Sumak Kawsay: Horizonte, plataforma, alianza

Sumak Kawsay: Horizonte, plataforma, alianza

Pablo Suess


El paradigma sumak kawsay, de origen quechua, apunta al horizonte del buen vivir tradicional del mundo andino. En sus Constituciones, Bolivia y Ecuador han recuperado este concepto y han procurado contextualizarlo en el mundo de hoy como proyecto alternativo al desarrollismo de las economías mundializadas. Los intérpretes del sumak kawsay apuntan a su carácter procesual, crítico, plural y democrático. El sumak kawsay debe ser comprendido como plataforma política con un horizonte utópico y como alianza de diferentes culturas y múltiples sectores, dispuestos a construir nuevas relaciones sociales sobre la base de una nueva relación con la naturaleza.

Utopía emigrante

Al contrario de lo que se esperaba, la utopía es una emigrante de los países prósperos, que supuestamente ya no necesitan de ella, y que viene a los países pobres. El discurso político hegemónico desprecia el gran relato que resiste a la reducción de la palabra a titulares de los periódicos, eslóganes de propaganda o a tópicos. En ese gran relato, con su índice utópico que no se disuelve en el pragmatismo cotidiano, resuena la causa universal y la crítica de los que no se conforman con el mundo así como está. Esa causa cuestiona los imperativos agresivos de la sociedad de consumo con sus exigencias de crecimiento, producción acelerada y satisfacción instantánea. Adornados por los medios de comunicación, que hacen querer al opresor, perdonar al corrupto y despreciar al oprimido, asistimos a un rebajamiento del espíritu revoluciona-rio de un proletariado aburguesado, sindicatos burocra-tizados y líderes populares convertidos en máquinas administrativas de gobiernos tenidos por progresis-tas.

También las Iglesias -que tendrían que ofrecer un gran capital contracultural, que al mismo tiempo cuestiona la cultura hegemónica y valoriza las culturas marginadas-, se han acomodado en el interior del sistema, a cambio del reconocimiento de su libertad institucional y de su prestigio histórico. Pero esa acomodación tiene un precio alto: la pérdida del espíritu crítico ad extra y ad intra, o sea, la corrosión lenta y silenciosa de su espíritu profético y de la percepción de la diferencia entre ideal y realidad.

Espíritu crítico significa tener conciencia de esa diferencia entre el orden implantado y la propuesta constitucional que precedió a la implantación de ese orden. En el orden implantado no se trata sólo del orden representado por los estados y sus gobiernos. También las Iglesias forman parte de ese orden histó-rico implantado que necesita, siempre de nuevo, una mirada crítica. En los templos religiosos existe, igualmente, una diferencia entre leyes en vigor por orden divina y las leyes obedecidas a través de prácticas institucionales, una diferencia entre propuesta evangélica y respuesta institucional.

Muchos deben acordarse, todavía, de la indignación de esos sectores frente a los pedidos de perdón que el entonces papa Juan Pablo II dirigió en diversas ocasiones a judíos, africanos e indígenas. Cuando en la IV Conferencia del CELAM, en Santo Domingo, el 19 de octubre de 1992, surgió la propuesta de una petición colectiva de perdón a los pueblos indígenas, el arzobispo de San Juan de Cuyo, Argentina, Ítalo Severino di Stéfano, declaró que tal petición sería inoportuna, porque podría ser explotada por sectores ideológicos, y porque reflejaría un complejo de culpa que disminuiría el ardor de la nueva evangelización.

Dos días más tarde, durante la Audiencia General, en Roma, el papa se pronunció sobre la oportunidad de tal petición de perdón: «La oración del Redentor se dirige al Padre y al mismo tiempo a los hombres, contra quienes se han cometido muchas injusticias. A estos hombres no cesamos de pedirles perdón, sobre todo, a los primeros habitantes de la nueva tierra, a los indios, y a aquellos que fueron deportados de África como esclavos para trabajos pesados. ‘Perdónanos nuestras ofensas’: también esta oración forma parte de la evangelización (...)».

La diferencia entre lo insuficiente de la realidad eclesial y su promesa, entre el orden reinante y la verdad eterna es legítimamente apuntado por sectores de la sociedad secular y de la misma Iglesia, que celan con lealtad por la conformación -nunca plena- de la institución con su fundador Mesías. La precariedad de la realidad eclesial, cuando es vivida con humildad y deseo de perdón, podría honrar a la insti-tución que no negocia sus ideales en la esquina del mal menor, sino que los recuerda, pronunciando su mea culpa.

Como vimos en Santo Domingo, no siempre este celo de los profetas, teólogos y pastores ha sido bien recibido por sectores que viven cierta distancia con el día a día del pueblo de Dios. Sus teologías están descontextualizadas y dan respuestas a preguntas se-cundarias. Ésta fue la razón por la que, en un determinado momento, la Teología de la Liberación y la Teología India, entre otras, fueron llevadas al silencio por sectores que consideraban Medellín (1968) un ac-cidente en la historia de la Iglesia. Por el contrario, se trata de la asunción de tradiciones milenarias y del enraizamiento del evangelio en esas culturas. La asunción, según san Ireneo, es la propedéutica de la reden-ción (Puebla 400). Todavía hoy, la simple mención de esas teologías, que representan la gracia profética posconciliar de la Iglesia latinoameriana, era vetada. Si los teólogos se vuelven funcionarios institucionales y no defensores de los afligidos la teología degenera en ideología.

Pero el vino nuevo de la Causa del Reino no cabe ni acaba en los odres viejos (cf Mt 9,17) de una fun-cio-nalidad sistémica. La condenación oficial a la clandestinidad genera traumas, pero también forja lenguajes estratégicos in off. La profecía puede migrar hacia otros espacios y siglas, entre los cuales, hoy reconocemos al sumak kawsay, el buen vivir, del mundo quechua. Lo que la encíclica Pacem in Terris, de Juan XXIII, el Vaticano II y Medellín llamaron «signos de los tiempos» -la emancipación de los obreros, de los países colonizados y de las mujeres-, en realidad fueron luchas evangélicas abandonadas en las Iglesias. Reaparecieron metamorfoseadas en el mundo secular, porque en su cuna eclesial no encontraron espacio para vivir ni para hospedarse pasajeramente. En el horizonte de la Utopía del Reino, todos somos posseiros de esperanza, sin posesión sobre la verdad. Poseerla significaría el final de la historia. La esperanza continúa como una eterna migrante, a la búsqueda de la verdad en medio de los desesperados.

Felicidad, dignidad, resurrección

Según Ernst Bloch, las utopías sociales del buen vivir, con su punto de gravedad en el sistema económico, apuntan a la felicidad o al menos a la reducción del hambre y de la miseria. Las utopías del derecho natural, con su punto de gravedad en el campo cultu-ral jurídico de los derechos humanos, apuntan a la dignidad, a la cabeza erguida y a la protección legal de libertad y seguridad. La vida concreta es amenazada en ambos campos: por el hambre y por el desprecio o, como Marx diría, en la base y en la superestructura. El primado de la dignidad humana exige la prioridad dada a la liberación económica. Entre ambos, hay una relación de medios y fines.

El sufrimiento de los pequeños -de los sobrecarga-dos que pasan hambre y de los despreciados que sufren humillación- apunta a los desafíos éticos de la humanidad, causados por la aceleración de la destructividad del capital. Y es este sufrimiento el que puede cambiar el rumbo de la historia, el sufrimiento auto-reflexivo y organizado, que genera en los pobres discernimiento y conciencia sobre el sufrimiento que puede ser evitado y el inherente a la condición humana. Los nombres concretos de esos desafíos éticos son: agotamiento de los recursos humanos y naturales y manipulación genética y psicológica en el interior y en función del mercado total. De ahí emergen tareas urgentes de transformación: la redistribución de los bienes de acuerdo con las potencialidades del planeta Tierra, el reconocimiento del Otro en el horizonte de una armonía universal y la participación democrática de todos, sin privilegios de clase.

Pero, para la utopía que articula felicidad y digni-dad falta todavía algo para configurar el buen vivir. Alejados de la vida humana el hambre y el desprecio, todavía continúa amenazada por la apropiación privilegiada de algunos. Por tanto, el buen vivir necesita ser pensado para todos. Este tercer elemento utópico, la justicia distributiva y redistributiva, nos hace recordar, concretamente, a aquellos que murieron injusticiados. El horizonte utópico incluye, al lado de la felicidad y dignidad, no la justicia de los vencedores y sobrevivientes, sino la justicia de los injusticiados, vivos o muertos. El Mesías vendrá cuando en la mesa haya lugar para todos. Pero vendrá también como memoria de aquellos que, castigados por hambre y desprecio, cayeron en el túmulo del olvido. La justicia para todos es impensable sin la gracia de la resurrección de los muertos y de un juicio final (cf Spe Salvi 43s). La historia de la humanidad ha mostrado que el ansia de la resurrección y la victoria sobre la muerte reunió médi-cos y chamanes, teólogos y filósofos en una batalla que, hoy, no está vencida ni perdida. Está presente en casi todas las culturas y puede colocarse en imaginarios muy diferen-tes. Desde el trípode ‘felicidad, dignidad, continuidad de la vida’, comprendemos que el sumak kawsay siempre será proyecto, horizonte y esperanza peligrosa.

Pablo Suess

São Paulo, SP, Brasil