Socialismo y Alianza de Civilizaciones

Socialismo y Alianza de Civilizaciones

Toni Comín


¿Es el socialismo una condición necesaria para la alianza de civilizaciones, es decir, para una convivencia en paz entre todas las culturas del planeta en el marco de una única e interdependiente sociedad mundial? ¿Tiene el capitalismo algo que ver con el choque de civilizaciones?, es decir, ¿explica el actual modelo de globalización neoliberal este conflicto de nuestros días que enfrenta culturas y religiones entre sí como si se tratase de cosmovisiones irreconciliables?

«Choque de civilizaciones» es un concepto en sí mismo tendencioso: el choque que amenaza la sociedad mundial no se da entre civilizaciones, entre religiones o entre culturas, sino entre fundamentalismos varios que, como un huevo de serpiente, pueden aparecer en el cesto de todas y cada una de las culturas, civilizaciones y religiones. Lo que amenaza la paz mundial no es un «choque de civilizaciones» sino un «choque de fundamentalismos».

El capitalismo global sin regular y los fundamentalismos -sean del tipo que sean- se retroalimentan de manera fatal. Por esto, si queremos una sociedad mundial en paz, si queremos que las distintas civilizaciones, y las distintas religiones en las cuales se fundan, convivan entre sí de manera civilizada -valga la redundancia-, entonces habrá que dar paso a otro tipo de globalización.

Habrá que dejar atrás el neoliberalismo y pasar a una sociedad que no esté seductoramente colonizada por el mercado. Habrá que pasar de una economía donde el capital financiero reina como todopoderoso señor, a otra donde los derechos de los ciudadanos, los derechos sociales, los derechos de los trabajadores y los de los consumidores sean el único señor legítimo al cual servir. Habrá que avanzar, en suma, hacia una sociedad y una economía más socialistas y menos capitalistas.

Los efectos corrosivos del capitalismo

La globalización neoliberal ha roto el equilibrio fundamental en el cual se había sostenido la sociedad mundial a lo largo de la segunda mitad del siglo XX: el equilibrio entre economía y política, entre mercado y Estado, entre democracia y capitalismo. Hoy los mercados ya son globales, pero los Estados siguen siendo nacionales. Por ello, el Estado se ha debilitado en su función fundamental: generar «vínculos internos de solidaridad entre los ciudadanos» (Habermas).

El mercado genera unos vínculos sociales extremadamente fríos: la interacción social, en el capitalismo, se produce exclusivamente de acuerdo con la lógica del interés material. Por ello, deja a los individuos a la intemperie: a la intemperie moral de unos vínculos sociales reducidos exclusivamente al individualismo posesivo y a la intemperie social de un sistema que, si no se regula, crea enormes desigualdades. La política, a lo largo del siglo XX, sirvió para abrigar a las personas de este frío: por medio del Estado Social, convertía a los individuos en ciudadanos, en tanto que les garantizaba una serie de derechos políticos y sociales. También el derecho laboral convertía a los trabajadores en «ciudadanos» en las fábricas y en las empresas.

El mercado, en el capitalismo, carece de toda dimensión comunitaria. Genera frío porque socava la cohesión y porque, al estar orientado sólo al consumo y al progreso material, es incapaz de proporcionar sentidos existenciales consistentes. El mercado propone una libertad (económica) sin comunidad. El Estado Social, sin renunciar a las libertades (civiles), es capaz de generar, a través de las instituciones públicas, unos ciertos vínculos de solidaridad, es decir, vínculos sociales cálidos. Combina la libertad con la comunidad. Sin embargo, este abrigo, hoy, a causa del desencaje entre unos mercados globales y unos Estados nacionales, ya no abriga tanto como antes: desde hace un par de décadas está siendo arrasado por el viento huracanado y gélido de la globalización neoliberal. La impotencia de la política hace que, hoy, antes existamos como consumidores o como trabajadores que como ciudadanos.

Cuando la identidad abrasa

Los vínculos que nos puede ofrecer una sociedad no son tantos: podemos participar en ella como actores económicos (como consumidores, como trabajadores, como ahorradores); como sujetos políticos (como ciudadanos); y/o como miembros de una comunidad cultural, una comunidad de sentido, una comunidad identitaria (ya sea nacional, étnica o religiosa). También los vínculos culturales sirven para abrigarse. También son vínculos cálidos: ofrecen unos valores superiores, que van más allá del propio interés individual. Ofrecen la pertenencia a una identidad colectiva.

Estos vínculos pueden llegar a ser profundamente comunitarios. Mucho más que el Estado Social y la experiencia de la ciudadanía democrática. Sin embargo, el riesgo es que se construyan al margen de la libertad. A menudo ofrecen una identidad que, o bien es revelada (religión) o bien es heredada (nación). Así, las comunidades culturales proporcionan a los individuos una biografía colectiva pero, la mayoría de las veces, no está basada en la libre adhesión.

Estos mecanismos de pertenencia culturales, tan comunitarios, se ven hoy en la tesitura de proporcionar unos vínculos que el Estado y la democracia cada vez proporcionan menos. Cuando las comunidades culturales sustituyen a la política democrática, no es de extrañar que se absoluticen y acaben por tomar formas desviadas. No es imposible que estos vínculos, de tan cálidos, acaben por quemar. Cuando esto sucede, estamos delante del fenómeno del fundamentalismo (ya sea nacionalista, étnico o religioso). El fundamentalismo es tanto más posible cuando los mercados ejercen sus efectos disolventes en sociedades todavía tradicionales: emerge en forma de reacción defensiva, para preservar por la vía del totalitarismo cultural los vínculos comunitarios que el mercado, dejado a su propia lógica, sin límites democráticos, disuelve inexorablemente.

Con la globalización neoliberal, vista la ineficacia del abrigo tradicional (político), las sociedades se han buscado un abrigo alternativo. Y lo han encontrado en la esfera de la identidad nacional o de la religión. Contra el frío de una libertad (económica) sin comunidad -el frío de los mercados globales- las sociedades que se sienten agredidas han decidido abrigarse con una comunidad (cultural) sin libertad -el fundamentalismo-. Esto es lo que Barber describía como la guerra de Jihad (que incluye todas las jihads, también los fundamentalismos cristianos neocon) contra McWorld (que simboliza los mercados globales neoliberales).

Necesidad de un Estado Social global para la paz mundial

Las sociedades que sufren el frío de la globalización han recurrido a este abrigo, el de las pertenencias culturales exacerbadas, a falta de otro mejor. Ha venido a sustituir aquel otro abrigo que hace compatibles comunidad y libertad, basado en la ciudadanía democrática que en las últimas décadas ha entrado en una cierta crisis de inoperancia. Si el mercado no se compensa desde la política, será la esfera de la cultura (en formas probablemente desviadas) la que acabará por compensarlo.

Desde este esquema básico, conflictos fundamentales de nuestros días, como el 11-S y la guerra de Irak, cobran mayor claridad. El terrorismo de raíz islamista sería una militarización del Jihad; la intervención unilateral de los EEUU sería la militarización de McWorld. El fundamentalismo habría pasado del combate cultural a la destrucción física; la hegemonía económica del neoliberalismo habría quedado sustituida por el neoimperialismo de los neocons.

Este análisis no hace sino confirmar la necesidad de reconstruir el único abrigo que puede protegernos del frío del capitalismo sin abrasarnos: la ciudadanía democrática. Si queremos una sociedad mundial en paz, si queremos que las distintas civilizaciones del planeta vivan en alianza, que no deriven en fundamentalismos que abran la puerta a ese nuevo tipo de guerras del siglo XXI, si queremos todo esto, entonces necesitamos vínculos cálidos, necesitamos alguien que nos proporcione vínculos de solidaridad. Necesitamos una comunidad en la cual reconocernos.

Pero estos vínculos no se pueden obtener al precio de sacrificar nuestra libertad, ni nuestra capacidad para el distanciamiento crítico en relación a nuestras comunidades de pertenencia, ni nuestra capacidad para elegir libremente nuestro modelo de vida buena. Estos vínculos a la vez cálidos y libres sólo nos los puede proporcionar la democracia: una democracia que se despliegue hasta sus últimas consecuencias, capaz de instituir un sólido Estado Social, que proporcione a sus ciudadanos una segura protección social y libertades civiles y políticas. Una democracia que avance hacia el socialismo democrático.

Sin embargo, este abrigo democrático sólo abrigará de manera efectiva si se reconstruye a escala global. Necesitamos un nuevo abrigo «talla mundo». Si la democracia y el Estado Social quieren volver a abrigarnos, tienen que ser capaces de domesticar los mercados globales y protegernos de la intemperie del capitalismo actual. Y esto sólo será posible si construimos un Estado Social global. Con tanta paciencia y realismo como convenga, pero con tanta perseverancia y tanta determinación como haga falta. Porque sólo si avanzamos hacia un proyecto de socialismo democrático global, tendrá posibilidades de realizarse de manera estable una verdadera alianza de civilizaciones.

 

Toni Comín

Barcelona, Cataluña, España