Sin cambio de cosmovisión, nuestro activismo será inútil

Sin cambio de cosmovisión, nuestro activismo será inútil

David Molineaux


Para muchos activistas sociales latinoamericanos, el tema de la ecología ha resultado relativamente ajeno. Algunos suponían que el ambientalismo era un asunto de clase media, o sólo de los países industrializados. Hoy en día nos vamos dando cuenta que no es así: el cambio climático, sobre todo, está provocando muertes, violencia armada, y sufrimiento intolerable en más y más regiones del planeta.

Un caso dramático ha sido la cruenta guerra civil en Siria. Todos hemos visto imágenes de ciudades destruidas, mujeres y niños víctimas, y el drama de los centenares de miles refugiados que han llegado en masa a las playas europeas. Entre las causas fundamentales de esta guerra está el cambio climático: una catastrófica sequía exacerbada por el calentamiento global. En años recientes esta sequía ha desplazado más de millón y medio de campesinos de sus tierras ancestrales, forzándolos a refugiarse en las periferias de las ciudades, sin posibilidad de trabajo ni de futuro. Esta situación fue clave en el estallido del conflicto armado.

Todos somos conscientes del papel de las grandes corporaciones transnacionales en la agudización de la crisis ambiental, con su producción extractivista y sus emisiones contaminantes. También nos damos cuenta del impacto del consumismo, combinado con el aumento exponencial de nuestro poderío tecnológico. Son pocos, sin embargo, los que se dan cuenta de un ingrediente menos visible pero omnipresente: nuestra cosmovisión moderna. Como gente «moderna» compartimos una serie de supuestos, un «sentido común», íntimamente relacionado con la encrucijada ambiental que enfrentamos.

Un primer componente de esta mentalidad es el antropocentrismo: se da por sentado que el valor supremo es el bienestar y el progreso humanos. El mundo natural, en contraste, es visto como esencialmente pasivo, sin inteligencia ni sentimientos. No tiene dignidad ni derechos: es el mero escenario o telón de fondo del gran drama humano. La naturaleza es para el uso humano: la extracción de recursos naturales, la producción agrícola, el recreo…

Tales supuestos, combinados con el poder de nuestra tecnología, tienen mucho que ver con la crisis ambiental que hemos generado. Sobre todo cuando permiten la aceptación generalizada de procesos de industrialización basados en la explotación sin límite de la Tierra: la explotación ilimitada de petróleo, minerales, madera y otros elementos.

Sin darnos cuenta, hemos sufrido de una especie de autismo en relación al mundo natural: una incapacidad de sentir y valorar su vigor auto-organizador, su insondable complejidad, sus múltiples y sutiles interconexiones vitales. Difícilmente reconocemos nuestra pertenencia, nuestro innegable parentesco con todo lo viviente. Aislados, en gran parte, de los grandes ciclos naturales, hemos ido perdiendo nuestra conexión afectiva con los demás seres vivientes. Y a menudo lo que ha quedado es la trivialidad, el vacío, el sinsentido. Nos hemos vuelto, en gran medida, huérfanos espirituales. Y tal vez peor: ni siquiera hemos sabido llorar nuestra pérdida.

Las izquierdas políticas y sociales no están exentas de esta trágica situación. Las luchas sociales y sindicales de la era industrial se han basado a menudo en una concepción hiper-racional y estrechamente economicista. Sus exigencias se han limitado a una distribución más equitativa de los productos de la industria y la tecnología modernos, y rara vez han cuestionado el modelo extractivista y contaminante que nos da acceso a ellos. Ejemplo histórico de ello puede ser la Unión Soviética, cuyo modelo industrial aceleró enormemente la explotación de los recursos naturales y los procesos industriales contaminantes. Pero una mentalidad no muy diferente se puede notar en nuestro propio Continente.

La izquierda latinoamericana ha insistido poco en políticas más amigables para con la Tierra. Ahora, ¿quién no celebra las cifras sobre reducción de la extrema pobreza bajo los gobiernos de Brasil, Venezuela, Ecuador y Bolivia? Sin embargo, ninguno de sus gobernantes reformistas o de izquierda ha cuestionado seriamente los procesos extractivos y contaminantes que generan los excedentes repartidos.

Aquí, dirán, se trata de ser realistas... El problema es que lo real está definido por su cosmovisión, la cual sigue siendo esencialmente antropocéntrica. Y esta cosmovisión es la responsable, en gran parte, de la catástrofe ecológica que nos amenaza. Aquí convendrá recordar el muy citado aforismo de Albert Einstein según el cual «no es posible solucionar un problema con la misma mentalidad que lo originó».

No se trata, de ninguna manera, de abandonar las luchas por la justicia económica y contra el poder abrumador de las grandes empresas y el enriquecimiento obsceno de una pequeña minoría, pero ese activismo no es suficiente. Si no van acompañadas de un radical cambio de cosmovisión, nuestras luchas están destinadas a fracasar. Necesitamos de una especie «revolución copernicana», nada menos que una conversión colectiva capaz de despertarnos de nuestro trance moderno-mecanicista y percibir con ojos nuevos al mundo viviente que nos rodea. El mismo Papa Francisco invoca una «valiente revolución cultural», el primer paso de la cual será «aminorar la marcha, para mirar la realidad de otra manera» (Laudato Si’, 114).

En el caso de los que llevamos muchos años en los movimientos sociales, es probable que estemos actuando desde un paradigma cuasi-inconsciente, que tendremos que abandonar a favor de una visión y una praxis que nos permitan relacionarnos de otra manera con la Tierra y los sistemas vivientes que nos rodean.

Es importante darnos cuenta de lo que la ciencia actual nos va revelando: que lejos de ser inerte y pasivo, el mundo natural es emergente. Que desde las galaxias hasta las partículas subatómicas, el universo es una dinámica red de seres interconectados, auto-organizadores, y en permanente proceso evolutivo. Lejos de ser una mera colección de objetos, se asemeja a una comunión de sujetos.

Y en segundo lugar, tendremos que ir redescubriendo la dimensión sagrada del mundo natural.

Para esto, simplemente porque somos americanos, disponemos de una incomparable fuente de visión y sabiduría: el patrimonio espiritual y religioso de los pueblos indígenas de nuestro Continente. Se trata de una expresión histórica única, integral, reconocida por eminentes testigos como una de las grandes tradiciones espirituales del mundo.

Los primeros indígenas llegaron al territorio americano hace más de 10.000 años, y al ir poblando este vasto Continente fueron entablando una profunda relación de reverencia y comunión con todo lo que los rodeaba: con las montañas, los ríos, y los bosques, y con su espléndida diversidad de animales y plantas.

Estos pueblos crearon una gran variedad de expresiones simbólicas y estéticas en las cuales se interpenetraban lo cósmico, lo humano y lo divino. En este contexto elaboraron en ritual y danza los grandes temas arquetípicos del inconsciente colectivo: la Madre Tierra, el viaje sagrado, la personalidad heroica y la renovación cósmica; y les dieron expresión concreta en ceremoniales de sanación e iniciación como el temazcal, la búsqueda de visión, el machitún, y la danza del sol.

Las culturas indígenas siguen presentes de forma sutil en las vidas de todos los países americanos, no sólo en los alimentos básicos que consumimos y los múltiples vocablos que salpican nuestro lenguaje cotidiano, sino en huellas mentales que apenas percibimos. Carl Jung, el gran pionero suizo de la psicología, analizó a muchos norteamericanos de origen europeo, y en ellos dijo encontrar a menudo rasgos psíquicos indígenas.

Tal vez la sanación del planeta, por lo menos de este hemisferio, pasará por redescubrirnos como americanos. Por percibir a este continente y entendernos a nosotros mismos a través de los ojos de los que mejor lo han conocido, mejor lo han amado, y mejor lo han cuidado. De hecho, se nota un creciente interés por las tradiciones indígenas como fuentes de enseñanza y herramientas de transformación.

Sospecho que sólo a partir de un profundo redescubrimiento de la dimensión sagrada del mundo viviente del cual somos parte –una auténtica conversión personal y colectiva– podremos avanzar con éxito en nuestros movimientos por la justicia y la equidad. Y por el planeta sostenible que merecen las generaciones futuras.

Sospecho, también, que sólo así podremos irnos liberando de la orfandad espiritual de la modernidad tardía y devolver a nuestras vidas el sentido profundo que añoran nuestras almas.

 

David Molineaux

Santiago de Chile