueden ser abstractas o preestablecidas, modelos más o menos fijos o rígidos a los cuales queremos llegar. Tampoco pueden basarse solamente en los principios generales de los derechos humanos, dado que los principios muchas veces habitan el mundo de los ideales y no consiguen articular soluciones inmediatas. Igualmente, no pueden ser modelos democráticos iguales para todo el mundo, pues si así fuera estarían copiando la pretendida democracia del Imperio estadounidense. Tampoco pueden pensar en los seres humanos como fundamentalmente buenos, siempre capaces de querer el bien. Entre los buenos, se elegiría a algunos mejores y los reconoceríamos como detentadores de poderes de bondad capaces de transformar nuestras relaciones. Es bueno recordar que éste ha sido el procedimiento actual de las religiones el querer fundar comportamientos políticos de derecha o de izquierda, bautizándolos como «democracia según la voluntad divina». Una vez más, acentuaríamos las formas jerárquicas y también, indirectamente, modelos a ser imitados en la línea del consumismo consagrado por el capitalismo vigente.

Hoy, el consumo, considerado casi como práctica religiosa, no refleja sólo a su manera la cuestión de las clases sociales, sino que muestra una especie de invitación a un igualitarismo «democrático» consumista. Todos necesitan y pueden tener su aparato de sonido, su teléfono celular, su computador, su carro, su dieta individualizada. Lo colectivo cede el puesto a lo individual. Se da entonces la perversión de la democracia y, a partir de ahí, los gobernantes pasan a garantizar simplemente el crecimiento del consumo inútil, permiten la propaganda de productos superfluos para el mantenimiento de la vida, dejando de lado las actividades básicas que mantienen la dignidad de la vida. Los gobiernos hoy llamados democráticos acaban permitiendo el desarrollo del ilusorio sueño de que todos los bienes de consumo propuestos por la publicidad, pueden estar al alcance de todos. Y, con esa ilusión ideológicamente consciente, no tienen otra alternativa que, como dice Foucault, «vigilar y castigar» o, como dice Delueze, «controlar», sobre todo a los pobres. Y eso, porque todos estamos más o menos embriagados por las novedades y extravagancias que la sociedad de consumo presenta y vemos en el deseo de poseer esos bienes la realización de nuestra humanidad y la vivencia de nuestra ciudadanía. Los pobres, ellos y ellas, también pueden y deben desear, pero el Estado vigilante controlaría los excesos comprensibles del deseo de aquellos que no quieren ser excluidos. Hay una especie de perversión que mantiene el capitalismo vigente vivo y, en él, una ilusión de democracia.

Hemos hecho de la democracia un reino de consumismo, de forma que hemos acabado entendiéndola como el derecho de todos y todas a usufructuar la «igualdad de condiciones» para desear y poseer lo superfluo, lo descartable, aquello que alimenta la divinidad del lucro. Más aún, hemos hecho una democracia que se da a sí misma el derecho de exhibir lo superfluo, de escribir y convencer sobre el derecho a lo superfluo como producción cultural. Así, la sociedad llamada democrática en la que vivimos ha pasado a ser una sociedad siempre ávida de placeres nuevos, de dominaciones nuevas, de instrumentalización y comercialización de cuerpos. Y una sociedad que exige cada vez más especializaciones y produce cada vez más seres humanos descartables, sujetos de asistencia pública. Nuestra democracia ha pasado a ser una democracia de fachada, una democracia de palabra vacía de sentido ético.

Sospecho que esta palabra, «democracia», se ha vuelto inadecuada, un concepto gastado e inadecuado para explicar lo que vivimos y lo que nos gustaría vivir. Sin embargo, continuamos hablando de democracia y viviendo, en la realidad, en un régimen totalitario mundial, militarizado y tecnológico. Éste predica los «derechos humanos» universales, y borra del mapa cada día a millares de niños recién nacidos. La dictadura del lucro y del consumismo nos ha encerrado en el «miedo al otro» que no tiene lo que tenemos, nos ha encerrado en la búsqueda de placeres individualistas, y nos ha vuelto insensibles a los movimientos que buscan transformaciones sociales fundadas en un bien común de calidad ética.

A veces pienso que la idea que tenemos de democracia, sobre todo en los ambientes cristianos, es tal vez una idea muy religiosa. Pensamos la democracia como una utopía, como una especie de fraternidad universal donde todas las hambres serán saciadas, como expresión idealizada del reinado de Dios, como un mundo de relaciones pacíficas y pacificadoras, como un lugar político bueno al que se quiere llegar. Esa «idea religiosa de democracia» no tiene fuerza para oponerse a la «religión capitalista democrática» del consumismo. Ambas pecan por la absolutización e idealización del ser humano, sea en su perfeccionamiento consumista, o sea en su perfeccionamiento anticonsumista. Ambas se sitúan en extremos que se juzgan mutuamente y buscan adeptos para su propio lado. En realidad, parece que ambas se olvidan de la historia humana y de sus desafíos reales, de los procesos de socialización que nos marcan, de los micro-poderes que educan nuestros deseos y de los dolores inmediatos que sentimos. No tengo respuestas convincentes para encontrar caminos en esta selva gris en que estamos. Tengo algunas sugerencias que sirven de invitación al pensamiento.

Si, por ejemplo, nos detuviésemos a observar la vida cotidiana de cada uno y cada una de nosotros, podríamos al menos admitir las dificultades inherentes a las relaciones humanas. Percibiríamos que la ganancia y el egoísmo están siempre al acecho de las buenas acciones y las buenas intenciones de personas y grupos. De la vida cotidiana, en su sencillez y complejidad, aprenderíamos que la convivencia humana exige un mínimo de orden y de límites. Y esto, porque no somos ni buenos ni malos por naturaleza. Somos seres históricos «mezclados», y esa mezcla hace que nuestras acciones e instituciones sean también una mezcla. No seremos perfectos, ni irreprensibles, ni haremos de la tierra un Paraíso de delicias y de justicia, ni una democracia radical en la que todas y todos verán respetados sus derechos. No somos totalmente pacíficos ni totalmente belicosos. Por eso, el arte de la política que busca favorecer el bien común tiene que lidiar con seres mezclados, inconstantes, contradictorios, verdaderos y mentirosos como somos. Y, tiene que proponer la educación de cada sujeto en el lugar pequeño en que está, en la línea del «haz el bien que desees que los otros hagan». En esa misma perspectiva -y ahora en un espacio mayor- las viejas fórmulas de la política democrática, que invitaban a las personas a formar organizaciones para la defensa de sus intereses, de forma que participaran del gobierno de la ciudad y de la nación, necesitarían recuperar fuerza y creatividad para afrontar el complejo momento en que vivimos. La creación de instancias intermediarias en los diferentes sectores de la organización social necesitaría ser reactivada a fin de mantener valores e ideales de servicios de gobernabilidad que sirvan al bien común. Por eso, estas instancias podrían incluso proponer la deposición de un gobierno, de un jefe de empresa, un gobernador, obispo, pastor, papa, rey, funcionario, profesor... en el caso de que estuviese olvidándose –en sus actos- de priorizar el bien común. Esas instancias deberían funcionar desde el barrio hasta la ciudad, de la capilla a la diócesis, desde el hospital hasta el Ministerio de Salud.

Y el bien común, ¿quién lo definiría? Éste es el desafío, sobre todo en este momento en que parecemos vivir en el «totalitarismo blando» del lucro y del consumismo y en una gran dificultad de encontrar caminos de justicia y de bien. Aquí también deben aparecer las «instancias intermediarias» que se organizarían en los diferentes niveles e instituciones, y a partir de ahí pensarían en el «bien común» en aquella situación, para aquel grupo, sin olvidar jamás que somos parte de una compleja red de relaciones mucho más amplia que nuestro propio grupo.

Una vez más, no piensen que seremos perfectos. Seremos sólo un poco mejores «hoy» porque nos haremos una invitación mutua a pensar y a «construir» los seres humanos que queremos ser hoy. La responsabilidad será nuestra y no ya de aquellos que deciden por nosotros y nos imponen su democracia y su política. Sabremos que, formando parte incluso de un «sistema capitalista imperial» que no hemos escogido, estaremos viviendo «algo» de lo que creemos, y ayudando a acoger las exigencias de los próximos pasos. Quizá esas pequeñas cosas alimentarán nuestra fe y nuestra esperanza HOY, y nos ayudarán a construir relaciones un poco más democráticas.

 

IVONE GEBARA

Camaragibe, Pernambuco, Brasil