Tratando de entender y aceptar la realidad climática
José María Vigil Panamá
De entrada nos cuesta aceptar una forma de pensar «realista», que tenga en cuenta la previsión de la catástrofe que se avecina. No sólo porque estamos programados para la supervivencia, sino porque nunca en nuestra historia nos hemos visto confrontados con una expectativa semejante de destrucción tan masiva. Por eso, es necesario afrontar la situación con valentía, decisión y sensatez, y ponderar la plausibilidad y la verosimilitud de esta terrible expectativa.
a) Histórico-biocósmicamente, es posible una catástrofe climática
El ciudadano común, dotado de un optimismo natural, tiende a pensar que, a pesar de las dificultades, la flecha del tiempo marcha incontenible hacia adelante. No podemos aceptar indiferentemente información sobre una catástrofe próxima a corto o mediano plazo; ante su mero anuncio, reaccionamos poniéndonos en guardia, porque estamos programados para la supervivencia.
Por otra parte, las cosmovisiones de las que la humanidad se ha dotado –precisamente para sobrevivir– se han esforzado tenazmente por dejar abierto el horizonte hacia la vida, hacia la esperanza; no podemos permanecer indiferentes ante el dato de la inminencia de nuestra destrucción.
Pero a pesar de todo ello, el estado actual de las ciencias de la Tierra nos habla de la plausibilidad de la catástrofe. Hoy sabemos que la vida en este planeta tiene una historia agitada, muy azarosa, con avances y retrocesos, plagada de impases, y de extinciones. La actual extinción en curso no es la primera, sino «la sexta gran extinción»; aunque para nosotros sí que es la primera, no debiera resultarnos tan extraña, porque somos nosotros precisamente quienes la estamos provocando. Épocas muy diferentes de Gaia se suceden unas a otras con normalidad; hoy a la ciencia no le causa «extrañeza» constatar que estemos en la víspera de una de esas catástrofes «normales», bio-cósmicamente hablando.
James Lovelock representa emblemáticamente esta postura: debemos ver con naturalidad, dice, la proximidad inminente de esta catástrofe climática, que va a destruir gran parte de la vida en este planeta, incluyendo a la especie humana, que quedará probablemente muy dimidiada; es una eventualidad que hemos causado principalmente nosotros, una catástrofe que no podíamos prever al inicio, pero que tampoco hemos sido capaces de detener cuando nos hemos dado cuenta de que la estábamos causando, y ahora es ya demasiado tarde para evitarla, pudiendo solamente suavizarla. Y queda poco tiempo. Sólo nos queda, dice Lovelock, abrir los ojos, ser realistas, contar con la previsión científicamente más probable, y actuar en consecuencia, acomodándonos con serenidad lo mejor posible a lo que viene...
Pocos cuentan con esta expectativa como el marco contextual para su pensamiento... Se prefiere vivir, pensar y hasta hacer ciencia «como si» esta previsión no existiera: «lo mismo que en tiempos de Noé», en que los hombres vivían, comerciaban y se daban en matrimonio como si nada pasara. Estamos en una coyuntura semejante a la bíblica prediluviana, dice este científico, con una diferencia significativa: Noé se pudo salvar con el arca, mientras que nosotros esta vez no contaremos con ningún arca capaz de salvarnos.
b) Antrópicamente también es posible
La posibilidad de un cambio climático catastrófico que destruya mayoritaria o totalmente la especie humana parece también algo incompatible con el pensamiento tradicional antropocéntrico. De entrada, subconscientemente, nos parece absurda la simple posibilidad de la destrucción de nuestra especie humana por un cambio climático. ¿No somos la razón de ser del cosmos? ¿No constituimos el sentido de la Tierra? ¿No somos la flecha de la evolución, que recoge en sí el impulso evolutivo de toda la vida sobre la Tierra? ¿No constituimos una realidad totalmente diferente de las especies animales, situados como estamos en un nivel «ontológico» superior (seres «sobrenaturales», «creados a imagen y semejanza de Dios», con «alma espiritual»...), por nuestro origen y por nuestro destino, inaccesibles a los avatares climáticos o meteorológicos a los que puedan estar sometidos las plantas y los animales?
Las ciencias de la Tierra y de la Vida hoy día ya no nos dan la razón en este punto. No somos esos seres absolutamente diferentes y superiores que hemos creído ser. Somos una especie biológica que es producto del mismo proceso evolutivo que ha dado origen a las demás especies en este planeta. Por eso, no tenemos derechos absolutos sobre ellas, que son producto de ese mismo proceso evolutivo. Nacemos en medio de la comunidad de la vida de este planeta, y a ella pertenecemos. No venimos de arriba (el cielo)... ni de afuera (una creación ex nihilo), sino de abajo (humus de la Tierra) y de dentro (del proceso biológico evolutivo, cuyas huellas se dejan ver incluso en nuestro propio cuerpo). Compartimos la misma condición natural básica, el mismo hábitat, y a nuestra medida, el mismo destino.
No llevamos la guía de la evolución, aunque seamos en este momento –hasta donde nos parece saber–, la especie más «avanzada» (sólo en algún sentido). La fuerza evolutiva de la vida va mucho más allá de nosotros mismos, y puja por la evolución desde otros muchos frentes biológicos, y pudiera arrebatarnos por sobrepasamiento nuestra actual primacía.
Tal vez la crisis climática, aun con sus consecuencias traumáticas, pueda ser la ocasión ambiental necesaria para la «emergencia» de una nueva etapa de Gaia, de un cambio radical nuestro o, eventualmente, de una(s) nueva(s) especie(s) que pase(n) a «liderar» la evolución en este planeta. Así pues, desde un punto de vista amplio, cosmo-bio-antrópico, la catástrofe ecológica, incluida la posible extinción de la especie humana, no significa un desastre absoluto, como cuando es percibida desde la perspectiva humana habitual (antropocéntrica), todavía vigente. Es algo mucho más asimilable. Es una perspectiva realista, con la que es posible reconciliarnos y convivir, una opción mucho más probable que la expectativa triunfalista y predestinada con la que solemos contar inconscientemente.
c) ¿Y desde el punto de vista de las religiones?
Las religiones, compañeras íntimas del ser humano durante los cuatro últimos milenios, se encuentran tan sorprendidas como la especie humana en general. Comparten el mismo desconcierto. Habían aventurado los más variados apocalipsis para el final de nuestro (pequeño) mundo (humano): sólo la ira de algún dios celeste irritado, o de algún daimon malévolo surgido del infierno (ubicado por el centro del planeta), podría acabar con el ser humano, en un acto externo todopoderoso; era inimaginable que este mundo acabara no por una intervención divina, sino por la acción ignorante del ser humano, que ha estado destruyendo desde milenios los órganos vitales de recuperación del sistema Tierra. La catástrofe apocalíptica final no va a ser un castigo divino, como siempre las religiones habían pensado, sino un «ecocidio» plenamente humano. Que el mundo sea eterno, o que deba acabar cuando Dios en su arcano designio decida que pasemos todos al eón celeste definitivo de la eternidad al que toda la historia humana ha estado encaminada, era la previsión de los monoteísmos abrahámicos. Que todo el «Plan divino de salvación» programado por Dios, se vea truncado por un efecto simplemente «climático», o por una limitación astronómica, será difícil de aceptar para estas religiones, pues implica la quiebra de doctrinas importantes hasta ahora presentadas como parte de la Revelación de Dios usufructuada en exclusiva por ellas. Sólo los fundamentalistas siguen proclamando que Dios Omnipotente estará ahí para salvarnos de cualquier catástrofe astrofísica (no ya divina, sino antropogénica). ¿Es posible una religión que sea capaz de reconciliarse y aceptar esta perspectiva que las ciencias de la Tierra nos presentan hoy sobre la crisis climática en curso? Las religiones occidentales, sus instituciones, están todavía a años luz de poder asumir esta perspectiva. Pero la posibilidad teórica existe, y de hecho muchos creyentes occidentales –no sólo teólogos de avanzada, sino comunidades cristianas despiertas, y creyentes inquietos por libre– tienen asimilada esa perspectiva; luego si algunos lo han conseguido, es que se puede. El budismo, por su parte, reconoce oficialmente que mantiene buena relación con la ciencia, que se siente obligado a aceptar las investigaciones y hallazgos científicos, y declara que no tiene ningún problema con la ciencia.