Ser negro en América Latina
Ser negro en América Latina
Jean Bertrand Aristide
En 1518, según referencia documental, atracó el primer barco negrero en el Nuevo Mundo, en la costa oriental de Haití. Tres siglos y medio después, en 1873, el último cargamento fue desembarcado en Cuba. En el más gigantesco traslado coercitivo de la historia humana, 10 millones de negros fueron arrancados de su continente por los piratas de la costa occidental de África, encadenados y sujetos al largo viaje trasatlántico.
Así llegaron antepasados al infierno de la esclavitud. Vinieron del mar, de todos los mares. Y cuando nos sumergimos en nuestras experiencias y en los conocimientos que hemos acumulado, para proponer y trasmitir una nueva forma de percibir y de movilizar nuestras sociedades, vibra nuestro ser, y la raíz de nuestra sensibilidad étnica y de nuestra especificidad histórica renace y se recrea, enriqueciendo la mujer y al hombre universal.
Nacidos en condiciones de excesiva presión, los pueblos del Caribe y de América llevan a la historia humana una panoplia de innovaciones, de ejemplos de superación y de realización de nuestro ser. Llegamos aquí como objetos de la historia, para servir de peldaños a la grandeza de otros. Nos imaginaron salvajes, siervos, 36 meses, esclavos, peones acasillados, iletrados, colonizados, gente sin razón... Cuántos nombres no nos pusieron en su ciencia y su antropología de la exclusión y de la opresión. Por eso, durante los cien primeros años, después de la llegada de Cristóbal Colón, mataron a más de 90.000.000 de nosotros.
Y pacientemente fuimos inventando fórmulas de renacimiento. Nos hicimos cimarrones, nos hicimos insurgentes, nos hicimos guerrilleros, nos hicimos revolucionarios, nos hicimos independientes, nos hicimos refugiados. Y siempre fuimos avanzando, cada día apareciendo con toda la carga de la historia nuestra, reapareciendo donde menos nos esperaban.
La ruta de la libertad se construye, extrayendo sin cesar de lo más remoto de nuestras historias particulares, nuevas estrategias de victoria. Es la negación del ser salvaje que se deseaba imponernos, la negación del cautivo que creían que éramos, del peón acasillado que reclama su proyecto de sociedad, del analfabeto que daba brillo a su cultura, del colonizado que daba existencia a imperios. Y la mejor prueba de esta negación tantas veces secular, es la ineludible necesidad que tuvieron de producir cadenas para contener nuestra fuerza de protesta, la necesidad de monopolizar toda la tierra para inventar el peonaje, las barreras a la comunicación que les hacía falta para fabricar a los analfabetos, la necesidad de levantar ejércitos de ocupación para asentar sus dictaduras.
Nuestra negación de vivir en la esclavitud no es otra cosa sino una lucha eterna de la vida contra la muerte. Una negación que define cada uno de nosotros los oprimidos, que nos vincula con la libertad y nos obliga a buscarla incluso cuando tenemos que transitar por la muerte.
Porque no sabemos encerrarnos dentro de nuestros límites físicos. Las urgencias de nuestro ser, la realización y la materialización de este ser hecho del precipitado de nuestras experiencias del pueblo, nos conducen día tras día a buscar esta dimensión de lo invisible, esta dimensión de los valores eternos de justicia, libertad, dignidad, respeto y amor.
Cuando separa en nuestro camino la horrible muerte física, con valor y coraje la abrazamos, felices de vivir y de sobre vivir a través de esta dimensión invisible. Esta capacidad de esposar lo invisible, en lenguaje teológico o en lenguaje cristiano, es justamente la riqueza infinita del ser, de un ser que no puede vivir fuera de la trascendencia, de la superación de uno mismo.
Para que nuestra pequeña persona individual pueda alcanzar este espacio de trascendencia, precisa sumarse al ser colectivo de nuestros pueblos y del pueblo d Dios en su devenir. Fueran cuales fueran los rigores de la vida, los mecanismos de sobrevivencia se construyen en el intercambio de experiencias y en la transparencia.
El ser colectivo de nuestras naciones nace y se manifiesta en la resistencia, en la resistencia solidaria. Así, poco a poco fuimos tejiendo lazos, armando el contrato social que nos une, haciendo viables el surgimiento y la cristalización de los valores morales de dignidad, de respeto, de justicia, de libertad y de amor.
Ahora bien, el problema de nuestros pueblos caribeños, latinoamericanos y de todos los pueblos d la América Nuestra, es plasmar estos valores en nuestras instituciones sociales y administrar nuestras sociedades de manera que no se aparten de estos ideales que venimos acarreando desde que pisamos tierra americana o desde el famoso encuentro de dos o tres mundos.
Nuestra historia de pueblos oprimidos es la historia de la viabilidad de lo imposible. Desde 1492, hemos concebido la posibilidad de vivir en u n mundo de libertad, creado a partir de nuestro ser libre. Pero este ser libre, solamente existía en nuestro mundo mental. Y es esta producción de nuestra imaginación la que tratamos empecinadamente de materializar.
Enriquecidos por el esfuerzo de siglos de negación de la opresión, estamos derrotando con nuestra resistencia colectiva, todo el aparato estatal que trata de cohibir nuestros más sencillos anhelos. Y que más testimonios puedo ofrecerles, sino esos 19 meses de existencia heroica del pueblo haitiano, doblados por los 19 meses de solidaridad generosa de las naciones americanas.
Bailando con los negros
Pablo Neruda
Negros del Continente, al Nuevo Mundo habéis dado la sal que le faltaba; sin negros no respiran los tambores sin negros no suenan las guitarras. Inmóvil era nuestra verde América hasta que se movió como una palma cuando nació de una pareja negra el baile de la sangre y de la gracia. Y luego de sufrir tanta miserias y de cortar hasta morir la caña y de cuidar los cerdos en el bosque y de cargar las piedras más pesadas y de lavar pirámides de ropa y de subir cargados las escalas y de parir sin nadie en el camino y no tener ni plato ni cuchara y de cobrar más palos que salario y de sufrir la venta de la hermana y de moler harina todo un siglo y de comer un día a la semana y de correr como un caballo siempre repartiendo cajones de alpargatas manejando la escoba y el serrucho, y cavando caminos y montañas, acostarse cansados, con la muerte, y vivir otra vez cada mañana cantando como nadie cantaría, cantando con el cuerpo y con el alma. Corazón mío, para decir esto se me parte la vida y la palabra y no puedo seguir porque prefiero irme con las palmeras africanas madrinas de la música terrestre que ahora me incita desde la ventana: y me voy a bailar por los caminos con mis hermanos negros de La Habana.