Tres reflexiones sobre la libertad
Tres reflexiones sobre la libertad
Jon Sobino
1. El Padre Arrupe y Monseñor Romero, hombres libres. Me refiero a la libertad personal, la capacidad del ser humano de poder obrar según su voluntad a lo largo de su vida, de lo que se deriva la responsabilidad de sus actos, sean estos buenos o malos.
El Padre Arrupe y Monseñor Romero fueron hombres buenos, hombres de fe y justicia, de esperanza y praxis, de gracia que recibe y de responsabilidad que actúa. Pero al decir que fueron hombres libres queremos añadir algo más: se mantuvieron en el mundo real sin salirse de él, en medio de dificultades, oposiciones y ataques con frecuencia groseros, difamaciones de los poderosos de fuera y –en ocasiones– abandono de sus hermanos de dentro, obispos y provinciales. Nunca alardearon ni hablaron de sí mismos. Nunca pensaron en ellos antes que en los demás. Ni pensaron que el mal se cura con otra cosa que no sea el bien. Hacían verdad el lenguaje paulino: «no tengan entre ustedes más deuda que la del amor». Y hacían verdad lo que, pienso yo, es vivir ya como resucitados en la historia: «nada es obstáculo para hacer el bien». A ese modo de ser y actuar he llamado libertad.
¿Añadimos algo al decir que Arrupe y Romero fueron hombres libres? Creo que al menos explicitamos matices de calidad del ser humano que no suelen ser tenidos en cuenta y que son importantes. Hombres como ellos, mujeres como Ita y Maura, mártires de Chalatenango, no sólo vivieron con libertad, sino que vivieron en plenitud, triunfando sobre cualquier atadura que limita a los humanos. Y de ahí, la lógica de hablar de libertad al hablar de la resurrección de Jesús, aunque Jesús ya fue hombre libre en vida: «nadie me quita la vida, yo la entrego libremente».
Volviendo a libertad y resurrección, esto es lo que escribí. «La libertad refleja el “triunfo” del resucitado no porque nos aleje de nuestra realidad material, sino porque nos introduce en la realidad histórica para amar sin que nada de esa realidad sea obstáculo para ello. La persona libre, cristianamente hablando, es la que ama y a fin de cuentas sólo ama, sin que ninguna otra consideración le desvíe del amor. Dicho en lenguaje paradójico, libertad es atarse a la historia para salvarla, pero –siguiendo la metáfora– de tal manera que nada en la historia ate y esclavice para no amar».
No estar atado a nada -no sólo a lo malo, tampoco a lo tradicionalmente bueno-, sino estar desatado de todo, es lo que me impactó de Monseñor Romero y del Padre Arrupe. Vivieron una libertad primordial que no es frecuente. Usando palabras de Casaldáliga, no tuvieron nada por absoluto, sino «sólo a Dios y al hambre». Fueron personas de espíritu de geometría, manteniendo lucidez para entender las cosas y actuar con eficacia. Pero, con perdón de Pascal si deformo su pensamiento, mayor fue su esprit de finesse, su delicadeza con cualquier ser humano.
Así fue el Padre Arrupe. En tiempos de plenitud, con simpatía y optimismo perenne, y sobre todo siempre con presunción de bondad en los demás. Postrado en cama y disminuido, pero con la sonrisa de quien no tenía dónde agarrarse, pedía ayuda. Y siempre con sinceridad. «Soy un pobre hombre», dicen que decía.
Así fue Monseñor Romero. En tiempos de plenitud, con esperanza indestructible, con gozo: «con este pueblo no cuesta ser buen pastor»; también con la aceptación de su debilidad psicológica, que le llevaba a buscar ayuda profesional cuando lo sentía necesario. En los últimos meses, con «temor acerca de los riesgos de mi vida» y con el dolor por su «situación conflictiva con los otros obispos».
En cuanto podemos juzgar, y respetando el miste-rio que se cierne sobre los humanos, para el Padre Arrupe y para Monseñor Romero nada fue atadura para no hacer el bien y para buscarlo siempre de diversas formas. Fueron libres.
2. «He oído sus clamores y he bajado a liberarlos». Son palabras de Dios que recogen palabras de seres humanos oprimidos. Y estos tienen una esperanza. «Habrá un día en que todos al levantar la vista veremos una tierra que viva en libertad», dice la canción de Labordeta. Son cantos de esclavos bajo el Imperio romano, de negros en las plantaciones de algodón, de indígenas en Abya Yala, robados de oro, cultura y religión, de dignidad y vida. Hoy el imperio sigue campeando en el mundo. El mercado roba y aniquila a millones.
El papa Francisco ha denunciado esta crueldad con un Midrash de un rabino de la Edad Media. «Cuando la construcción de la torre de Babel, les costaba mucho hacer los ladrillos. Tenían que buscar el barro, amasarlo, poner la paja, armarlo, cocinarlo. Entonces subían los ladrillos a la torre para hacerla más alta. Y cuando se caía un ladrillo era un drama, prácticamente un problema de Estado. Había costado tanto que el ladrillo era un tesoro. Pero si se caía un obrero no pasaba nada».
El rabino lo dijo muy bien, y el papa lo traduce. «Este Midrash refleja lo que está pasando ahora. Hay desequilibrio en las inversiones financieras: gran drama, gran reunión internacional, todos se mueven. Pero la gente se muere de hambre, se muere de enfermedad. Y bueno, ¡que Dios le ampare! Las palabras son duras, pero creo que son exactas: vivimos en una cultura del descarte. Al que no sirve se le descarta, se le echa a la basura. Ésa es la crisis que vivimos».
No puede hablar más claro, ni un rabino ni un papa. Y con esa claridad habló la teología hace medio siglo en América Latina. Era la teología de la liberación que desenterraba el tema secular de la libertad, y lo historizaba como liberación: liberar de la muerte y de la injusticia a pueblos oprimidos. Romper ese silencio fue su gran mérito. Y con la «liberación», esa teología ha desenterrado otras realidades que habían permanecido en un clamoroso silencio.
Ante todo la realidad del pecado, masivo, histórico, estructural: robo y depredación, violencia y asesinato, violaciones del séptimo y quinto mandamiento. Prolifera en el planeta, en Mesoamérica y en el Congo. El planeta busca sanar una banca enferma –y a sus banqueros–. Desahuciados y desempleados tendrán que esperar.
Y silencia a Dios. Sub specie contrarii, al no hablar de idolatrías, culto a ídolos que exigen víctimas para subsistir. Y en directo, al no hablar del Dios de vida, el que ama al pobre, ciertamente, pero que antes, como dice Puebla, sale en su defensa en contra de sus victimarios. Ni siquiera Aparecida se atrevió a mencionar el conflicto como realidad central en la vida de Jesús, en el que se insertó. Y al hacerlo en favor de unos y en contra de otros, lo mataron. E igualmente se silencia a los mártires de la justicia, que viven y mueren como Jesús. Infinidad de mártires latinoamericanos, hombres y mujeres, han sido silenciados.
Esta teología, por ser de la liberación, sea cuales fueren sus mediaciones, es también más bíblica y jesuánica, y es más latinoamericana. No es imparcial, sino comprometida. No es distante, sino inserta -«se hace en un escritorio, pero no desde un escritorio», decía Ellacuría. No busca paz para ella, sino que corre riesgos, y a veces cae en el empeño a manos de civiles y eclesiásticos. No busca éxito, exaltación, y apoteosis -concepto este de éxito que no es cristiano, sino que busca el servicio eficaz.
En este apartado hemos hablado de liberación, pero puede converger muy bien con la libertad de antes. Baste recordar lo que hicieron Arrupe y Romero por la liberación histórica. Y si eso no quedase claro, recuérdese que esos dos hombres libres tuvieron como enemigos a los mismos enemigos de la liberación. Y lo aceptaron por principio: «no lucharemos por la fe y la justicia sin pagar un precio».
3. «La verdad os hará libres», dice Jesús. Esta es nuestra tercera reflexión, pues la mentira es inmensa, pero desconocida. Se pregunta González Faus si en la evolución está haciendo su aparición el homo mentiens, el ser humano embustero. Si es así, nuestro entorno social está construido con ladrillos de mentira. Sólo dos ejemplos.
Los niños que anualmente mueren de hambre son muchos miles, dice Jean Ziegler, pero estos datos se repiten rutinariamente, sin que el mundo se dé por enterado. Y cuando ya no es posible apelar a la ignorancia, entonces la mentira. La guerra de Irak no obedeció a un error de estimación, sino a una cruel mentira, denuncia Le Monde Diplomatique. Pareciera que despertara el fantasma de Goebbels, ministro de propaganda nazi: «una mentira repetida mil veces se convierte en verdad». En contextos en que se ha instalado lo políticamente correcto, «lo irracional se hace racional», decía Herbert Marcuse.
«La mentira poluciona todo el aire que respiramos y enfanga toda el agua que bebemos», dice González Faus. Puede haber, más o menos manipuladamente, libertad de prensa, pero falta la voluntad de verdad. Y con ello muere la libertad.
Para humanizar este mundo, basten estos tres elementos de la utopía de la libertad: 1, ser hombres y mujeres libres. 2, luchar contra la esclavitud. Y 3, entregarse a la verdad sin aprisionarla.
Jon Sobino
UCA, San Salvador, El Salvador